EL MUNDO › OPINIóN

Sangre, sudor y lágrimas

 Por Atilio A. Boron

La suerte del régimen libio está echada. A estas horas la única cuestión pendiente es el destino de Muammar Khadafi: ¿Se rendirá o luchará hasta el fin? ¿Será Allende o Noriega? ¿Vivo o muerto? Y, si vivo, ¿qué le espera? El exilio es altamente improbable: no tiene quién lo reciba y, además, su inmensa fortuna, depositada en bancos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia está bloqueada. Lo más probable será que siga la suerte de Slobodan Milosevic y termine enfrentando las acusaciones del Tribunal Penal Internacional, que lo acusará por genocida al haber ordenado a sus tropas que disparen contra su pueblo. Haciendo gala de una obscena doble moral, el TPI va a acoger una petición de un país, Estados Unidos, que no sólo no ha firmado el tratado y que no le reconoce jurisdicción sobre sus nacionales, sino que lanzó una pertinaz campaña en contra del mismo, obligando a más de un centenar de países de la periferia capitalista a renunciar a su derecho a denunciar ante el TPI a ciudadanos norteamericanos responsables de violaciones semejantes –o peores– que las perpetradas por Khadafi. Una infamia más de un supuesto “orden mundial” que se está cayendo a pedazos gracias a los continuos atropellos de las grandes potencias. Y una lección para todos aquellos que confían –como en su momento lo hizo la Argentina de los noventa– en que consintiendo las “relaciones carnales” con el imperialismo se gozaría para siempre de su protección. Craso error, como se comprobó en el derrumbe de la Convertibilidad y como hoy lo experimenta en carne propia Khadafi, atónito ante la ingratitud de aquellos de quienes se había convertido en obediente peón.

Siendo esto así, ¿por qué Obama, Cameron, Sarkozy y Berlusconi le soltaron la mano? En primer lugar, por oportunismo. Esos gobiernos, que se habían alineado incondicionalmente con Mubarak en Egipto durante décadas, cometieron el error de subestimar el fervor insurreccional que conmovía a Egipto. Cuando cambiaron de bando, dejando en la estacada a su gendarme regional, su desprestigio ante la revolución democrática se hizo ostensible e irreparable. En Libia tuvieron la ocasión de reparar ese mal paso, facilitado por la brutal represión que Khadafi descargó en las primeras semanas de la revuelta. Esto ofreció el pretexto que estaban buscando para desencadenar la no menos brutal intervención militar de la OTAN –con su funesta secuela de víctimas civiles producto de los “daños colaterales” de sus “bombas inteligentes”– y, por otro lado, dando pie al inicio de las actuaciones del TPI, a cuyo fiscal general ni por asomo se le ocurriría citar al comandante de la OTAN para rendir cuentas ante crímenes tanto o más monstruosos que los perpetrados por el régimen libio.

En una entrevista reciente, Samir Amin manifestó que toda la operación montada en contra de Khadafi no tiene que ver con el petróleo, porque las potencias imperialistas ya lo tienen en sus manos. Su objetivo es otro, y ésta es la segunda razón de la invasión: “Establecer el Africom (el Comando Militar de Estados Unidos para Africa), actualmente con sede en Stuttgart, Alemania, dado que los países africanos, no importa lo que se piense de ellos, se negaron a aceptar su radicación en Africa”. Lo que requiere el imperialismo es establecer una cabeza de playa para lanzar sus operaciones militares en Africa. Hacerlo desde Alemania, aparte de poco práctico, es altamente irritativo, por no decir ridículo. Ahora tratarán de que el régimen lacayo que se instale en Trípoli acepte la amable “invitación” que seguramente le cursará la OTAN.

De todos modos, el operativo no será para nada sencillo, entre otras cosas porque el Consejo Nacional de la Transición (CNT) es un precipitado altamente inestable y heterogéneo de fuerzas sociales y políticas débilmente unidos por la argamasa que sólo le proporciona su visceral rechazo a Khadafi, pese a que no son pocos quienes hasta hacía pocos meses se contaban entre sus más obsecuentes y serviles colaboradores. Hay fundadas sospechas para creer que el asesinato aún no aclarado del ex jefe militar de los rebeldes, Mohammed Fatah Younis, ex ministro del Interior de Khadafi y ex comandante de las fuerzas especiales libias, fue causado por un sector de los rebeldes en represalia por su actuación en el aplastamiento de una revuelta islamista en la década de los noventa. Otro ejemplo, no menos esclarecedor que el anterior, lo ofrece el mismísimo presidente del CNT. Según Amin, Mustafá Abdel Jalil es “un curioso demócrata: fue el juez que condenó a las enfermeras búlgaras a la muerte antes de ser promovido a ministro de Justicia por Khadafi”, cargo en el que se desempeñó desde 2007 hasta 2011. El CNT, en suma, es un bloque reaccionario y oportunista, integrado por islamistas radicales, socialistas (“estilo Zapatero o Tony Blair”), nacionalistas (sin nación, porque Libia no lo es) y, como señala el analista internacional Juan G. Tokatlian, “bandidos, empresarios, guerrilleros y ex militares” para ni hablar del faccionalismo tribal y étnico que ha marcado desde siempre la historia de ese territorio sin nación que es Libia. Por eso no existen demasiadas razones para suponer que el CNT inaugurará un período democrático. Sus miembros no tienen mejores credenciales que Khadafi, y pesa sobre ellos la irredimible infamia de haber invitado a las potencias imperialistas a bombardear sus ciudades y aldeas para viabilizar su derrocamiento. Por eso, lo más probable es que una vez derrotado el régimen, las sangrientas luchas intestinas y la ingobernabilidad resultante tornen inevitable para las potencias imperialistas entrar en otro pantano, como Irak y Afganistán, para establecer un mínimo de orden que permita organizar su rapiña. Desgraciadamente, lo que le espera a Libia no es la democracia, sino un turbulento protectorado europeo-norteamericano y, como dijera Winston Churchill de su país en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, sangre, sudor y lágrimas.

* Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.

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