EL MUNDO › OPINION

Orgullo y vergüenza

 Por Emir Sader

Cuando los recibió de vuelta, derrotados, en Washington, a los que habían quedado de la banda de los 1500 mercenarios que Estados Unidos había enviado para intentar invadir Cuba, a John Kennedy le dieron una bandera cubana que el grupo había llevado en su aventura. Kennedy la guardó y les prometió que se las devolvería en La Habana, en una “Cuba democrática”.

Kennedy había heredado la aventura de la invasión de Playa Girón de su antecesor, Dwight D. Eisenhower. Fue un proyecto paralelo a la ruptura de relaciones con Cuba, después de que otros intentos de ahogar a la Isla hubieran fracasado.

Cuando Cuba apeló a la URSS como alternativa a la suspensión de compra de la zafra cubana, quedó la posibilidad de la ruptura de relaciones, creyendo que sería el golpe final al nuevo régimen. El bloqueo económico empezaba en ese momento.

Los funcionarios norteamericanos se retiraron del inmenso edificio en el Malecón habanero, de arquitectura bien al estilo norteamericano, el edificio más alto da la ciudad, donde desde del último piso, según la leyenda, se podía ver Miami. Yo estuve muchos años después en el edificio, cuando abrigaba una representación de EE.UU. para relaciones informales con Cuba, en reunión con el más progresista y más importante diplomático norteamericano en Cuba, Wayne Smith.

Entrar era como entrar en el territorio de los EE.UU., con todos los mecanismos de control de un aeropuerto, así como el mismo tipo de personal de vigilancia. Wayne me desmintió que se pudiera ver Miami desde el ultimo piso. Pero tuve esa extraña sensación de estar dentro de un bunker en pleno Malecón habanero. A la salida, en un gran cartel iluminado, aguarda a cualquiera la famosa frase de Fidel: “Señores imperialistas, prepotentes y arrogantes: No les tenemos absolutamente ningún miedo”, para confirmarnos que del lado de afuera nos espera la siempre acogedora La Habana.

En ese edificio volverá a flamear la bandera norteamericana el 20 de julio. Wayne se acuerda todavía cuando, en abril de 1971, salió con el último empleado de la embajada, con enorme tristeza, sin saber cuándo volvería a Cuba. Volvió como encargado de Negocios durante la presidencia de Jimmy Carter, cuando pude encontrarme con él.

En contrapartida, el mismo día 20 de julio, en el viejo caserón de Washington que había sido embajada cubana en la capital de EE.UU. desde los tiempos de Batista, antes de la victoria de la Revolución, será izada nuevamente la bandera de Cuba. En 2013 pude estar en una recepción en ese caserón que, a su vez, se parece a los viejos caserones de la elite cubana, en la zona de la 5ta Avenida, en La Habana.

Obama dijo que la bandera norteamericana será izada “con orgullo” en Cuba. Habría sido entregada a los mercenarios a los que Kennedy había prometido obsequiar la bandera cubana, quizá con orgullo. Pero la bandera de los EE.UU. vuelve a flamear en una Cuba revolucionaria, nueve presidentes norteamericanos después, 54 años después de que la bandera norteamericana fuera removida de la embajada, 54 años después de iniciado el bloqueo económico, fracasado, conforme las mismas confesiones de Obama, en su discurso para anunciar la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba.

Es, por lo tanto, con vergüenza, derrotados, y no con orgullo, que vuelven a Cuba. La bandera cubana, a su vez, vuelve victoriosa a Washington. Bandera –un rubí, 5 franjas y una estrella– de un país que no se abatió frente al bloqueo de más de medio siglo, del intento de invasión de Playa Girón, de la crisis de 1962, de tantos intentos de sabotaje y de asesinar a Fidel.

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