Domingo, 21 de diciembre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
Estados Unidos aceptó comenzar a destruir el muro con el que bloqueaba a Cuba. Mucho se ha dicho en estas horas sobre el pasado oprobioso para el pueblo de Estados Unidos y para toda la humanidad que constituía el ataque de la principal potencia mundial a un pequeño país cuyo crimen principal consistía en no haber negociado su soberanía nacional y en no haber renunciado a su propio proyecto político y social. Se cierra una etapa en la política global; en cierto sentido, como también se ha dicho, se cerró definitivamente la época de la Guerra Fría, cuyo resquebrajamiento empezó con la caída del Muro de Berlín. Pero esta periodización histórica tiene sus límites: la Guerra Fría había terminado, en sus efectos prácticos que organizaban la conciencia global, con la disolución de la Unión Soviética. Desde ese final en adelante se había perfilado un orden mundial unipolar, con Estados Unidos en su indiscutible liderazgo. La renuncia al sabotaje anticubano, por parte de las actuales autoridades estadounidenses, luce como una señal de reconocimiento de que ese dominio mundial incompartido ha agotado sus posibilidades. Es la asunción de un nuevo cuadro de situación en la arena global, uno de cuyos síntomas más visibles es el progresivo retroceso de la diplomacia imperial a la hora de legitimar sus políticas en los organismos mundiales: el dirigente demócrata John Kerry ha reconocido el aislamiento de Estados Unidos como fruto paradójico del bloqueo. La idea de seguir pagando tamaño costo político para satisfacer los delirios restauradores de algunos cubanos muy influyentes del estado de Florida no resistía la más modesta mirada de realismo político sobre la estrategia regional y mundial de la superpotencia.
Menos se ha hablado del futuro que emerge de la audaz decisión del gobierno de Estados Unidos, para Cuba y para toda América latina. En el breve discurso con el que informó sobre el acercamiento entre los dos países, Raúl Castro (foto) habló de un “socialismo próspero y sostenible” como el horizonte hacia el que avanza Cuba. La premisa que se sostiene, así, para el futuro de la isla es la continuidad del socialismo como marco político-ideológico del desarrollo y su robustecimiento por un mejor funcionamiento de la economía con una apertura controlada de los mercados, que ya había comenzado en los últimos años y seguramente se profundizará en adelante. El programa del gobierno cubano vivirá en medio de fuertes tensiones políticas con su inmediato y gigantesco vecino que tiene en la mira una Cuba “liberalizada” que pueda conservar una continuidad simbólica con la revolución pero que adopte franca y radicalmente el rostro de un nuevo paraíso del neoliberalismo, incluido el formato político de una “democracia representativa” limitada por un pacto de sumisión a la capital del imperio.
No hay futurología política que pueda prever de antemano el curso de esas tensiones. Pero sí puede decirse que son tensiones bienvenidas. En primer lugar, por las condiciones que hicieron posible la nueva relación de fuerzas en el plano continental: por el chavismo, por el ALBA, por la Unasur y por el giro popular en general en América del Sur. En la práctica Cuba ya había roto el bloqueo: gobiernos de países que hace pocos años votaban a favor del bloqueo (la Argentina presidida por De la Rúa, por ejemplo) habían pasado a construir una fuerte alianza con la isla revolucionaria. Cuba ya no era una amenaza fantasmal para América latina, sino una voz influyente en el plural coro de la soberanía y la integración regional que se constituyó desde principios de este siglo. La experiencia socialista cubana había dejado de ser una anomalía continental para ser un interlocutor necesario de las nuevas fuerzas orientadas a la construcción de nuevas realidades “posneoliberales”. La decisión de Obama reconoce esa nueva realidad, que debe ser pensada de modo articulado con la grave crisis que recorre el mundo del capitalismo desarrollado, una verdadera crisis civilizatoria con claras repercusiones geopolíticas. Para los que gustan hablar de finales de ciclos, el acercamiento histórico de estos días bien podría formar parte de los reacomodamientos geopolíticos propios de una crisis del ciclo neoliberal abierto hacia mediados de la década del ’70 del siglo pasado.
Ya Cuba no está aislada. Ni política, ni ideológica, ni económicamente. Nace una nueva etapa en lo interno y en lo externo para el régimen heredero de la revolución de 1959. Lo interno y lo externo –entendido particularmente esto último como el sistema de relaciones políticas interestatales latinomericanas– forman en este caso una unidad interesante y promisoria. Lo “externo” es el nacimiento y desarrollo en los últimos años de una nueva cultura de la lucha emancipatoria: ya no existe una doctrina revolucionaria sostenida en una filosofía de la historia con un punto de llegada preconcebido. En su lugar hay un movimiento popular plural por sus herencias ideológicas, plenamente instalado en las diversas realidades nacionales y con una gran experiencia acumulada en el ejercicio del poder estatal, con su carga de problemas y responsabilidades concretas. Es decir, se trata de una cultura transformadora liberada de los estrechos cánones que constituían las filosofías de la historia predominantes en los movimientos revolucionarios de los años ’60 y ’70 del siglo XX, y enriquecida por el reconocimiento de la contingencia política como hoja de ruta de la política de cambios, en el lugar que antes ocupaba una teleología de manual con etapas, aliados y formas concebidos como necesidad ineluctable. Es una nueva cultura de la transformación política y social que en su pluralidad interna reconoce como gran principio organizador la tríada de la inclusión social, la soberanía nacional y la integración regional. Ese nacionalismo popular ha nacido y crecido en los marcos de lo que la tradición socialista reconoce como “democracia burguesa”, que sitúa como su piedra angular el sufragio universal y libre; muchas de sus penurias actuales pasan por cómo conservar esa preeminencia electoral necesaria para la consistencia y la irreversibilidad de las transformaciones nacionales en las condiciones de una intensa presión política de las clases dominantes ejecutadas fundamentalmente a través de los grandes oligopolios informativos. Pero el hecho es que la actual ola transformadora se abrió paso en un contexto de plena libertad política, lo que muestra que no hay ningún vínculo necesario entre transformación política y arbitrariedad estatal. No se sigue de este razonamiento ninguna pretensión de juicio liberal sobre las peripecias de la Revolución Cubana, como las que han calado muy hondo en cierto “progresismo” que se obstina en ignorar las cuestiones de la lucha por el poder, a la hora de juzgar las cualidades institucionales de un régimen. Puede ser que a los líderes de la Cuba posrevolucionaria se le puedan hacer reproches en materia de libertad política, pero hay un reproche que no se les puede hacer: el de haber permitido el triunfo de los planes de aniquilación del proyecto revolucionario, cuya herramienta más significativa acaba de quebrarse. El fin del bloqueo no terminará con las ínfulas restauradoras de Estados Unidos, pero obligará a hacerlas circular de otras maneras, menos lesivas para la economía y la vida cotidiana de los cubanos. Los revolucionarios cubanos y sus herederos pudieron sostener su régimen en el marco de un asedio brutal proveniente del país más poderoso del planeta; ahora tienen que asegurar su reproducción y su autotransformación en nuevas condiciones de época.
Cuando se estudia la Revolución Cubana surgen con claridad sus raíces nacional-populares y democráticas. Fue la lucha contra la tiranía de Batista, producto deletéreo del dominio yanqui sobre la política de la isla, la que reunió en un solo haz la reivindicación de la soberanía nacional y la democracia con el antiimperialismo. El desarrollo socialista de la revolución fue el resultado de la inscripción de ese itinerario revolucionario en las realidades ideológicas, políticas y geopolíticas de la época en la que triunfó. Finalmente no hay que olvidar –como no lo olvidan los líderes cubanos– que fue la ayuda soviética la que permitió la anomalía inédita de un régimen antiimperialista en las barbas mismas del coloso norteamericano. A tal punto llegó esa inscripción geopolítica que Cuba fue el teatro de la más real de las amenazas de destrucción planetaria cuando la famosa crisis de los cohetes en 1961, en la que Estados Unidos y la Unión Soviética se amenazaron mutuamente con el recurso de la guerra nuclear. El régimen político cubano no fue un capricho ni una meta programática mecánicamente concretada por los revolucionarios del Moncada: fue el resultado de una batalla específica por el poder, la forma de la construcción política soberana propia de la época de la Guerra Fría con una de las superpotencias contendientes situada a pocas millas de La Habana.
Los flujos y reflujos de la historia han puesto a la Revolución Cubana y a sus herederos en un nuevo marco regional y mundial. La han colocado frente al desafío de defender sus conquistas sociales populares –reconocidas hasta por sus más encarnizados enemigos– en un nuevo momento mundial. Cuba es hoy y puede serlo más aún en la etapa que se abre un actor prestigioso e importante dentro del arco multicolor de naciones y de movimientos populares que rechazan la cosmovisión neoliberal y construyen trabajosamente proyectos alternativos orientados a la igualdad y a la construcción de democracias profundas y participativas que no se limiten a ser decorados institucionales del dominio de las corporaciones más poderosas. Los pasos de la política del gobernante Partido Comunista de Cuba pueden ser evaluados desde esta perspectiva. Es un punto de vista que constituye una de las virtuosas conquistas del fin de la Guerra Fría, que fue también el fin de los relatos ideológicos dogmáticos y cerrados y la apertura para la creatividad política, ideológica, social e institucional de los nuevos actores de la transformación del mundo.
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