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Apenas se conoció la orden del juez Sebastián Ramos aprobando el pedido de extradición de Hernán Arbizu, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, mandó a armar una campaña de difusión. En el twitter y la página de Facebook del ministerio hizo publicar un afiche con el texto “¡Otro prófugo capturado! Esta vez: Hernán Arbizu. Delito por fraude bancario. Pedido de captura internacional”.

Al momento de hacerse público el flyer, Arbizu estaba en su casa del barrio porteño de Belgrano, como desde hacía ocho años, tiempo en el que habló con periodistas, asistió a programas de televisión, otorgó notas a medios nacionales e internacionales, concurrió a citaciones de la Justicia por otras causas pero no en la que él se autoinculpó, y hasta intervino en mayo de 2015 en la sesión de una comisión bicameral para atestiguar sobre fuga de divisas a través del sistema bancario.

El “prófugo capturado” de Bullrich no era tal: esperaba la extradición que él mismo había solicitado, por un escrito presentado en abril ante el juez Ramos, con copia enviada a los tribunales de Nueva York para su conocimiento. Horas después sería detenido por la Policía Federal, para embarcarse la semana siguiente rumbo a Estados Unidos.

El cambio de estrategia de Arbizu sorprendió al gobierno, generando sensaciones contradictorias. Algunos medios le adjudican a Prat Gay, su enemigo íntimo, haber “celebrado” que iba a quedar en prisión con “un dejo de revancha”. Bullrich, en cambio, sintió como una derrota no haber contado con información previa de la resolución de la extradición, y optó por sobreactuar el hecho y adjudicárselo, tratando de aprovechar el empujón de los casos López-Pérez Corradi. En ningún despacho oficial se midió el riesgo de un hecho ulterior: la entrega de Arbizu venía atada a una declaración sobre delitos financieros que podría involucrar en forma inconveniente a funcionarios del gobierno.