Domingo, 26 de junio de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Atilio A. Boron
El triunfo del Brexit en el referendo abre toda una serie de interrogantes. La mayoría de los analistas ha puesto el énfasis en el examen de sus consecuencias sobre los mercados, su exacerbada volatilidad y la cotización de las principales monedas. Sin restarle importancia a este asunto creemos que está lejos de ser lo más significativo. Los mercados son entidades veleidosas, siempre sujetos a esa “exuberante irracionalidad” denunciada por Alan Greenspan, el ex chairman de la Reserva Federal de Estados Unidos, de modo que pronosticar la ruta a corto plazo de su derrotero una vez consumada la salida del Reino Unido de la Unión Europea es un ejercicio ocioso y condenado de antemano al fracaso. Más importante nos parece ponderar lo que esto significa en términos políticos: un golpe si no mortal pero sin duda muy duro al proyecto de una Europa unida. Con su deserción Londres debilita a un grupo de naciones que, con su asociación, había tratado de reposicionarse en términos más favorables en el turbulento tablero de ajedrez de la política internacional. Si con el Reino Unido adentro la Unión Europea era un segundo violín en el concierto de naciones, con los británicos afuera de la UE su gravitación cae aún más vis a vis China y Rusia, para comenzar. Fue Angela Merkel quien mostró la mayor preocupación y reclamó que sus asociados “mantengan la calma y la compostura” ante la mala noticia. Pero la canciller alemana es una de las responsables de la profundización de la senda autodestructiva por la que se internó Bruselas en los últimos años: la perversión de un proyecto que tenía como metas una Europa Social, una Ciudadanía Común Europea y que en con el paso del tiempo se transformó en un programa para beneficio de la gran banca, sobre todo alemana, y al puro y exclusivo servicio del capital. Los griegos, donde se inventó la democracia, pueden dar fe de la furia destructiva de la Unión Europea, que al caerse la hoja de parra de su hueca palabrería democrática puso en evidencia los alcances de la descomposición del viejo proyecto europeo: un ardid para reforzar el poder económico, político e ideológico de los grandes conglomerados empresariales sacrificando todo lo que se opusiera a sus designios. Una UE que acompañó a Washington en todas sus tropelías y todos sus crímenes en el escenario internacional y que ahora recoge los amargos frutos de su complicidad. Era obvio que la destrucción perpetrada por Occidente en Irak, Libia y ahora Siria provocaría una incontenible marea de refugiados que no tienen sino un solo lugar adonde dirigirse: Europa. Washington puede alegremente incurrir en tales atrocidades porque está protegido por dos oceános que lo convierten en un destino inalcanzable para quienes huyen del infierno desatado en sus países. Pero Europa está ahí nomás. Y ese torrente humano despertó los peores instintos en buena parte de las poblaciones europeas que pretenden ponerse a salvo de las consecuencias de sus acciones. Por eso la xenofobia fue un componente decisivo del triunfo del Brexit. Por eso la saludó con alegría un xenófobo probado y confeso como Donald Trump, desde Escocia y los representantes de la derecha en casi todos los países europeos. Una UE debilitada en lo político, pero donde las artes de la política son cada vez más toscas y rudimentarias en la medida en que la contundencia de las armas se torna cada vez más importante para contener la marea de los descontentos. Londres se fue de la UE pero, como Jens Stoltenberg –el Secretario General de la OTAN– se apresuró a declarar, el Reino Unido sigue siendo parte de esa nefasta institución, la mayor organización criminal del planeta. Y en tiempos como estos eso es lo que cuenta. Lo grave sería que decidiera salirse de la OTAN. Pero por ahora no hay peligro de que tal cosa vaya a ocurrir.
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