EL MUNDO › OPINION
La invasión de los bárbaros
Por Susana Viau
El árbol tiene sus centurias. A su sombra se ha generado un poderoso movimiento al que bautizaron “Salvar la Encina”. Para que no muera, para que no la maten, habrá que trasladarla. La conducirán a un “centro de acogida de árboles”. Para moverla harán falta grúas y transportes. La operación se calcula en 1800 euros y los telediarios difunden con orgullo la cruzada por la supervivencia de la especie. Es auspicioso que el alma humana sea capaz, todavía, de conmoverse ante la naturaleza. Fue la semana pasada, en España, no demasiado lejos de las alambradas levantadas en Ceuta y Melilla para contener a una multitud de subsaharianos convencidos de que tras ellas hay una vida mejor.
Y, en efecto, la hay. Cada uno de esos cientos de infelices recibe al año en Africa, tan próxima y tan distante del paraíso, infinitamente menos que los 1800 euros invertidos en la titánica empresa de “salvar la encina”. Algunos de ellos habrán sobrellevado la peligrosa travesía del estrecho imaginando cuántas oportunidades debe ofrecer una tierra donde los hombres se emocionan con el destino de los árboles; otros, sin embargo, están al tanto de que sus existencias valen allí menos que la encina y en el futuro no se dibuja sino marginación, desprecio, hacinamiento en pensiones de mala muerte. Aun así, la aventura es preferible a la lenta agonía de la pobreza africana. Para esas vidas, cualquier cambio es una mejora.
Son marroquíes y saharauis. “Moros”, “morapios”, “moracos” o “paisas” que han comprendido, por fin, qué quiere decir que es imposible ponerle puertas al campo o tapar el sol con un arnero. Y han cambiado de táctica. Se han concentrado, acechan tras las alambradas, se ocultan en los matorrales, espían desde las cuevas y los pozos aguardando el momento oportuno para lanzarse en oleadas contra esos espinos custodiadas por los militares. Colgados de los alambres quedan los cadáveres de los más infortunados, acribillados a balazos, y ondean jirones de piel, zapatillas, restos de ropas miserables. Los cuerpos de los que fracasan en el intento de abordaje van tejiendo la alfombra mágica sobre la que se deslizan los demás para llegar al otro lado. Igual que en Dien Bien Phu, pero con una diferencia: esta vez es la metrópoli la que está en juego. El continente entero observa con preocupación. No es para menos. Son las puertas de Europa las que ceden y los asaltantes, desesperados, exasperados, blanden palos, piedras, cuchillos. Están dispuestos a todo. Los enemigos ya no son los ejércitos regulares o irregulares, son las muchedumbres hambrientas, las “grandes migraciones” que anunció la OTAN como hipótesis de conflicto a mediados de los ’90. Así, a los terrores islámicos se agrega una nueva pesadilla, la invasión de los bárbaros. Por una razón o por la otra nadie duerme en Ceuta y Melilla.