Viernes, 1 de septiembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › EN UN MOMENTO CRITICO, EL PRESIDENTE DE MEXICO PRESENTA SU INFORME FINAL
En medio de un clima de alta tensión, Fox presentará hoy su último informe ante el Congreso, donde los seguidores de López Obrador anticiparon que no lo dejarán hablar. Final de un mandato marcado por la frivolidad y el incumplimiento de sus promesas electorales.
Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, D.F.
A tres meses de entregar el poder a un sucesor legalmente aún indefinido, Vicente Fox dejará al país sumido en la crisis política y en la descomposición social, como consecuencia de su incapacidad para construir consensos, la frivolidad con la que eludió los temas sustantivos y su irresponsable rigidez ante los adversarios, que podría conducirlo hoy a exacerbar aún más el creciente encono entre dos tercios de la ciudadanía que se alinearon detrás de proyectos de nación diametralmente opuestos en las pasadas elecciones presidenciales.
En el día de hoy, cuando debería limitarse a asistir a la apertura de trabajos de la LX Legislatura, entregar por escrito su sexto informe de gobierno al Congreso de la Unión –como establece la Constitución– y retirarse sin intentar dirigir un discurso ante una oposición que le ha advertido que no se lo permitirá, Fox amenaza con ceder a la tentación de vanagloriarse de su único triunfo real: haber satisfecho su obsesión de impedir que México diera un vuelco a la izquierda y que Andrés Manuel López Obrador se convirtiera en presidente de la República, obsesión que dio origen a la peor crisis política que ha vivido el país en los últimos 20 años.
De poco más podría presumir en la agonía de un mandato para el que no estuvo nunca a la altura.
Inculto, vulgar y servil, Fox será recordado por su cita de Jorge Luis “Borgues” en el Congreso de la Lengua Española; el machismo exhibido delante de las cámaras al cargar en vilo a su esposa –cuyas ambiciones políticas alentó durante cuatro años–, porque no le hacía caso y seguía respondiendo las preguntas de la prensa a la entrada de su rancho, y el “comes y te vas” que le dedicó a Fidel Castro antes de la Cumbre de las Naciones Unidas para el Desarrollo, celebrada en Monterrey en marzo de 2002, para evitar que el presidente estadounidense George Bush tuviera que encontrarse con el mandatario cubano.
Lo que hace poco más de seis años parecían ser ocurrencias de un candidato en campaña –como cuando dijo que resolvería el conflicto indígena-guerrillero en Chiapas “en 15 minutos”, o cuando prometió “honestidad, trabajar un chingo y ser poco pendejo”, por ejemplo– en realidad era el anuncio de la frivolidad con la que encararía su responsabilidad como jefe de Estado, y que lo llevó al extremo de calzar botas vaqueras de charol en una recepción oficial con los reyes de España, como nuevo rico que confunde la ostentación con el estilo.
Ni cerca estuvo de cumplir la promesa de encarcelar a los “peces gordos” que durante décadas hicieron de la corrupción gubernamental el mejor negocio. Por el contrario, permitió el tráfico de influencias de sus hijastros, quienes realizaron operaciones irregulares con inmuebles propiedad del gobierno federal y causaron un daño al erario por alrededor de 100 millones de dólares, según concluyó una comisión legislativa que investigó a Jorge y Manuel Bribiesca Sahagún, los hijos del primer matrimonio de su también segunda esposa.
Hasta los empresarios, sus aliados naturales, dejaron de tomarlo en serio hace tiempo, cuando no cumplió con las reformas estructurales prometidas para asegurar la participación del capital privado en la producción petrolera y la generación de electricidad, actividades que siguen bajo el monopolio del Estado.
Y eso que las finanzas públicas es lo menos frágil que deja a su paso, aunque no por mérito propio, sino por los extraordinarios ingresos generados por los desorbitados precios internacionales del petróleo que le permitieron mantener el superávit de la balanza comercial y que al menos no pudo dilapidar, en buena medida gracias a la autonomía del Banco de México –heredada por la última administración priísta– que controla el flujo de divisas, y a la férrea conducción de las variables macroeconómicas de la Secretaría de Hacienda, en manos de un tecnócrata formado en los gobiernos neoliberales que arribaron al poder desde 1982, todo lo cual permitió blindar a un mercado que, de por sí, ya había logrado sacudirse los efectos de la confrontación política y operar independientemente de los avatares sexenales.
Pero en todos los demás campos, hacía tiempo que México no llegaba a un fin de gobierno en medio de una crisis tan profunda y abarcante, que toca y descompone todo.
El conflicto poselectoral sólo evidencia un país fragmentado entre un norte rico y un sur pobre, pero no es la única expresión de un piso social fracturado. En el sureste mexicano, ayer se cumplieron 100 días de un conflicto de origen laboral, que se descompuso hasta sumir a la ciudad de Oaxaca en una confrontación política que ya ha costado media docena de vidas y en la que ayer aparecieron seis grupos de guerrilla urbana, mientras que el crimen organizado se disputa el resto del país como un botín y en lo que va de este año se suman por cientos las ejecuciones no sólo de narcotraficantes, sino de policías, funcionarios y hasta jueces federales.
Pero a Vicente Fox sólo parece preocuparle presentar su último informe de gobierno como una demostración de la fuerza que en realidad carece, y hoy se presentará en un Palacio Legislativo tomado por el ejército, que lo resguarda, y de un cinturón policíaco que ha cercado kilómetros a la redonda y controla los accesos hacia esa zona de la ciudad, colocando a los barrios populares que lo rodean en un virtual estado de sitio.
Mientras tanto, los vacíos políticos que el presidente no supo llenar fueron ocupados por la ultraderecha. Los grupos más retrógrados de la sociedad mexicana –incluso más conservadores que sus similares de Argentina, Chile, Brasil, Uruguay o Bolivia, que permitieron llegar al poder a la izquierda para consolidar sus democracias– esperan pacientemente ganar su apuesta: un segundo presidente panista, Felipe Calderón, y terminar de dar el portazo a la izquierda mexicana.
Pero en su ambición, no advierten que conducen al país hacia la ingobernabilidad.
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