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Qué suerte que tiene Suecia
Por robert fisk *
“Si ustedes ponen bombas en nuestras ciudades”, dijo Osama bin Laden en uno de sus recientes mensajes por video, “nosotros pondremos bombas en las suyas”. Era tan claro como el agua que Gran Bretaña sería un blanco desde que Tony Blair decidió unirse a la “guerra contra el terror” y a la invasión de Irak de George Bush. Se podría decir que nos habían advertido. La cumbre del G-8 fue elegida, obviamente con tiempo, como día de ataque.
Y no sirve de nada que Blair saliera a decirnos ayer que “nunca podrán destruir lo que queremos”. “Ellos” no tienen como objetivo destruir “lo que queremos”. El objetivo de “ellos” es que la opinión pública obligue a Blair a retirarse de Irak, a salir de su alianza con Estados Unidos, a despegarse de las políticas de Bush en Medio Oriente. Los españoles pagaron el precio por su apoyo a Bush –y el posterior retiro de España de Irak probó que las bombas de Madrid cumplieron con su objetivo–, mientras que a los australianos se los hizo sufrir en Bali.
Es fácil para Tony Blair calificar las bombas de ayer como “barbáricas” —por supuesto que lo fueron–, pero ¿cómo calificar las muertes civiles de la invasión anglo-americana de Irak en 2003, los niños despedazados por las bombas de racimo, los incontables iraquíes víctimas de los disparos en los puestos de control militares norteamericanos? Cuando ellos mueren, son “daños colaterales”, cuando “nosotros” morimos es “terrorismo barbárico”.
Si estamos luchando contra la insurgencia en Irak, ¿qué nos hace creer que la insurgencia no vendrá a nosotros? Una cosa es segura, si Blair realmente cree que al “luchar contra el terrorismo” en Irak podemos proteger a Gran Bretaña más eficientemente –luchar contra ellos allí en vez de dejarlos venir acá, como dice Bush constantemente–, este argumento ya no es válido.
Programar estas bombas con la cumbre del G-8, cuando el mundo estaba concentrado en Gran Bretaña, no fue ninguna genialidad. No se necesita un doctorado para elegir un sacudón de manos de Bush y Blair para hacer cerrar una ciudad capital con explosivos y masacrar a más de 30 de sus ciudadanos. La cumbre del G-8 fue anunciada tan por adelantado que les dio a los atacantes todo el tiempo que necesitaban para prepararse. Se tarda semanas en planear un sistema coordinado de ataques de este tipo –podemos olvidarnos de la fantasía idiota de que fueron programados para coincidir con la decisión sobre el lugar donde se llevarían a cabo las Olimpíadas–. Osama bin Laden y sus simpatizantes no preparan una operación de este tipo cuando queda alguna posibilidad abierta de que Francia pierda su apuesta por ser anfitrión del los Juegos. Al Qaida no juega al fútbol.
No, esto hubiera tardado meses –elegir refugios, preparar los explosivos, identificar a los blancos, preparar la seguridad, elegir los atacantes, la hora, el minuto, planear las comunicaciones (los teléfonos celulares son demasiado delatores)–. La coordinación y la planificación sofisticada –y la usual indiferencia hacia la vida de los inocentes– son características de Al Qaida.
Y ahora reflexionemos sobre el hecho de que ayer –la apertura del G-8, un día tan crítico, un día tan sangriento– representó un fracaso total de nuestros servicios de seguridad. Los mismos “expertos” en inteligencia que decían que había armas de destrucción masiva en Irak cuando no las había, pero que también fracasaron en develar un complot de meses para matar a londinenses.
Trenes, aviones, micros, autos, subtes. Los transportes parecen ser la ciencia de las artes oscuras de Al Qaida. Nadie puede revisar a tres millones de pasajeros todos los días. Nadie puede detener a cada turista. Algunos pensaron que el Eurostar podría haber sido un blanco de Al Qaida –es seguro que lo estudió–, pero ¿por qué buscar prestigio cuando allí están los colectivos y subtes comunes para atacar?
Y después están los musulmanes de Gran Bretaña, quienes hace mucho han estado aguardando esta pesadilla. Ahora cada uno de nuestros musulmanes se ha convertido en el “sospechoso de siempre”, el hombre o la mujer de ojos marrones, el hombre de barba, la mujer con el chador, la niña que dice fue abusada racialmente. Recuerdo que cuando cruzaba el Atlántico el 11 de septiembre de 2001 –mi avión volvió a Irlanda cuando Estados Unidos cerró su espacio aéreo– una azafata y yo intentamos ver si podíamos identificar a pasajeros sospechosos. Encontré alrededor de una docena de hombres con ojos marrones o barbas largas o que me miraban con hostilidad, que por supuesto eran totalmente inocentes. Y así nomás, en unos pocos segundos, Osama bin Laden había convertido al Robert bueno, progre, amistoso, en un racista antiárabe.
Y éste es parte del objetivo de las bombas de ayer: dividir a los musulmanes británicos de los no musulmanes británicos (ni mencionemos la palabra cristianos), para incentivar ese mismo tipo de racismo que Tony Blair dice odiar.
Pero aquí está el problema. Seguir haciendo de cuenta que los enemigos de Gran Bretaña quieren destruir “lo que queremos” es incentivar el racismo; a lo que nos enfrentamos aquí es a un ataque específico, directo y centralizado sobre Londres como resultado de una “guerra contra el terror” en la que Lord Blair de Kut al Amara nos ha metido. Justo antes de las elecciones presidenciales norteamericanas, Bin Laden preguntó: “¿Por qué no atacamos Suecia?”. Qué suerte que tiene Suecia. No hay Osama bin Laden allí. Tampoco hay Tony Blair.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Ximena Federman.