Lunes, 16 de noviembre de 2015 | Hoy
EL MUNDO › UN HOMENAJE A LA LLAMADA GENERACIóN BATACLAN, VíCTIMA DE LOS ATAQUES
Los franceses comienzan a salir de la conmoción de las primeras horas. El país que murió la noche del viernes 13 es joven y multicultural: ni blanco ni negro, ni cristiano ni musulmán, ni judío: cayeron abatidas una generación y la Francia de la diversidad.
Por Eduardo Febbro
Desde París
Empieza lo peor, la verdadera conmoción interior que suplanta la emoción y el aturdimiento de las primeras horas. Empieza el momento de medir la inmensa e inenarrable espesura de lo que ocurrió el viernes 13, más allá, mucho más allá de las consideraciones ideológicas histéricas. El telón de las emociones súbitas se desplaza, las campanas de la catedral de Notre Dame suenan dos veces en homenaje a las víctimas, las calles están medio desiertas, la Torre Eiffel es casi un cuartel custodiado por militares y un montón de gente se reúne de nuevo con flores y velas en torno a esos cementerios a cielo abierto que son las calles de París donde los terroristas del Estado Islámico perpetraron la mayor matanza de la historia de Francia.
El país que murió esa noche es joven y multicultural: ni blanco, ni negro, ni cristiano, ni musulmán: cayeron abatidas una generación y la Francia de la diversidad. En la Plaza de la República, ante el Bataclan, en la vereda de Le Carillon, no hay rubios, sino que están todos, imanes, rabinos, curas, árabes, norteamericanos, argentinos, chilenos, alemanes o franceses de la pluralidad contemporánea. Basta con ver los perfiles de Facebook de los muertos para sentir en el pecho la dimensión del horror. “Ni siquiera tenemos miedo”, dice una banderola puesta debajo de un ramo de flores entre los tantos que se fueron depositando en la Plaza de la República. Lágrimas y plegarias. Las brumas se despejan pero en el horizonte hay otra bruma más espesa. La primera, la del doloroso relato de quienes sobrevivieron a la ejecución perpetrada por los terroristas en los bares del distrito 10 y 11 de París y quienes estaban en la sala de conciertos del Bataclan.
Ayer, toda la juventud se citó en la puerta del Carillon. Muchos de los jóvenes presentes son sobrevivientes o tienen algún amigo muerto. Nadie entiende nada. ¿Y cómo van a entender? ¿Para qué? Ya es bastante con el duelo y ese lodo de violencia que transformará sus vidas para siempre. En su edición de hoy 17 de noviembre, el matutino Libération le consagra su tapa a lo que llama “La generación Bataclan”. Es ella la que pagó el tributo. “Jóvenes, festivos, abiertos, cosmopolitas”, escribe el diario. Es exacto. Nada que ver con extremistas de derecha ni acalorados nacionalistas. Una generación nueva que nació y creció bajo las múltiples formas de la diversidad: la de su propio país atravesado por fases migratorias oriundas de su época colonial, la que aporta Internet y sus incontables interconexiones con el mundo, la música, los idiomas, las culturas. Esos chicos que estaban en los bares de los distritos 10 y 11 de París y en Bataclan votan mayoritariamente a la izquierda, no son racistas y tienen un horizonte global, no un terruño obsesivo.
Pierre, Jean, Albert, Anne, Robert, Suzane, Clo, Guillaume, Aurélie o Mairie eran informáticos, pintores, fotógrafos, músicos, gente de copas nocturnas y de conciertos de rock como el que fueron a ver al Bataclan cuando perdieron la vida. “No son víctimas anónimas, son rostros, vidas, jóvenes, cuyas vidas fueron truncadas. Tenían pensado pasar una noche tranquila en un café o un concierto”, recordó el primer ministro francés, Manuel Valls, cuando ayer visitó una célula de apoyo psicológico habilitada para los familiares.
Al escuchar los relatos de los que salieron vivos emerge un horror dentro de otro: era viernes, día de salida, y la gran mayoría de los sobrevivientes estaba en los bares entre amigos, con hermanos, novias, esposas, hijos. Los vieron morir en la misma mesa, bajo las balas que ellos, por milagro, evitaron. Grégory Reibenberg vio a su mujer, a sus socios y sus clientes morir delante él. El propietario del Bar La Belle Equipe, en la Rue Charonne, sobrevivió al ataque. Ayer, con los ojos de un boxeador que baja recién del ring, reunió a los sobrevivientes y a las familias de las víctimas para hablar del drama ante un psicólogo. Le sobraba la pena, el coraje y la generosidad. En la vereda del Bataclan, familiares de víctimas y sobrevivientes vinieron el domingo en silencio. Algunos con flores, otros con velas, muchos con mensajes que pegaban en los ramos: “Para mi amigo del alma, mi compañero de bares y de alegrías”; “hola Guillaume, mi viejo, espero que allá donde estés la música sea buena”; “allí donde estén, enséñenles quienes eran ustedes, no sus enemigos, sino sus semejantes”. Hasta las frases dichas eran puras: “La Francia multirracial vencerá”, “el amor vencerá”. ¿Alguien ha visto alguna vez las lágrimas correr por una mejilla joven y llena de vida? ¿Y por cientos de mejillas como en este soleado y extraño domingo? Había, ayer en París, algo inocente y terrible en esas pequeñas multitudes que iban, de bar en bar, a reconocer que los días y las noches, de ahora en más, nunca serán los mismos. En una sola noche les robaron la tumultuosa alegría de la vida. Y lo peor: quienes cayeron el viernes 13 eran, por su idiosincrasia generacional, los mejores aliados de la tolerancia, los más abiertos al mundo y a las diferencias. Eran los hijos modernos de Voltaire.
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