EL MUNDO › EL DESTAPE DE LOS ESPIAS DE LA CASA BLANCA

Los hombres del presidente

El escándalo que le costó la presidencia a Richard Nixon estalló en 1972 con el arresto de cinco hombres en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata, que funcionaban en el edificio de departamentos Watergate. A los pocos días, los tipos eran acusados de haber entrado en la oficina donde se organizaba la campaña presidencial demócrata para robar documentos y pinchar teléfonos. Entre ellos había dos nombres de peso: James W. McCord, ex agente de la CIA y funcionario de seguridad de Nixon, y Howard Hunt, otro ex agente devenido en consejero de Seguridad de la Casa Blanca. Al principio, Nixon intentó mantenerse al margen declarando que no podía “asegurar que nadie de la Casa Blanca no estuviera implicado”. Pero más tarde invocó la doctrina del “privilegio del Ejecutivo” para justificar las negativas de sus colaboradores a declarar ante el Comité del Senado que investigaba el caso. A partir de entonces, su situación empezó a complicarse cada vez más. Mientras, Bob Woodward y Carl Berstein, dos periodistas del diario Washington Post, venían publicando jugosos artículos que finalmente lograron desenmarañar una red de espionaje político que tenía todos los ingredientes para una película de Hollywood. La mayoría de la información que les llegaba era suministrada por una fuente anónima bautizada como “Garganta Profunda”. Hasta el día de hoy, su identidad sigue sin develarse. Pero, hace poco, una investigación de la Universidad de Illinois llegó a la conclusión de que “Garganta Profunda” era Fred Fielding, ex consejero adjunto de la Casa Blanca.
El 30 de abril de 1973, Nixon aceptó parte de la responsabilidad de su gobierno y destituyó a varios funcionarios involucrados en el escándalo, que luego serían procesados por la Justicia. Otros, como el consejero de la Casa Blanca, John Dean, renunciaron no sin antes implicar al presidente en el caso. Otro testigo, Alexander Butterfield, mencionó que el presidente tenía unos casetes de audio en los que grababa todas sus conversaciones. El Comité del Senado le exigió a Nixon que las entregara, pero éste se negó. Después de un largo tira y afloje con el Senado, finalmente tuvo que entregar tres casetes que lo vinculaban con el encubrimiento del escándalo. El resto de las cintas había desaparecido y en las que sí entregó había sospechosos silencios que el presidente atribuyó a “borrones involuntarios” de su secretaria. Encima, una investigación paralela comprobó que Nixon había evadido impuestos durante tres años consecutivos. El presidente pagó sus deudas enseguida y culpó a sus contadores, pero su imagen ya estaba deteriorada. Varios legisladores empezaron a pedir su cabeza. Querían enjuiciarlo por incapacidad para ejercer la presidencia. Al poco tiempo comenzó el impeachment, la investigación para determinar si había bases para enjuiciarlo. Finalmente, el 4 de agosto, Nixon admitía lo que él y sus colaboradores habían negado desde el principio: que él mismo había participado para ocultar los pinchazos y las escuchas en las oficinas demócratas. Sin ningún apoyo, ni siquiera dentro de su propio Partido Republicano, a los cuatro días anunció su renuncia para evitar que se le declarara incompetente.

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