EL MUNDO › TESTIMONIOS DE LOS AFECTADOS HISPANOS QUE RESIDEN EN FORMA ILEGAL
“Aquí hasta tengo miedo de salir a la calle”
Por Yolanda Monge *
Desde Baton Rouge
Son las seis y media de la mañana y la iglesia de Sherwood, en Baton Rouge, comienza a desperezarse. Cada lugar disponible de su amplio espacio está dedicado a algunas de las miles de personas que lo han perdido todo y no tienen medios para costearse una nueva casa o un motel. Casi todas las palabras que se oyen son en español. Los acentos son diferentes; desde el mexicano al salvadoreño, pero hay uno mayoritario: el hondureño. Entre los camastros desordenados de quienes todavía se pelean con el sueño reposa contra la pared una imagen de la patrona de Honduras, Nuestra Señora de Supaya.
A esta virgen es a la primera y a la última que se dirige cada mañana y cada noche Jocelyn, una joven hondureña de 26 años que desde que el alcalde de Nueva Orleans diera la orden de evacuar la ciudad, el pasado domingo 28 de agosto, ante la llegada del Katrina, ha residido en Sherwood. Jocelyn no quiere que se sepa su apellido por miedo a ser deportada. Como casi todos los hondureños, Jocelyn no tiene papeles: “Soy una ilegal”, se define a sí misma. Sentada en su improvisada cama de mantas y almohadones trata de consolar a su hijo más pequeño, un bebé de cuatro semanas. Correteando y ajenos a la tragedia que viven sus padres están Tony y Christian. Jocelyn mira a su “virgencita” y le pide un poco más de fuerza. Cree que “Dios siempre provee”, pero también cree que en esta ocasión el golpe ha sido demasiado duro.
Esta mujer y su familia han sido arrasados dos veces por un huracán. Todo les fue arrebatado en 1998 en su Honduras natal al paso del devastador Mitch, que dejó más de 7000 muertos, y todo se ha hundido bajo el agua ahora ante el azote del mortífero Katrina. Sólo en Nueva Orleans y sus alrededores vivían unas 140.000 personas de origen o ascendencia hondureña –sobre una población total de 1.300.000–.
No es que Jocelyn y su marido Rafael tuvieran mucho. “Lo justo, la casa era alquilada”, dice ella. “Pero era lo poquito que habíamos conseguido aquí tras seis años de trabajo.” “Sólo pudimos recoger ropas para cubrir a los niños y algo de comida, metimos todo en el coche y eso es todo lo que tenemos ahora.”
Jocelyn luce unas ojeras profundas y está algo enferma. No todo fue bien durante su reciente parto y todavía arrastra algunas secuelas. Hoy no tiene fiebre, pero hay días en que le arde la frente. “No sé muy bien dónde ir”, explica. “En Nueva Orleans se ocupan de mí en el hospital para pobres, pero aquí (en Baton Rouge) tengo hasta miedo a salir a la calle.” Tiene una pesadilla recurrente y es por lo que más le pide a la virgen de Supaya. Cree que un día Inmigración los devolverá a Honduras y se quedará con sus dos hijos pequeños, que son ciudadanos de EE.UU. “Aunque no de primera clase”, apunta irónica Jocelyn. “Conozco muchos hispanos con papeles y la única diferencia es que no los pueden deportar, pero hacemos el trabajo sucio, el que no quieren hacer los gringos.”
Los latinos que un día cruzaron la frontera sur de EE.UU. con la esperanza de una vida mejor y que hoy lo único que tienen es un sueño roto son una segunda categoría de desheredados. Por delante de ellos está ese 25 por ciento de la población de Nueva Orleans que vive –o vivía, porque muchos estarán muertos– bajo el umbral de la pobreza y que no tuvo los medios ni económicos ni materiales para escapar del Katrina. Eran negros pobres y ancianos que han muerto o sobrevivido al Superdome. Jocelyn siente compasión por todos ellos, pero sabe que el gobierno de George W. Bush los atenderá. Sin embargo, teme que a ellos no les llegue ninguna ayuda, porque no tienen manera legal de reclamarla. Paradojas de la vida, el marido de Jocelyn lleva cuatro días trabajando a destajo en la construcción. Durante 18 horas, este hondureño, junto a muchos otros, levanta las casas en las que se alojarán parte de las personas encargadas de los trabajos que se están llevando a cabo en Nueva Orleans. Jocelyn tuerce la sonrisa. “¿Ve usted? –argumenta–, somos ilegales, pero estamos reconstruyendo Nueva Orleans.” “A mi marido le pagan con el dinero de la ayuda oficial para conseguir que los gringos estén bien, pero cuando esto acabe nosotros volveremos a vivir pobres y con miedo.” Los indocumentados viven en un estado de terror constante. Reducen la velocidad cuando se acerca un coche de la policía y lo dejan pasar. No denuncian robos ni violaciones. Se aíslan en su mundo con referencias hondureñas y lenguaje que entienden. “Temo que me agarren y me repatrien”, señala como si rezara un rosario.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.