Lunes, 3 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
Más allá de las grandes líneas de acción y de los anuncios que formuló el sábado la Presidenta, sería esperable que el debut formal de la actividad parlamentaria lo sea también de un Congreso de la Nación que se convierta auténticamente en eso, en lugar de seguir vegetando como mero decorado de la gestión gubernamental.
Por su cuenta, y si fuera necesario a través de acuerdos con sectores afines, el oficialismo dispone ahora de mayoría propia en ambas Cámaras; de modo que se incrementa el riesgo de interpretar al Parlamento cual escribanía obligatoria. Porque una cosa es esquivar que el Congreso sea una instancia de paralización ejecutiva, donde el estado asambleario permanente puede transformarlo en una máquina de impedir conductora de crisis políticas e institucionales, puntuales o continuas, al estilo italiano. Y otra cosa bien distinta es que, según viene sucediendo, la actividad parlamentaria no cuente siquiera como un ámbito de debate intenso, esclarecedor, participativo. Hay atenuantes coyunturales para el caso argentino. La salida de 2001/2002 exigía, entre otras urgencias y al margen de valoraciones ideológicas, un Poder Ejecutivo muy firme; de enorme “presencia”; con una capacidad de liderazgo reforzada –y hasta sobreactuada– para reconquistar dosis elementales de confianza popular. A nadie le interesó demasiado que en esa situación el Congreso jugase un papel irrelevante, cuando además arrastraba años de pésima imagen pública; y de hecho, ante la pasividad opositora y social, el kirchnerismo gobernó con un show de decretos de necesidad y urgencia que, durante la rata, fue uno de los principales motivos de crítica furibunda.
Resulta hoy que, respecto de esos cuadros de excepcionalidad normal, algunos aspectos cambiaron para mejor. Aunque el país permanece con injusticia profunda en la distribución de su riqueza, no se puede negar que hay (dicho, si se quiere, muy generalizadamente) un escenario estable en lo político, lo económico y lo institucional. Lo único que enturbia es la danza de la inflación y la amenaza recurrente de una crisis energética, pero tampoco se ve de qué manera son o podrían ser peligros que afectasen, en forma grave, la solidez del conjunto. Todo eso que se denomina “variables macroeconómicas” está tranquilo. La poca oposición que hay no pasa de lo declamatorio. Las negociaciones salariales marchan encarriladas. Y las altisonancias que conmueven esa “calma”, a veces cada tanto y a veces a cada rato, reflejan realidades y disconformidades sociales de, también, dudosa repercusión política por mucho que la prensa los espeje o amplifique: delitos, droga, reclamos sectoriales, quejas vecinales... Tendría que ser un buen momento para fugar hacia delante, aprovechando esa base de tranquilidad orgánica y disparando ideas de políticas de Estado a mediano y largo plazo (hubo de eso en el discurso presidencial). Y el Congreso tendría que ser una de las referencias para intentarlo. El Gobierno podría usarlo como piloto de prueba para avanzar en provocaciones ideológicas ricas, en proyectos estructurales, en confrontación superadora de las chicanas politiqueras, pero, ¿le interesa?
La forma de medir la inflación, tanto como que las discusiones paritarias deberían incluir el modelo productivo del país y la forma de equilibrar trabajo y capital, son temas que en la lid pública quedan reducidos a la chusma sobre si Moreno y Lousteau se tomaron a los insultos o a las trompadas; y a la muñeca de los K con los gordos de la CGT para garantizar la calma social. Si los desbordes de ríos en las geografías de la pobreza son ya una crónica calcada de todas las anteriores, o si Buenos Aires y el conurbano vuelven a inundarse cuando caen más de dos gotas, no aparece de qué forma se usan los recursos y la inteligencia, como no sea el ventajismo político de circunstancia. Si la política impositiva prosigue inmóvil, beneficiando a grupos reducidos de la población, el debate se reduce a suplementos periodísticos y cenáculos académicos o especializados. No hay nada, casi en una palabra, que (se) salga de los estrechos límites que traza el Gobierno.
El jueves pasado, para más ejemplos, se aprobó la ley que reordena el sistema ferroviario. Se crearon dos nuevas sociedades del Estado, dándole a éste –al menos en el énfasis– un papel activo que fue desquiciado en la ola de desmantelamiento y privatización de los ‘90. Debió ser una discusión que involucrara a la mayor cantidad posible de actores sociales, porque el tema atraviesa como pocos las necesidades e intereses mayoritarios. Hablar del tren es hacerlo de la organización geográfica y productiva del país; de la integración poblacional; del costo del transporte en general; de millones de habitantes que lo usan a diario (en condiciones renovadamente lamentables); de una fuente intensiva de creación de puestos de trabajo; de la reducción de problemas ambientales. Pero lo cierto es que, fueren cuales sean los aspectos positivos y negativos del instrumento sancionado, el proyecto quedó encerrado en el Congreso y, al primer atisbo de polémica, el kirchnerismo alineó a la tropa y sanseacabó toda posibilidad de cotejar ideas. Ya había ocurrido lo mismo con los anuncios marketineros del tren bala, que revelan como mínimo una sintomática pereza para redotar al ferrocarril de su rol de articulador social. Como bien advirtió el escritor Mempo Giardinelli en su reciente y notable “Carta abierta” a la Presidenta, publicada por este diario, sólo una elite podrá pagar las tarifas de ese lujo tecnológico; o, peor aún, los costos se verían reducidos por medio de subsidios, con lo cual todos los argentinos terminarán pagando los viajes de una pequeña clase privilegiada, mientras las provincias más pobres continuarán asistiendo al festín con la ñata contra el vidrio y los ciudadanos de a pie viajando como ganado (la respuesta que la jefa de Estado dedicó al tema, en su discurso, fue paupérrima). Grandes anuncios, grandes ganadores y debate en cero, excepto por aisladas voces de alerta que en casi ningún caso provienen de la clase dirigente ni desde su decorativo Parlamento.
Ese es el Congreso nacional al que con una pieza oratoria extraordinaria se dirigió la Presidenta, quien a su turno como legisladora supo tener un rol muy destacado en la confrontación de ideas. A poco de andar se verá si gusta retomar la costumbre o si la archivó altri tempi. Hasta ahora, parece lo segundo.
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