Domingo, 27 de abril de 2008 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
El juego se terminó. Con la elección del martes pasado en Pennsylvania, el último estado grande de la primaria demócrata, sólo restan formalidades para que Barack Obama se convierta en el candidato de su partido. Hillary Clinton todavía no se bajó, pero sabe que es cuestión de tiempo porque los números no le dan. Obama le lleva unos 200 delegados de ventaja y quedan 280 por repartirse en siete elecciones, ninguna muy relevante, todas con Obama como favorito. O gran favorito, como sucede en la primaria más importante de las que quedan, Carolina del Norte (124 delegados), donde mandan el voto el demócrata conservador y el voto negro, ambos adversos a Hillary. Las encuestas en ese estado le dan a Obama una ventaja de 15 puntos.
No sólo llegará Obama con más delegados que su rival a la convención Demócrata que se celebrará en agosto en el Pepsi Center de Denver, Colorado. También llegará como el candidato más votado y el mejor posicionado para competir con el candidato de los republicanos, John McCain.
Sobre un total de más de 30 millones de votos emitidos hasta ahora en las primarias demócratas, Obama lleva una ventaja de entre 600.000 y 200.000 en el conteo general, dependiendo de si se cuentan o no las elecciones de Michigan y Florida. El partido había declarado nulas a esas elecciones antes de que se llevaran a cabo y no las va a reconocer en la convención partidaria, entre otras cosas porque Obama no participó en la de Michigan (0 votos) ni hizo campaña en Florida, donde sí estuvo Bill representando a su esposa en la semana previa a la votación. Pero aun tomando en cuenta esos estados, es prácticamente imposible que Hillary descuente la ventaja de votos que le lleva Obama.
Después está el tema de los sondeos. Aquí también la cosa es muy pareja, con una leve ventaja para Obama. En el promedio de las ocho principales encuestadores que realiza el sitio realpolitics.com de cara a las presidenciales de noviembre, Hillary aventaja a McCain por un promedio del 0,4 por ciento, mientras Obama se impone ante el republicano por 1,9 por ciento. O sea prácticamente nada, tanto en un caso como en el otro, por lo que Hillary no puede demostrar que ella es la mejor candidata para la elección general.
Por todas estas razones –delegados, votos, encuestas– los más de 700 “superdelegados” que decidirán la candidatura demócrata en el Pepsi Center no tienen margen político para negársela a Obama, mucho menos tratándose del primer candidato negro en ganar unas elecciones primarias. En ese sentido cualquier decisión contraria a las chances de Obama se leería en clave racial y provocaría un incendio dentro del partido. No va a pasar. Hillary lo sabe.
Por el contrario, en estos días los líderes del Partido Demócrata y los medios de prensa la presionan para que sea ella quien se baje de la candidatura para que Obama pueda empezar a pensar en las presidenciales. McCain, que abrochó la candidatura republicana hace casi dos meses, tuvo ocho semanas de ventaja para instalar su candidatura, curar las heridas de las primarias y abroquelar al partido a su alrededor.
Mientras tanto Obama parece el jamón del sandwich: Hillary le pega por izquierda y McCain por derecha. Además, como Obama perdió casi todas las elecciones primarias importantes y no consigue asestarle el golpe de gracia a la tozuda Hillary, su aura de fenómeno político empieza a desdibujarse, justo cuando más lo necesita.
Por suerte para él y los demócratas, McCain no parece estar haciendo buen uso de su ventana de oportunidad. Primero apostó fuerte a reinstalar el tema de la guerra de Irak, que siempre apoyó, aprovechando la reducción de violencia que había sucedido a la última ofensiva de Bush, en enero del año pasado, y que McCain había apoyado casi en soledad. Para reflotar el tema escenificó una gira por Irak y Medio Oriente repleta de conferencias de prensa y oportunidades para fotografiar al candidato. Pero la gira se vio empañada por un furcio bushiano. Durante su paso por Jordania McCain confundió, repetidamente, a sunnitas con chiítas. Para peor, menos de una semana después del tour de McCain, Nuri al Maliki, el presidente iraquí, evaluó que las cosas andaban tan bien que había llegado el momento de atacar a las milicias de Moqtada al Sadr en sus reductos de Basora y Ciudad Sadr. Craso error. El ejército iraquí fue avasallado, desertó en masa y los que quedaron debieron ser rescatados por tropas americanas e inglesas, que para hacerlo tuvieron que bombardear barrios enteros.
Cuando los cadáveres empezaron a apilarse otra vez, McCain apenas atinó a decir que le sorprendía lo que estaba pasando y no habló más del tema. Una semana después, Moqtada le declaraba la guerra al gobierno iraquí y desaparecía la ventaja de dos o tres puntos que el republicano les había sacado a los demócratas.
Otra vez corriendo de atrás, la semana pasada el veterano de Vietnam se mostró dubitativo y oscilante. Por un lado se apoyó en la figura de Bush para tratar de conquistar al ala conservadora de su partido, que le es renuente. Por el otro, se despegó de Bush para disputarle a Obama la franja de independientes, que detestan al presidente. Por eso el lunes estuvo en la Casa Blanca y se fotografió con W., pero al día siguiente declaró que habría hecho las cosas de otra manera durante la tragedia causada por el huracán Katrina, reflotando uno de los fracasos más estrepitosos del actual gobierno norteamericano. Al final de la semana McCain terminó en el mismo lugar, corriendo desde atrás, sin una estrategia clara.
Mientras tanto es Hillary quien inflige el daño a la campaña de Obama. En el último debate lo atacó sin piedad. Ni siquiera se ahorró golpes bajos. Vinculó a Obama con Louis Farrakhan, el líder de la Nación de Islam, una organización negra muy conocida que supo contar con la adhesión de Malcolm X y Muhamad Alí. Farrakhan y sus seguidores, de camisa blanca, traje oscuro moño con motivos africanos, han sido acusados muchas veces de fomentar la violencia, el antisemitismo y el machismo y el odio racial hacia los blancos. Sus marchas a Washington convocan a cientos de miles de adherentes y muchos le reconocen su trabajo social en los ghettos negros. Pero no son bien vistos por las grandes mayorías. Hillary ni siquiera dijo que Obama conocía a Farrakhan. Dijo que el pastor de Obama, el reverendo Jeremiah Wright, estaba relacionado. ¿Y qué importa? Importa, porque en su desesperación, al jugar la carta racial, Hillary usó el principal argumento que usarán los republicanos: que Estados Unidos no está listo para elegir un presidente negro.
Claro que nadie va a ponerlo en esos términos. Los republicanos hablarán de “inexperiencia”, de “liberalismo radical”, de “pobre capacidad de juicio (bad judgement)” para elegir compañías. Los votantes captan el mensaje.
Pero en realidad lo único que se decidió en estos cuatro meses de elecciones primarias es eso, que Estados Unidos está preparado, aunque no va a ser fácil. Desde que los candidatos presentaron sus propuestas y arrancaron las primarias con el caucus de Iowa el 3 de enero, el proceso se convirtió en un festival de chicanas baratas, discursos oportunistas, avisos caros, entrevistas con casete y almuerzos para recaudar fondos.
Lo único sustancial fue el ya histórico discurso sobre raza que Obama dio el 13 marzo. Síntesis del “Yo tengo un sueño” de Martin Luther King y “Por todos los medios necesarios” de Malcolm X, fue unánimemente elogiado, aun por sus adversarios, y los académicos y periodistas no dudaron en compararlo con las mejores piezas oratorias de Lincoln, Jefferson, Washington, Kennedy y King.
En su discurso Obama habló de raza con crudeza, tal vez como ningún blanco podría hacerlo, pero salpimentó sus referencias al enojo de los negros por las injusticias sufridas a través de la historia, con alusiones al patriotismo, reconocimientos de los avances logrados y proyecciones optimistas de un futuro mejor. Empezó hablando de la Constitución y de cómo la “mancha” de la esclavitud ensució la Carta Magna. Siguió con la guerra civil, el movimiento de derechos civiles y las distintas formas de discriminación que permanecen intactas en el trabajo, el mercado inmobiliario y el sistema de salud. Contó cuánto quería a su abuela blanca, la mujer que lo crió, pero también cuánto le dolían sus comentarios racistas. Terminó con una anécdota. Ashley Sheila, una voluntaria blanca muy, muy pobre se había acercado a su campaña. Y contó que después, durante una reunión con voluntarios, casi todos negros, preguntó por qué lo acompañaban. Remató el cuento diciendo que una de las señoras le contestó: “Yo lo hago por Ashley”.
Y lo votaron los blancos y lo votaron los negros y está a punto de ser el candidato demócrata. Así, Obama entró en la historia. Podrá ganar o perder en noviembre. Pero siempre será recordado como el primer negro que pudo ser presidente sin renegar de sus raíces ni esconder su piel.
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