Sábado, 17 de marzo de 2007 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
En esta semana que termina estalló por la carne, unos días atrás fue por el seguro médico denominado servicio prepago, en el verano fue por el rubro turismo; con el comienzo de la temporada otoño-invierno el ruido se concentrará en la indumentaria y en las Pascuas será por el pescado. Esas subas, como tantas otras, por ejemplo la de la lechuga por los anegamientos por lluvia y granizo de fin de año que afectaron a más de 200 productores del cinturón hortícola, ponen bajo tensión el Indice de Precios al Consumidor. Indicador que inquieta sobremanera al secretario de Comercio, Guillermo Moreno, hasta el nivel de provocar el desmoronamiento de la credibilidad del Indec en la elaboración de ese numerito conocido vulgarmente como inflación. Toda obsesión, en este caso la cifra mensual del IPC, tiene relevancia por la persistencia tras un objetivo, como el de contener las expectativas inflacionarias o el de interceder en la desigual puja distributiva entre trabajadores y empresas. Se empieza a desnaturalizar esa conveniente estrategia, eslabón muy importante de una política de ingresos integral, cuando la obsesión se convierte en manía a la hora de intervenir para evitar esos deslizamientos, casi inevitables, de precios.
Moreno ha logrado clausurar la polémica sobre si el índice de precios es verdadero. Ahora no se discute sobre los precios implícitos del PIB que crecen más que el IPC, la inflación “reprimida” o los precios “libres” versus los “controlados”. Tampoco sobre la sensación térmica ni sobre la distorsión de la clase media y alta de pensar que el alza de su propio costo de vida debería ser el “verdadero” índice. Simplemente la alteración a la fuerza de una cuestionable metodología de medición del IPC ha saldado ese debate, de la peor forma.
Esa torpe intervención política tiene la particularidad de que corre sobre la idea de que ya antes el índice de precios no era creíble para la opinión mediatizada. Si la inflación oficial era “mentirosa” y no reflejaba la realidad, el copamiento de la dirección del Indec encargada de elaborar el IPC sólo convalida ese equivocado convencimiento de la mayoría. La confusión tiene su origen en la idea de que la canasta de consumo particular o de un determinado sector socioeconómico es la correcta. Ese descreimiento sobre la inflación oficial y la percepción de que los precios subieron más de lo que revela el IPC no es exclusivo de estas tierras. En Francia el índice de febrero marcó 0,2 por ciento, acumulando apenas el 1 por ciento en los últimos doce meses, ubicándose así en el más bajo desde 1999. Pero los franceses no le creen nada a ese resultado, lo que motivó al instituto de estadísticas (Insee) a confeccionar un programa para que vía Internet cada familia pueda elaborar su “inflación personal”. La misma respuesta brindó la oficina de estadísticas de Gran Bretaña para frenar idénticas quejas: lanzó un servicio para que los ciudadanos puedan calcular cuánto les sube el costo de vida, disponible en www.statistics.gov.uk/pic/. En España pasa lo mismo y también en Alemania, donde el consumidor culpa a la introducción del euro, en 2002, por el alza de precios.
Se trata de una cuestión compleja porque se presenta una disociación entre la percepción del consumidor y lo que revelan los índices oficiales. Al margen del excesivo ombliguismo de un sector de la población que piensa que lo que les sucede a ellos constituye la “verdadera realidad”, ha habido sustanciales cambios en las pautas de consumo en la sociedad moderna, aquí como en otros países, que obliga a poner en revisión cómo se elabora un índice de inflación “promedio”. La segmentación de los mercados, la pronunciada concentración de ingresos que ha derivado en marcadas desigualdades en los hábitos de consumo, la dispersión de precios por zonas según nivel socioeconómico y la creciente diversidad de la oferta de bienes, en cantidad y calidad, plantean un problema complicado. Para abordarlo con rigurosidad los estudiosos de las estadísticas debaten entre ellos para afinar los relevamientos. No es tabú cuestionar una metodología y es de exagerada sensibilidad que los técnicos se nieguen a discutir con funcionarios del área del Ministerio de Economía alteraciones en la forma de construir un indicador. Otra cosa es resolver un tema tan intrincado a la fuerza.
Hoy, en Argentina, no se ha desatado un proceso de inflación, entendido como un aumento sostenido en el nivel general de precios. El alza de un precio no significa inflación, sino que consiste en un cambio de precios relativos. Por ese motivo el IPC es una medida aproximada del costo de vida. Esto es así porque si, por ejemplo, aumentan mucho las naranjas, los consumidores empiezan a comprar bananas. Es lo que se llama sustitución de bienes para proteger el poder adquisitivo. El IPC puede subir y el costo de vida no sufrir variación, aunque se puede argumentar que se ha perdido bienestar en ese proceso de adaptación. Es lo que está pasando con los deslizamientos de precios que se han verificado en los últimos meses en la canasta básica. Moreno define acuerdos con los fabricantes de alimentos sobre una cesta particular de bienes, que es la que releva el Indec. Pero las empresas suben los precios de los productos excluidos del control y alteran la cantidad y calidad del contenido de los incluidos en el acuerdo. El IPC no varía tanto y sí el costo de vida cuando se aspira a mantener la misma pauta de consumo y bienestar.
El punto débil de la actual estrategia oficial, que fue eficiente en una primera etapa para disciplinar un poco a las grandes firmas, es que no se avanzó sobre esa política para generar más competencia y presionar por más inversiones que amplíen la frontera de producción y, por lo tanto, la oferta. Los acuerdos tuvieron éxito inicial en el control de las expectativas inflacionarias, que se habían desbocado en los últimos meses de gestión del entonces ministro Roberto Lavagna. Pero no fue utilizado como puente de plata para instrumentar una eficaz intervención para evitar maniobras de empresas con posición dominante en el mercado. Pareciera que Moreno se siente más cómodo negociando precios de referencia con los oligopolios que trabajando para facilitar la competencia. Con la carne quedó en evidencia. Presionó a los más grandes propietarios de hacienda para que envíen miles de cabezas cuando se producen conflictos en el Mercado de Liniers. Ordenó a los frigoríficos más poderosos reunidos en el consorcio ABC volcar toneladas de carne de exportación a la plaza doméstica para contener el alza de los precios de los principales cortes. Pero los desequilibrios en ese mercado no desaparecen y no desaparecerán por ese camino.
Como la carne vacuna es el producto con mayor ponderación en el IPC, ese precio se convierte en clave para controlarlo. Sin embargo, no parece fácil porque periódicamente genera perturbaciones en la manía obsesiva de conseguir un índice mensual por debajo del uno por ciento. Hubo experiencias de todo tipo a lo largo de los últimos treinta años para maniatar a ese bien estratégico: precios máximos, veda, índices descarnados, importación de pollos para impulsar la sustitución del consumo, clausurar las exportaciones para luego limitarlas, precios de referencia en Liniers, subsidios a los cortes populares, etcétera. Cada una de esas medidas ha tenido un impacto inmediato positivo aunque fue perdiendo efectividad en el tiempo.
La carne es un problema complicado para cualquier gobierno. Además de constituir uno de los alimentos base de los argentinos (el consumo per cápita es el más elevado del mundo, con 64 kilos al año, en 2004), en la actualidad el mercado registra una demanda local creciente por la mejora del poder adquisitivo de la población al mismo tiempo de una internacional explosiva por las crisis de la aftosa en Brasil y la de la vaca loca en Estados Unidos. El precio sube porque la oferta no puede satisfacer esa demanda incremental. En otro tipo de bien si aumenta el precio se puede orientar a modificar el hábito de consumo o a sustituirlo por otro. Con la carne no es sencillo. Una investigación de TNS Gallup Argentina reveló que el 91 por ciento de los hogares son considerados consumidores habituales de carne vacuna a un promedio de 16,5 días por mes y que el corte más conocido es el asado/costillar (65 por ciento). Como en la India, aquí la vaca es sagrada pero como obsesión en la parrilla.
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