EL MUNDO › LA JUSTICIA INVESTIGA A DOS PESOS PESADO DE LA GESTION BUSH
Cerco a los hombres del presidente
El fiscal Patrick Bulldog Fitzgerald está a un paso de demostrar que la Casa Blanca conspiró en el “CIAgate”, la filtración de la agente y esposa del diplomático que dijo que Saddam no intentó comprar uranio enriquecido a Níger.
Por Ernesto Ekaizer*
Desde Washington
Cada martes tiene lugar la misma escena frente al edificio número 1300 en la avenida de Nueva York, en Washington DC, a un tiro de piedra, quizá no más de 500 metros, de la Casa Blanca: un hombre de ojos claros, traje y corbata, maletín en mano, llega por sus propios pies. Tres días más tarde, el viernes, el mismo sujeto abandona con su inseparable maletín el lugar rumbo al aeropuerto más próximo para tomar un vuelo a Chicago. Se llama Patrick J. Bulldog Fitzgerald, tiene 45 años, y es el fiscal de Chicago. ¿Qué hace entre el martes y el viernes en el número 1300 de la avenida de Nueva York? Desde hace 22 meses, una sola cosa: investiga una presunta conspiración de altos cargos de la Casa Blanca contra el ciudadano Joe Wilson, de 56 años de edad. ¿Quién es Wilson? Es el diplomático retirado que tras la invasión de Irak comenzó a denunciar como un montaje a sabiendas una de las poderosas razones que el presidente George W. Bush citó en su discurso del 28 de enero de 2003 sobre el estado de la Unión para la intervención militar: la presunta intención de Saddam Hussein de comprar uranio enriquecido en Níger para fabricar armas atómicas.
Wilson no hablaba de oído. El había sido enviado a Níger por la Agencia Central de Inteligencia –CIA– en febrero de 2002 para confirmar la información y regresó a Washington pocos días después con un informe negativo. Con todo, el diplomático no despertó el avispero hasta después de la invasión, bastante más tarde que Mohamed el Baradei, el director del Organismo Internacional de Energía Atómica –OIEA– reveló la fabricación en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el 7 de marzo de 2003, 12 días antes de la invasión de Irak. Wilson habló durante los meses de mayo y junio de 2003 con periodistas de manera confidencial, lo que originó informaciones en varios medios de comunicación sin que se citara su nombre. Por fin, escribió un artículo con su propia firma que fue publicado el 6 de julio de 2003 en la sección editorial de The New York Times.
Al menos dos altos cargos de la Casa Blanca –Irving Lewis Scooter Libby, jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, y Karl Rove, el principal asesor de Bush– diseñaron enseguida el contraataque. Hablaron con no menos de seis periodistas para neutralizar a Wilson. El argumento: Wilson, explicaron, fue enviado a Níger por la CIA a iniciativa de su esposa, Valerie Plame, una espía de dicha agencia, para más datos, una experta en armas de destrucción masiva. El 14 de julio de 2003, el periodista conservador Robert Novak, tras hablar con Rove y con Libby, publica el nombre prohibido en una columna sindicada. Matt Cooper, de la revista Time, le sigue después, atribuyendo la fuente, como Novak, a altos cargos de la Administración. La periodista Judith Miller, de The New York Times, que estuvo presa por 85 días por no querer revelar inicialmente sus fuentes, ha tenido tres conversaciones con Libby antes del 14 de julio, en las cuales la mano derecha de Cheney saca a relucir que la mujer de Wilson trabaja en la CIA. Pero no publica ninguna información.
Problema: revelar el nombre de una agente clandestina de la CIA, si se dan ciertos requisitos, es un delito federal castigado con hasta 10 años de prisión y multas. Y Valerie Plame, ¿lo era? Sí, Fitzgerald ha establecido que todavía en julio de 2003, cuando se produjo la filtración, la esposa de Wilson carecía de cobertura oficial.
La investigación comienza en el otoño de 2003 bajo la supervisión del fiscal general, John Ashcroft. Tanto agentes del FBI como fiscales de carrera, tras interrogar a los primeros testigos, e informar a Ashcroft, llegan a la conclusión de que será difícil realizar una investigación independiente. ¿Por qué? Porque algunos de los acusados potenciales tienen relación directa, personal y profesional con el fiscal general. Es el caso de Karl Rove, el principal asesor de Bush en la Casa Blanca, que ha trabajado para Ashcroft en tres campañas electorales. Los federales lo interrogan sin éxito. Rove oculta información. El conflicto de intereses es evidente. Es el fiscal general adjunto, James B. Comey, que sólo lleva tres semanas en el cargo, quien recibe las quejas. El 30 de diciembre de 2003, Comey persuade a Ashcroft de que tanto él como su equipo en el Departamento de Justicia deben autorrecusarse y logra nombrar a Patrick J. Fitzgerald fiscal especial. Retiene, al tiempo, su puesto en Chicago. Fitzgerald es el hombre nacido para el caso. Se lo conoce como el Eliot Ness de esta época, el famoso e incorruptible agente del FBI que logró atrapar a Al Capone. Fitzgerald ya está embarcado en casos famosos. Es él quien procesa, en 1999, a Osama bin Laden por los atentados cometidos en 1998 contra las embajadas de EE.UU. en Kenia y Tanzania. Ya en Chicago, a partir de 1998, se ha ganado en estos siete años la fama de luchar tanto contra el crimen organizado como contra la corrupción de políticos republicanos y demócratas. Sí, es un fiscal de película.
Fuentes y periodistas
“Si has hecho algo malo o has cometido un delito, mejor que no te caiga encima Fitz. Es muy inteligente, tiene mucha energía y es duro”, explica a este diario Anthony Bouza, un abogado de Los Angeles que fue compañero de curso de Fitzgerald y de Comey en la Universidad de Amherst. Subraya Bouza: “Lo que ha hecho Fitz con las fuentes y con los periodistas es una prueba de su ingenio. Si un doctor tiene compromiso de confidencialidad con el paciente, pero éste lo releva de dicho pacto, por qué el profesional va a seguir defendiendo ese compromiso. Eso ha pasado con los periodistas en este caso”, señala Bouza.
El 6 de febrero de 2004, Comey, como supervisor de Fitzgerald, le escribe una carta de gran relevancia, en la que le autoriza “ a investigar y a perseguir violaciones de cualquier ley federal penal relacionada con la presunta revelación no autorizada (filtración del nombre de Valerie Plame) así como delitos federales cometidos en el curso de la investigación y con la intención de interferir en ella, tales como perjurio, obstrucción a la Justicia, destrucción de pruebas e intimidación de testigos”.
Fitzgerald lleva este caso junto con un gran jurado, integrado por un máximo de 23 ciudadanos de Washington, cuyo plazo expira el 28 de octubre próximo. Es esta institución quien escucha a los testigos y supervisa la investigación actuando de filtro. Será el gran jurado quien decida sobre los procesamientos en caso de que Fitzgerald lo proponga. Si los hay, recaerá en otro jurado la tarea de enjuiciar a los acusados.
El fiscal especial es un innovador. Los testigos, altos cargos de la Casa Blanca, esgrimen la misma coartada: se han enterado del nombre de Valerie Plame por los periodistas. Fitzgerald se dirige a una gran parte de estos testigos. El presidente Bush les ha pedido a todos apoyo para esta investigación, ¿no es así? Pues bien: Fitzgerald les extiende un papel. Es una autorización para que liberen a los periodistas con los cuales han mantenido contacto de su deber de confidencialidad. Si te niegas es un riesgo. Puedes, si estás implicado, ser acusado de obstruir la acción de la Justicia. Algunos altos cargos, como Rove y Libby, no tienen más remedio que firmar.
En enero, cuando todavía no lleva un mes al frente de la investigación, Fitzgerald consigue que el gran jurado le autorice tres diligencias en la Casa Blanca para tener acceso al comportamiento de la Administración Bush durante la semana anterior al 14 de julio de 2003, el día de la filtración del nombre de Valerie Plame: la entrega de los archivos de las comunicaciones telefónicas mantenidas desde el avión presidencial Air Force One durante un viaje del presidente y a Africa; los archivos de las contactos telefónicos del staff de la Casa Blanca con una lista de dos docenas de periodistas que han escrito o han hablado en radio y televisión sobre diferentes aspectos del caso Wilson-Plame-uranio enriquecido; y, por último, la transcripción de una rueda de prensa celebrada en Nigeria por el secretario de Prensa de Bush, Ari Fleischer, en la que despreciaba la denuncia de Wilson, como la de “un funcionario de bajo nivel”. Fitzgerald también persigue un documento esencial. Un memorándum elaborado por el servicio de inteligencia del Departamento de Estado para la Casa Blanca con fecha 10 de junio de 2003, en el que se hace referencia a Valerie Wilson. El párrafo lleva el sello S es decir... secreto. En el camino, según fuentes solventes, encuentra la colaboración de algún funcionario de la Administración Bush –John Hannah, miembro del círculo íntimo de Cheney y miembro del Consejo de Seguridad Nacional– que lo ayuda con información sensible.
Según dijo Joe Wilson a este diario hace pocos días, “Fitzgerald los agarró, llegó al núcleo de la conspiración en la Casa Blanca”. Las consecuencias para la Casa Blanca podrían ser devastadoras. Rove y Libby son los colaboradores más influyentes de sus jefes. Si son procesados, tendrían que tomarse una licencia para preparar su defensa antes de cualquier juicio. El pasado lunes por la tarde, la oficina del fiscal especial hizo la primera y única comunicación en casi dos años: “Si hay un anuncio, y cuando éste tenga lugar, se hará en Washington”. La ciudad no hablaba de otra cosa.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.