Viernes, 27 de enero de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Claudio Uriarte
Palestina aún no es un Estado; sin embargo, a partir del terremoto político suscitado por el arrasador triunfo de la guerrilla fundamentalista de Hamas en las elecciones palestinas, puede considerarse que Israel y Palestina son desde ayer dos países en guerra. Si antes no lo eran del todo, fue porque el carácter políticamente resbaloso de Al Fatah, la facción dominante de la Organización para la Liberación de Palestina –y luego la Autoridad Palestina– siempre pareció dejar un margen para la negociación. Lo que ha ganado ayer, en cambio, es una formación explícitamente comprometida con la destrucción del Estado de Israel, los asesinatos de civiles y la creación de un Estado Palestino “del río (Jordán) al mar (Mediterráneo)” por más que George W. Bush haya intentado racionalizar y relativizar lo ocurrido con banalidades sobre la corrupción y la falta de buenos servicios públicos bajo el liderazgo de Al Fatah.
Israel ha sufrido un doble golpe político que la deja en un territorio sin mapas: la desaparición de la escena política de Ariel Sharon, el único líder con la legitimidad necesaria para concretar nuevos retiros de Cisjordania (después de la evacuación de Gaza), y ahora estos comicios que van a permitirle a la ultraderecha de Benjamin Netanhayu proclamar a los cuatro vientos que las evacuaciones unilaterales no funcionan porque los palestinos las leen como triunfos de las luchas de sus alas más radicalizadas, y usar este triunfo para ganar las críticas elecciones israelíes de marzo próximo. ¿No le pasó algo parecido al ex primer ministro laborista Ehud Barak con su precipitado retiro de El Líbano en 1999, y luego con sus ofertas de un Estado Palestino en casi toda Cisjordania y Gaza, con capital en Jerusalén Oriental, al año siguiente? Por cierto, Ehud Olmert, el sucesor de Sharon, puede reivindicar para la coalición gobernante el mérito de haber bajado el nivel de atentados terroristas dentro de Israel gracias a la construcción del muro de seguridad; sin embargo, y de repente, la sabiduría de dejar gran parte de Cisjordania bajo un gobierno que puede desarrollar vínculos militares con Irán aparece puesta en duda –y, por ende, la posibilidad de un bombardeo de las centrales nucleares iraníes crece–. La política norteamericana hacia Medio Oriente también queda a la deriva, en la medida en que presuponía la existencia de dos entidades nacionales dispuestas a reconocerse. Algo es seguro: la guerra de baja intensidad está en Medio Oriente para quedarse.
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