Viernes, 5 de enero de 2007 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Alfredo Zaiat
Javier González Fraga dice que él coincidía con los acuerdos de precios cuando se lanzaron en la gestión de Roberto Lavagna –no aclara que hoy es uno de sus asesores–, pero que ahora le disgustan porque intervienen en la rentabilidad de las empresas. Expone el caso de las tarifas de gas, baratas para la clase media y alta, y el precio de las garrafas, oneroso para los pobres, como una de las distorsiones que provoca esa regulación pública. Ese mismo ejemplo da la respuesta a ese cuestionamiento demagógico de la intelectualidad de la city que ahora se preocupa por la pobreza: desde la bochornosa privatización de Gas del Estado, aprobada en el Congreso con el famoso diputrucho, el precio de las garrafas están libres. Por ese motivo, ese servicio básico para los sectores más castigados de la sociedad ha aumentado considerablemente desde entonces, consumiendo una porción importante de esos menguados presupuestos. Desde la megadevaluación, la garrafa se encareció 180 por ciento (el IPC, 91,3 por ciento) con el libre juego de la oferta atomizada y la demanda concentrada. La intervención estatal en ese mercado fue tardía e insuficiente. Se estableció una “tarifa social” para la garrafa de 10 kilogramos a un precio de 18 a 20 pesos que se comercializa en 606 puntos de venta, cuando el valor promedio es de 25 a 32 pesos en los 95.000 locales restantes que despachan GLP. Todos los habitantes de Formosa, Misiones y Chaco carecen de gas en red, y el 40 por ciento de los hogares de la provincia de Buenos Aires consume garrafas. En total, 4,5 millones de hogares (cerca de 13,5 millones de habitantes) han sido castigados por la ausencia del Estado en la fijación de ese precio. El Instituto de Investigación en Ciencias Sociales de la Universidad del Salvador ha estimado en 7 pesos el costo de producción de una garrafa de 10 kilogramos, precio que surge de datos de las propias empresas. Si el Gobierno fijara precios máximos y las productoras y distribuidoras redujeran sus márgenes de ganancia, esas garrafas podrían ser comercializadas con un precio final que no superarían los 12 pesos la unidad. Esa no es la propuesta de González Fraga, sino la de subir la tarifa del gas domiciliario, que puede ser que tenga que ajustarse pero no con el criterio de facilitar un aumento de las ganancias de las empresas. Esto último, en definitiva, es el verdadero reclamo de aquellos que cuestionan los más o menos prolijos acuerdos de precios: garantizar utilidades extraordinarias sin importar el impacto en los bolsillos de los sectores más vulnerables.
Basta imaginar qué hubiera pasado con la carne, el pan, el resto de los alimentos y los servicios públicos si hubiera predominado la misma lógica de precios de las garrafas de gas.
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