EL MUNDO › COMO SE VIVE UNO DE LOS PEORES DRAMAS HUMANITARIOS DEL MUNDO
Volver a la patria paramilitarista
Fueron desplazados de sus tierras por la invasión de los paramilitares, pero ahora, en un polémico programa del gobierno de Alvaro Uribe, 10.000 agricultores regresan a sus lugares de origen. Aquí, cómo viven, sienten y temen las víctimas del desplazamiento en Colombia.
Por Pilar Lozano *
Desde Cúcuta
Retornar en medio del conflicto es la alternativa que impulsa el gobierno para hacer frente al desplazamiento interno en Colombia, uno de los peores dramas humanitarios del mundo. Más de 10.000 campesinos han regresado a sus tierras. Temen tener que repetir la experiencia de vivir humillados, en ciudades ajenas.
“¡Volví a ser campesino; dejé de ser mendigo!” Con esta frase, y con los brazos abiertos para demostrar que su alegría era plena, Julián recibió a la delegación internacional que lo visitó en su aldea, a cinco horas de camino del municipio de Convención, en la convulsionada región del Catatumbo, al norte del país, en la frontera con Venezuela. Es una región de montañas y selva, bañada por el río del mismo nombre, rica en petróleo y atravesada por un oleoducto.
Julián acaricia su machete colgado a la cintura, muestra sus manos y comenta: “En la ciudad me crecieron las uñas y se me borraron los callos”. Días antes, él, y 525 campesinos más, habían retornado a sus tierras luego de un año largo como desplazados deambulando por Convención, Venezuela y Cúcuta, la capital del departamento. “Donde llegábamos hacíamos estorbo”, dice al recordar los meses que pasó en la casa de migraciones de Cúcuta –al lado de los deportados que fracasan en el intento de pasar como ilegales al país vecino–, compartiendo con otras familias un cuarto atiborrado de colchones, cajas, bultos, ropa y elementos de aseo colgando de paredes y ventanas. Pero siente que algo cambió en él: “Aprendí que soy colombiano y tengo derechos; ya no soy como antes”. Por primera vez salió de su aldea, conoció capitales, habló con funcionarios. En su bolsillo carga ahora la Constitución. Su lectura lo inquieta: “Mis hijos y yo no tenemos la dignidad ni los derechos que allí aparecen”.
Julián fue uno de los miles de campesinos que huyeron de la última arremetida de los paramilitares, el año pasado, en varios municipios del Catatumbo. Unos se escondieron en la montaña varios meses; otros buscaron refugio en Venezuela, otros rondaron, durante casi un año, hasta regresar a mediados de mayo a sus fincas. Allí los aguardaban quienes, desesperados en el destierro, regresaron sin esperar apoyo. Fue un retorno difícil: les preocupa el saber que hay caminos minados, que si entran de nuevo los paras, los primeros en salir corriendo serán los guerrilleros, dejándolos otra vez a su suerte.
Muchos encontraron sus casas saqueadas, como cascarones vacíos, sin puertas, sin nada... Igual estaban las escuelas y centros de salud. Lo peor, para los familiares de los 13 muertos que dejó la ofensiva paramilitar, han sido los recuerdos. “Yo me siento como amargado”, confesó un hombre y habló de su desgracia: a un hermano lo mataron por llevar comida a los que resistieron en el monte; el mayor de sus hijos, de 25 años y padre de dos hijos, perdió una pierna por una mina antipersonal. “Se aburrió en la ciudad, regresó en enero y tuvo esa desgracia”, dice entre lágrimas. “Encontrar todo destruido desorienta; pero uno va arreglando la casa y así tiene otra alegría”, dice un anciano. “Todo bobo que tiene un arma mata; no desempeña ningún arte; el día que no matan les duele la cabeza.” Y se siente feliz de haber regresado: “El campo disipa los miedos”. Saben que el territorio sigue en medio del conflicto. La guerrilla anda imponiendo sus reglas por montañas y valles. Los paras, que controlan las cabeceras municipales, días después del retorno, colocaron de nuevo su retén a sólo 10 kilómetros de Convención. A estos hombres, armados, vestidos con prendas militares, pañuelos negros en la cabeza y una actitud amenazante, hay que rendirles cuentas de todo lo que entra y sale. Ellos obligan a los tenderos de las aldeas a abastecerse en Convención, en un comercio controlado por ellos.
La promesa del gobierno es arreglar las carreteras, apoyar la producción, ejecutar programas de salud, educación, seguridad... Ni los organismos internacionales ni las ONG avalaron este retorno por falta de garantías. Se limitaron a acompañar a los campesinos. El cura Francesco Bortignon, un italiano que trabaja en los barrios marginales de Cúcuta, donde viven muchos de los más de 8000 desplazados que ha dejado cuatro años de violencia en el Catatumbo, lo ve distinto. “Aun con limitaciones hay que avalar el retorno. Hay que presionar al gobierno a cumplir sus obligaciones para hacer sostenible este proceso, y a las fuerzas en conflicto dejarles claro que la justicia y paz no se hace sobre cadáveres.” Asegura que sólo un 30 por ciento de la población de estos barrios pobres trabaja: en ventas callejeras o como jornaleros en Venezuela. “Con la crisis en todos los frentes aprenden a vivir sin comer.” La ciudad no los protege del terror: “Toda Cúcuta vive una dosis de miedo”, dice el sacerdote. En unos días los paras asesinaron a cuatro personas en esta capital departamental: dos estudiantes, un maestro y un líder de izquierdas aspirante a la gobernación. Viveros y cultivos de coca se asoman por los caminos que unen las aldeas, en medio del tradicional frijol, cacao, café y yuca. Caminos tan maltrechos que resulta imposible viajar a más de 10 kilómetros por hora.
“La coca nos puede volver a desplazar”, fue otro pensamiento que atormentó a muchos campesinos durante el viaje de retorno a sus tierras que duró dos jornadas. “La avaricia le está ganando a la razón –dice con un deje de desconsuelo el padre Belisario, un sacerdote empeñado en impedir que la coca, con todo su legado de muerte y desorden, se apodere de San Pablo, un pequeño caserío anidado entre las montañas del Catatumbo–. Los que luchan porque el cultivo no se expanda reconocen que sembradas las primeras matas es muy difícil de parar. El campesino que se niega a sembrar termina haciéndolo para emparejar el nivel de vida, pues el primer efecto de la coca es que dispara el costo de vida.” El padre Belisario no desiste en su empeño: tiene organizados a más de 400 campesinos para que la zona sea cobijada con proyectos de sustitución de cultivos. Lo desaniman las respuestas oficiales. Le piden, por ejemplo, que envíe proyectos por internet y en el caserío no tiene teléfono. La guerrilla voló una antena y no ha sido posible repararla pues el lugar está minado. “La coca le ha hecho mucho daño al Catatumbo”, dice este hombre, que combina su labor pastoral con la pedagógica. La coca también preocupa a los campesinos que no se unieron al retorno. “Eso no es lo nuestro”, dicen. Permanecen en Cúcuta y Ocaña, rebuscando aquí y allá, para pagar un alquiler y aprendiendo a vencer al miedo.
“Mi hija se lisió del mal del susto”, cuenta una mujer. Los paras se llevaron un día a su marido, atado de pies y manos. Jamás volvió a saber de él. Hoy vive en una pieza en un barrio marginal de Ocaña. En una cama estrecha duerme con sus cinco hijos; en cajas de cartón, marcadas, ordena la ropa de cada uno. A pesar del calor sólo tiene agua en la noche. Su sueño es organizar un proyecto que les dé a las viudas para mantener a sus hijos. Por ahora colabora en la olla comunitaria que, con apoyo de ONG locales y ayuda internacional, atiende todos los días a 387 familias. Al lado del fogón donde hierve sopa en dos gigantes ollas, en este comedor construido en lo alto de una loma donde se ve esta población dominada por los paramilitares, varios desplazados contaron sus cuitas: “Nos falta valor civil para decirle a los armados la verdad en la cara, decirles que no queremos la presencia de ninguno de ellos en nuestras tierras”. Y tienen algo muy claro: “El gobierno nos ha tenido abandonados; si la región hubiera tenido oportunidades no habría tanto dolor hoy en el Catatumbo”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.