Se siente apenado pero en absoluto responsable de lo ocurrido. De hecho, las 32 vida segadas a balazos en la Universidad Politécnica de Virginia el pasado lunes no hacen sino reforzar su creencia: que todo el mundo debería de estar armado.

“Si no hubiera estado prohibido portar armas en el campus, esto no hubiera ocurrido. Quizás hubieran muerto una o dos personas, pero antes de que cayera la tercera, el asesino habría sido abatido por alguien con un arma.” Despejada la incógnita sobre la identidad del mayor asesino en masa en un tiroteo en la historia académica de Estados Unidos, los interrogantes se pusieron sobre quién había vendido las mortíferas armas.

Siguiendo este razonamiento, puede que John Markell fuera ayer el hombre más buscado de la zona. Y no tuvo ningún problema en ser encontrado. Todo lo contrario. Ufano, Markell posó para las cámaras. A las puertas de su negocio –impidió cualquier filmación dentro del establecimiento, entre otras cosas porque comparte local con un prestamista de dinero a quien los clientes se le escapaban por minutos ante la incómoda y acusadora presencia de las cámaras–, Markell declaraba: “No matan las armas, sino las personas”.

El propietario de Roanoke Firearms, a unos 50 kilómetros del campus, supo el lunes que su negocio había vendido la Glock 19 y la Walter P22 a Cho Seung-Hui. “Fue una venta corriente a un muchacho corriente”, dice Markell. Cho presentó su carné de conducir, una chequera que verificaba su identidad y su dirección y su tarjeta de residencia en EE.UU. Una llamada al ordenador de la policía estatal es el último paso para asegurarse de que no tenía un expediente criminal ni psicológico. Cho no los tenía, ambos estaban limpios. Cho pagó el 13 de marzo 571 dólares por la Glock, 50 balas de munición 9 milímetros (conocidas como full metal jacket, porque no se expanden al entrar en contacto con el cuerpo y son las ideales para disparar sobre un objetivo concreto).