Domingo, 15 de enero de 2006 | Hoy
¿Cómo es ser un árabe en Europa y caer por error en las manos de la CIA? De acuerdo con el testimonio de Jaled el Masri, ciudadano alemán de origen libanés, nada promisorio. El Masri fue confundido con un terrorista y trasladado a una siniestra prisión afgana para ser interrogado.
“Las pruebas disponibles indican que en 1999, Mohamed Atta, Ramzi Binalshibh, Marwan al Shehhi y Ziad Jarrah y otros estaban decididos a luchar en Chechenia contra los rusos. Según Binalshibh, un encuentro casual en un tren, en Alemania, llevó al grupo a cambiar de opinión y viajar a Afganistán. Un individuo llamado Jaled el Masri se aproximó a Binalshibh y a Shehhi, por su aspecto árabe y sus barbas, y sacó el tema de Chechenia”, señala el informe de la comisión del 11-S. “Cuando más tarde se pusieron en contacto con Masri, éste los puso en contacto con Abuo Musab en Duisburg, Alemania, que en realidad era Mohamedou Ould Salí, un dirigente importante de Al Qaida, quien les recomendó que fueran a entrenarse para la Jihad en Afganistán...”, añade.
Masri es el equivalente de un apellido como Hoffman en Alemania o Pérez en Argentina. ¿Fue esta mención en el informe del 11/S lo que llevó al secuestro, el 31 de diciembre de 2003, del ciudadano alemán de origen libanés Jaled el Masri y su detención secreta durante cinco meses en Macedonia y Afganistán? El Masri, 42 años, casado, cinco hijos, nacido en Kuwait, de padres libaneses, salió de la ciudad de Ulm, a 150 kilómetros de Munich, el día 30 de diciembre de 2003 en un autobús en dirección a Skopje, la capital de Macedonia. Al llegar en la tarde del día 31 al puesto fronterizo de Tabanovce, tras entregar al conductor su pasaporte, fue trasladado por la policía a Skopje, donde lo internaron en un hotel. Los policías, según se acreditó más tarde, se pusieron en contacto con la delegación local de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Era una operación prometedora. Durante 23 días fue interrogado, golpeado y amenazado con armas de fuego por la policía de Macedonia si no confesaba ser miembro de Al Qaida. El Masri les dijo la verdad: nada tenía que ver con ninguna actividad terrorista. El 22 de enero de 2004, fue trasladado en un avión alquilado por la CIA a una siniestra prisión en Kabul, Afganistán. Estos son los tramos principales del diálogo que mantuvo El Masri con este diario:
–¿Supo usted la coincidencia de su nombre con el que aparece en el informe de la comisión del 11/S?
–No antes de mi secuestro el 31 de diciembre de 2003. Por una razón: el informe se conoció en julio de 2004. Es decir, después, incluso, de que recobré la libertad. Pero no creo que haya sido ésta la fuente del error...
–¿Por qué, entonces, lo secuestraron?
–Sólo puede juzgar a partir de las preguntas que me hicieron. En Macedonia no fueron muy sutiles. Me propusieron un pacto. El jefe de la policía me dijo que si yo admitía ser miembro de Al Qaida...¡me dejaban volver a Alemania! Pero el secuestro más serio comenzó muy temprano el día 23 de enero de 2004. Me filmaron en un video en el que me identificaba y decía que me habían dejado ir libremente, me pusieron esposas y me cubrieron la cabeza con una venda. Entonces me llevaron al aeropuerto, me quitaron la ropa y mientras me cambiaban la venda de los ojos vi a ocho hombres vestidos de negro con los rostros cubiertos con máscaras también negras. Enseguida me aplicaron inyecciones en ambos brazos y me metieron en un avión atado de pies y manos. Al cabo de muchas horas, aterrizamos y sentí mucho calor. No estábamos en Europa. Y más tarde, me trasladaron a una ciudad, que resultó ser Kabul. Pude ver un sol rojo. Anochecía. Me metieron en una celda muy pequeña, subterránea. Hacía mucho frío. Y me golpearon con dureza. Uno de los guardias me dijo: “Usted está en un país en el que nadie sabe quién es usted; en un país donde no hay ley. Si muere lo enterraremos y nadie lo sabrá”.
–¿Qué le preguntaron?
–Los norteamericanos, con la ayuda de traductores con acento palestino, hicieron preguntas muy concretas sobre mi vida en Ulm, sobre la mezquita y la Casa Multicultura. Me preguntaban por ciertas personas a las que yo, por haber acudido a orar allí, conocía. Si se hubiera tratado de una confusión con el nombre El Masri, ese tipo de preguntas no habría tenido lugar. Soy consciente de que querían información sobre terceras personas. No me aplicaron electricidad, por ejemplo, para sacarme información... Poco a poco se fueron dando cuenta de que no tenía nada de interés para ellos... Y, además, reaccioné con fuerza contra la situación, con varias huelgas de hambre.
–En esas condiciones, ¿pensó que lo iban a dejar en libertad?
–Hacia el 6 de mayo de 2004 me visitó un norteamericano que se presentó como psicólogo. Me explicó que venía especialmente desde Washington por mi caso y me prometió que saldría pronto en libertad. Pero no hubo novedades. No me lo creí, claro. Y entonces apareció Sam...
–¿Quién es Sam?
–Es lo que ya creo estar en condiciones de saber. Le contaré. El 16 de mayo de 2004 se presentó un alemán junto con el director norteamericano de la prisión y otro norteamericano que hablaba árabe. El alemán era un hombre delgado, de un metro ochenta de estatura, cabello color castaño de unos ocho centímetros de largo. Su piel estaba tostada por el sol y usaba anteojos muy parecidos a los míos, color plata. Dijo que quería hablar conmigo sinceramente sobre todo. Le contesté afirmativamente: “Bien, pero usted sabe quién soy yo; en cambio, yo ignoro quién es usted”. A continuación le pregunté: “¿Pertenece usted a alguna autoridad alemana, algún ministerio o institución de Alemania?”. El alemán se volvió al costado y habló en inglés con los norteamericanos. No entendí nada de lo que dijeron. Se volvió nuevamente hacia mí y dijo: “No puedo contestar a su pregunta... Llámeme Sam”, dijo. Insistí: “¿Saben las autoridades alemanas dónde estoy?”. El hombre llamado Sam torció la cabeza y volvió a intercambiar unas palabras con sus colegas. “No puedo contestar”, reiteró. “¿Sabe mi mujer dónde me encuentro?”, indagué. “No, no lo sabe” contestó. Desde que vino Sam, a mediados de mayo, me empezaron a tratar mejor.
–¿Nunca lo había visto antes?
–Hasta hace pocos días había olvidado completamente una escena en la que estoy seguro de haberme cruzado antes con Sam...
–¿Antes del 16 de mayo de 2004?
–Sí. Sucedió pocas semanas después de ser trasladado a Afganistán. Un día me sacaron de la celda y los guardias me llevaron a una sala para interrogarme. Al verme, una persona que llevaba una gorra con visera tipo béisbol dio vuelta la cara y se tapó con la palma de su mano mientras gritaba: “No, no es él... No...”. Y me sacaron de allí. Estoy convencido de que él y Sam son la misma persona.
–¿Lo interrogó Sam? ¿Ordenó que lo golpearan o torturaran?
–Me interrogó intensamente. Desde que llegó Sam comenzaron a tratarme mejor en la prisión. El me hizo preguntas el mismo 16 de mayo, durante dos horas; regresó el 17 y una vez más el 18. Nunca me acusó concretamente de nada. El, como los norteamericanos antes, estaba interesado en terceras personas. Me enojé. Le dije que ya me habían prometido varias veces lo mismo. Y le advertí que retomaría al día siguiente mi huelga de hambre y que me causaría daño a mí y a todos los demás en la prisión si las autoridades alemanas no se apuraban y me sacaban de allí. “Tengo cuatro hijos y no saben lo que me ha pasado. Me tomaré mi venganza con los americanos”, amenacé. Sam me preguntó qué pensaba hacer. “A su debido tiempo lo sabrá”, dije. “Por favor no empiece otra vez su huelga de hambre. Déme dos días. Hablaré con mis superiores en Alemania. Le daré una respuesta rápida”. Yo, a mi vez, regresé a la celda encolerizado. Sam se quedó sorprendido por mi reacción. Recuerdo que en una ocasión me preguntó: “¿Necesita algo de su casa? Voy a ir a Alemania y le puedo traer algo de casa”. Yo estaba muy angustiado. Sam me creaba inseguridad. ¿Quién era realmente? ¿Era un agente de algún servicio alemán? ¿Era un agente de la CIA? Le respondí, pues, que no necesitaba nada. En aquella oportunidad, Sam se marchó. No volvió hasta unos días después. Me explicó que los norteamericanos no querían admitir que yo había estado en la prisión de Afganistán y que no habría huellas de mi paso por ella, y que por ello mi retorno no sería directo, debería hacer una escala en otro país y de allí podría viajar a Alemania.
–Volvamos al día 20 de mayo. ¿Reinició usted la huelga de hambre al día siguiente?
–Sí, estaba desesperado. Había perdido 30 kilos y aunque había recuperado algo de peso últimamente seguía destrozado. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Esas imágenes de televisión en la que aparecían los detenidos de Guantánamo que yo había visto en Alemania me quitaban el sueño. En las paredes de la diminuta celda había frases del Corán escritas por otros detenidos con anterioridad. Así que el 21 de mayo de 2004 comencé otra vez una huelga de hambre. Por la noche vinieron a la celda el director de la prisión, un norteamericano, un médico y Sam. Me pidieron que no siguiera adelante. Como muy tarde, prometieron, estaría de camino a Alemania el 28 de mayo. Ya se estaba preparando el transporte, según dijeron. En la tarde del 27 de mayo llegó un médico para revisarme. A día siguiente, 28 de mayo de 2004, vino otra vez el médico. Sam y el director norteamericano de la prisión me entregaron mis pertenencias, mi pasaporte y mi cartera con el dinero que llevaba. Me hicieron atar las manos, me colocaron una venda en los ojos y me metieron en un contenedor ordenándome que me sentara en una silla, de espaldas al conductor. Me hicieron subir más tarde a lo que me pareció un pequeño avión. Ya en vuelo, Sam me dijo que sería un largo viaje y agregó: “Tenemos un nuevo presidente en Alemania. Se llama Horst Koehler”. Había sido elegido el 23 de mayo de 2004, hacía menos de una semana. Unas horas después me hicieron bajar. Sam siguió viaje. A mí me metieron en un minibús y me dejaron muchas horas después en la frontera con Albania. De allí la policía me trasladó al aeropuerto Madre Teresa de Tirana. Uno de los guardias sacó 320 euros de mi cartera y compró el billete a Francfort. Y me subieron a un avión de línea regular. Cuando por fin llegué a Ulm, a mi casa, todo estaba empaquetado. Mi mujer y mis hijos, me dijeron, en la Casa Multicultura, se habían ido, tras esperar algún tiempo, al Líbano.
–¿Era claro para usted que Sam era alemán?
–Era alemán ciento por ciento. Lo que yo no podía saber era si era un alemán de la CIA, un policía alemán o un miembro del servicio de inteligencia alemán. Pero no sólo me refiero al acento con el que hablaba el idioma alemán. Hubo otros indicios...
–¿Cuáles?
–En cierto momento hablamos sobre cosas cotidianas. En cierta ocasión hablamos sobre nuestras esposas. Le dije que mi mujer usaba una tarjeta especial llamada metro para empresas y ejecutivos, con la que solía comprar, por ejemplo, pescado. Sam me explicó que también su esposa compraba con ese tipo de tarjeta.
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