Lunes, 4 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Luis Bruschtein
Resulta imposible hablar de Augusto Pinochet sin hacer mención de algunas frases que describen su pensamiento original. Por ejemplo, en 1973, poco después del golpe, el tirano chileno fue el que utilizó por primera vez la siguiente metáfora: “Ayer estábamos al borde del abismo, hoy hemos dado un paso hacia delante”. Cuando definió su proyecto de Nación, en 1980, anunció que “de cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno tendrá teléfono”.
El 31 de diciembre de 1973, cuando volvió a explicar las razones del golpe contra el presidente constitucional Salvador Allende, indicó que “la democracia, que siempre hemos respetado, será custodiada por las instituciones armadas, para impedir que pueda ser violada”. Dijo esto cuando la democracia ya no existía y solamente quedaba lo de “custodiada por los militares” y “ser violada”. En una entrevista, que fue publicada en 1999, le preguntaron por qué siempre usaba anteojos negros y el hombre respondió: “La mentira se descubre por los ojos y yo muchas veces mentía”.
Con las frases de este personaje patético que aparece como la contracara ética del presidente Salvador Allende en el espejo donde los chilenos se proyectan al mundo, podría escribirse un libro y sería para reírse si no fuera por el trasfondo sórdido. Cuando este hombre, al que no se le reconoce rasgo de grandeza, decía que mentía, era verdad.
Había conocido a Allende en 1948 cuando, como autoridad militar, le negó al dirigente socialista el permiso para visitar a presos comunistas en Iquique. Pensó que Allende lo odiaba desde aquel entonces y por eso se asustó cuando ganó las elecciones presidenciales del 4 de septiembre de 1970. Y no pudo entender la razón de que no lo pasara a retiro. “Yo creo que me confundió con otro general que se llamaba Manuel Pinochet”, explica en su autobiografía. “Por supuesto –agrega– me aproveché de esa confusión y nunca la aclaré porque entendí que había que aprovechar en su contra a la herramienta principal de los marxistas, el engaño”.
Mintió tan bien que ni sus colegas estaban seguros de que se sumaría al golpe que encabezó en un primer momento el general Gustavo Leigh. Del ’70 al ’73 había sido el militar servicial y eficiente por excelencia, al punto que cuando el general profesionalista Carlos Prats debió ser relevado en el comando del Ejército, fue el mismo Allende quien lo eligió para reemplazarlo. Al mes siguiente lo traicionaba y al poco tiempo traicionaba a Leigh y se convertía en “el único militar en todo el mundo que había derrotado a un régimen marxista”. El hombre se ponía los moños con ese título y se convertía en símbolo sexual de la derecha y la ultraderecha planetaria. Por la formación prusiana de los militares chilenos, amaba el pasado alemán pero odiaba su presente democrático y reunía su lista de insultos especiales cuando se refería a ellos: “Hoy tenemos un ejército alemán de marihuaneros, drogadictos, melenudos, homosexuales y sindicalistas”.
“Ladino, cazurro, simplista y de increíble astucia y frialdad, con su cuota de pragmatismo, sabía hablar al oído de una cantidad no despreciable de chilenos”, dice Joaquín Fermandois, de la Universidad Católica de Chile. Para desgracia de los chilenos, ni siquiera se trató de un personaje con grandeza, como suele suceder por lo general con los dictadores militares que esconden su pobreza moral detrás del engolamiento y el uniforme. Sin embargo, para muchos chilenos, Pinochet era “el Tata”, una especie de abuelo autoritario y al mismo tiempo bondadoso. Pero era una imagen sostenida en gran medida por el fuerte control de los medios durante la dictadura. Ya en los últimos tiempos, esa figura del “Tata” había desaparecido detrás de las numerosas acusaciones sobre enriquecimiento ilícito.
En su autobiografía, Pinochet insiste en mostrarse como un luchador contra el marxismo leninismo chileno desde su más tierna edad. Pero en la biografía que escribió el historiador Gonzalo Vial se subraya que es poco lo que se conoce del general antes del golpe de 1973. Son pequeñas anécdotas triviales y burocráticas de un militar sin mucha intervención en la política. Lo describe como a un hombre al que le gustaba mandar, pero que también aceptaba, con eficiencia y sumisión, el lugar de segundo. Un hombre que no buscó el poder, pero que se lanzó sobre él cuando lo tuvo a tiro.
Para mostrarlo más despreciable, también están las grabaciones del día del golpe, el 11 de septiembre de 1973, cuando por radio aconsejó a sus colegas generales que deberían ofrecerle a Allende, quien se había atrincherado en el palacio de gobierno, un avión para permitir su salida del país, para arrojarlo al vacío durante el viaje. “La opinión mía –dice el textual grabado– es que estos caballeros se toman y se mandan por avión a cualquier parte, e incluso por el camino los van tirando abajo.”
Pero el colmo de su histrionismo fue la exhibición que realizó cuando fue detenido en Gran Bretaña por una orden de captura del juez español Baltasar Garzón. Hizo la actuación del viejo baboso con descontrol de esfínteres para lograr que los ingleses lo mandaran de vuelta a Chile. Y lo logró. Pero cuando pisó tierra de su país, dejó la silla de ruedas y recibió a pie y caminando erguido el saludo de los militares chilenos que lo estaban esperando para homenajearlo.
En 2005 le preguntaron si él, como presidente de la República, era jefe directo de la DINA, la policía secreta del régimen. “No me acuerdo, pero no es cierto –respondió–, no es cierto y si fuera cierto, no me acuerdo.” Pero hay otra frase donde no mintió y revela la candidez elemental de su brutalidad. Fue cuando le preguntaron por los desaparecidos durante su dictadura y él, entonces comparó la cifra con los 14 millones de habitantes que tiene Chile: “Dos mil no es nada”.
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