Domingo, 13 de marzo de 2016 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
¿Por qué nos producen tanta sorpresa los bruscos virajes producidos por algunos referentes muy caracterizados y públicamente identificados con la gestión de Cristina Kirchner que pasaron a integrar la proveeduría de votos parlamentarios para la derecha neoliberal? Tanto por una abundante literatura teórica como por la simple práctica cotidiana, sabemos que la política tiene en su interior un profundo componente oportunista, una necesidad inexcusable de adaptación a los tiempos y a las circunstancias; así lo exige la política como profesión, la política como red institucional que necesita agentes que la ejecuten y que vivan de esa práctica. Es muy bien recibida en cualquier sobremesa decente la queja sobre esas prácticas, pero lo cierto es que no son tan diferentes de las que funcionan en cualquier grupo humano más o menos organizado. La mercantilización de la vida no rige solamente para la profesión política, ocurre también en “las mejores familias”. No hablamos de la “mercantilización” de los sobornos para votar en una u otra dirección: eso es simplemente un delito. Hablamos de la preocupación por la carrera, por el éxito, por la visibilidad. No parece ser exclusivo de la política.
Corridos de la mirada moral, que suele ser una mirada falsa y mezquina que no se mira a sí misma, estos episodios plantean otra cuestión, que es la más importante. Queda la naturaleza de la política como práctica, lo que la diferencia de otras lógicas “profesionales”. La política es una profesión, pero no una profesión cualquiera; requiere una legitimación ideal que no puede ser la de un sector, la de una parte. No trabaja en los límites de una corporación sino que habla desde el lugar de lo universal, habla desde una idea de bien común. Este aspecto, dicho sea al pasar, es el camino de entrada para la colonización de la política por el marketing, que es algo así como una ciencia que transforma una ambición personal en un discurso con repercusión colectiva. El médico está deontológicamente obligado a curar, el abogado a defender la aplicación de las leyes, la ética del político consiste en la función de defender a su pueblo bajo una forma específica de interpretar el bien común. Si hay una ética política, ésta tiene un estatus superior a cualquier deontología parcial: la da la existencia de un fin colectivo digno de ser buscado y perseguido; un fin para cuyo logro sea necesaria la existencia de un partido, de una fracción, de un dirigente.
La naturaleza de la sorpresa ante las deserciones no hay que buscarla tanto en la moral individual, como en la política. De lo que se trata es de la extraordinaria e inédita experiencia que hemos vivido los argentinos, de puesta en escena de conflictos y contradicciones que habían sido duramente derrotadas primero y adormecidas después bajo el imperio de las apelaciones a consensos y pacificaciones, necesarias después de tanta barbarie como la que se vivió después de aquel otoño de hace casi cuarenta años. Si la política tiene dos caras, una burocráticoprofesional y la otra cultural y moral, el reino del neoliberalismo rompió esa dualidad, acostumbró a la sociedad a una visión en la que la segunda cara desaparecía. ¿Para qué haría falta una visión del bien común? Si justamente el bien común del neoliberalismo está en la inexistencia de ese bien común, según lo predicara brillantemente uno de sus pensadores originales, Friedrich Hayek. La ley del mundo neoliberal es la competencia entre individuos y el único sentido en el que vale hablar de libertad, está en la creación de condiciones para que esa competencia no tenga obstáculos y de ese modo sea premiado el más apto en ella. Cuando se lleva a la política, de todos modos, esa doctrina tiene que ser matizada bajo la forma de políticas sociales focalizadas o voluntariados solidarios para que tengan alguna cabida en el discurso los perdedores eternos de la lucha competitiva. Pero el hecho es que el neoliberalismo tiene en su horizonte la destrucción de la política. La política es Estado, son leyes, reglamentaciones, burocracias, clientelismo, despilfarro, corrupción... Claro, algunos tienen que estar en el gobierno, en el parlamento, en el partido para que el Estado siga existiendo como un “garante” de esa libertad, enfrentando cualquier contestación de los perdedores. Entonces la política se vuelve el reino de las palabras vacías y huérfanas de historia, el mundo de los maquilladores de discurso, el mundo de la audiencia mediática. La profesión política se convierte en simple administración y en reproducción simbólica del mundo de la “libertad”.
Ese consenso neoliberal sufrió entre nosotros un fuerte sismo en los últimos doce años, muy particularmente después del conflicto desatado por las grandes patronales agrarias en 2008. Surgió un relato antagónico con el neoliberalismo. No nació en el mundo intelectualuniversitario, nació del conflicto político. Nació como nacen realmente los procesos políticos, como una forma de la lucha por el poder. Como un modo de decir hacia dónde queremos ir, quiénes son los amigos y quiénes los que se oponen. El relato no puede nacer sino dentro de una memoria histórica, un modo de contar la historia del país. El neoliberalismo tiene también su propia memoria histórica cuyo relato siempre empieza más o menos así: “La Argentina es un país rico que fue echado a perder por un gobierno populista, autoritario, ineficaz y corrupto”. Así se habló en 1930, en 1955, en 1976, cada vez que los sectores del privilegio asaltaron el poder para defender sus intereses que consideraban amenazados. El relato, tan denostado por el neoliberalismo, tanto en sus variantes duras y clasistas como en las progres y sensibles, no es otra cosa que la proclamación pública del sentido de una experiencia política. Lo único que puede hacer que la política no sea solamente una profesión, lo único que, en última instancia, permite enfrentar la mercantilización de las instituciones.
Por eso las deserciones producen conmoción en estos tiempos. Porque los políticos profesionales que defendieron el gobierno de Cristina Kirchner lo hicieron no solamente ni tanto desde una pertenencia partidaria, burocráticamente entendida, sino desde la difusión de un sentido político que se estaba supuestamente defendiendo. En eso, en el abandono inexplicado de un sentido de la acción, consiste el daño y no en las clásicas apelaciones morales a la lealtad y contra la traición. Porque, aunque suene feo, la deslealtad y la traición también pueden ser herramientas de la política con sentido histórico. Miremos la historia de nuestro patriotismo fundacional y de sus principales figuras y encontraremos más de una deslealtad, más de una traición, sin las cuales no hubiera habido independencia nacional. Lo dañino no está en que un diputado cambie de un partido al otro sino en el mensaje público que hay implícito en esa acción: en este caso el mensaje dice que todo el sentido de la acción de los últimos años que el diputado (o senador) predicó frente a cualquier cámara o micrófono era un simple recurso profesional sin ningún alcance intelectual y moral. Es una proclama del vacío de sentido de la política.
Hablamos de cuestiones que con el tiempo se irán convirtiendo en anécdotas sin importancia pero que hoy tienen una significación que va más allá de personajes menores. Porque la gran encrucijada que vive el país no se deja resumir en la pregunta sobre qué partido ganará la próxima elección. El gran objetivo estratégico del neoliberalismo gobernante es el desalojo rápido y compulsivo de las huellas político-culturales de la experiencia kirchnerista. No se limita a un balance de un gobierno determinado; se notó mucho en el discurso de Macri al Congreso: no solamente se criticaba una gestión sino que se expulsaba discursivamente de la escena pública una manera de entender el país, el Estado, la sociedad. La corrupción es el espantajo que se agita, pero es una contraseña muy familiar a la antipolítica argentina, cada vez que ciertos sectores recelan del ascenso de las clases populares alentada por esa “corrupción” y ese “despilfarro”. Resulta sin duda curioso que personajes que formaron parte, en sitios muy decisorios, de lo que se relata como el reino del saqueo y el desgobierno sean recibidos con bombos y platillos por la Argentina decente y reconciliada.
Probablemente las renuncias y los virajes sean el anticipo de una etapa compleja en el terreno parlamentario y partidario de quienes defienden una idea alternativa al neoliberalismo. Sin embargo, eso no será otra cosa que una medición más realista de las relaciones de fuerza políticas en este país. Porque relaciones de fuerza no son solamente los votos sino, ante todo, el estado de la conciencia, de la cultura en un país. En esas relaciones reales de fuerza empieza la etapa. Y esas relaciones no se modifican ni con impaciencia ni con voluntarismo. Hoy existe un mundo masivo, intenso y activo que, en las plazas, en las calles y en locales partidarios sostiene la vigencia y la continuidad del kirchnerismo: es un capital que ninguna otra fuerza tiene y es, más allá de las formas, el recurso desde el que puede arrancarse para la construcción de una subjetividad política alternativa al neoliberalismo. Desde ahí, sin sectarismo ni censura global a los políticos. Una fuerza política que no será no podría serlo una continuidad mecánica de lo que se vino haciendo estos años sino su superación histórica, su puesta en capacidad de atravesar exitosamente la etapa en la que los sectores dominantes del país procuran destruirla.
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