Domingo, 3 de agosto de 2008 | Hoy
EL PAíS › LAS CONFERENCIAS DE PRENSA PRESIDENCIALES EN EE.UU.
Los medios se construyen como un lugar que la política acepta o no. En Washington, son “la gente”, con todo lo que eso implica. En Latinoamérica esa intermediación es más controvertida y también más resistida. Las diferencias.
Por Ernesto Semán
A la trigésima vez que un periodista le preguntó la razón por la que Estados Unidos seguía en Vietnam, Lyndon B. Johnson perdió la paciencia. Arthur Goldberg, su embajador en Naciones Unidas, cuenta que el presidente se desabrochó el pantalón, “sacó su considerable miembro y, sacudiéndolo, le dijo: ‘¡Esta es razón! ¡¡Esta!!’.”
Eso sucedió durante una conversación informal con un grupo de reporteros. Johnson perdía la paciencia seguido (y de todos modos también recurría al argumento fálico en plena calma), pero nunca en una conferencia de prensa. Los jefes de prensa de Kennedy, Reagan y Clinton calcularon que solían predecir más del 90 por ciento de las preguntas: ese solo cálculo convierte las conferencias de prensa presidenciales en uno de los eventos más fáciles de controlar y, por ende, uno de los menos importantes a la hora de evaluar la calidad de la democracia. Sólo una obstinada resistencia a organizar estos encuentros puede terminar por darles un espacio significativo, poniendo en duda el pilar de la legitimidad política: la capacidad argumentativa de sus dirigentes.
Tal cual se practican en buena parte de Occidente, las conferencias de prensa presidenciales son una creación norteamericana de principios del siglo XX, en momentos en que el desarrollo incipiente de la prensa de masas se entrelazaba con la emergencia de la democracia moderna. En un país plagado de metáforas conciliadoras, la leyenda más cándida dice que en 1906 Theodore Roosevelt vio a un grupo de periodistas en los jardines de la Casa Blanca mojándose bajo una lluvia torrencial y los invitó a un salón anexo a su oficina, poniendo en marcha un ritual que duraría el resto de su mandato. Y fue Woodrow Wilson quien oficialmente inauguró, el 15 de marzo de 1913, las conferencias de prensa como parte de la actividad del presidente.
Desde entonces hasta estos días, las conferencias de prensa presidenciales se han convertido en una institución y, como tal, sufren la fatiga de los elementos propia de un avión que lleva demasiado tiempo en el aire. Todos los presidentes tienen la obligación implícita de ofrecer conferencias de prensa: Franklin D. Roosevelt dio dos semanales a lo largo de sus doce años de gobierno, Jimmy Carter fue uno de los que mejor las manejaban: basta ver la soltura de su cuerpo frente al púlpito acompañando la consistencia de sus argumentos. Hasta Richard Nixon mantuvo una buena performance en sus encuentros rutinarios, al menos hasta que el Watergate lo enfrentó a los medios definitivamente (en uno de sus últimos encuentros, cuando le preguntaron por qué odiaba a los periodistas, Nixon respondió: “No entiendo por qué uno habría de odiar a gente a la que ni siquiera respeta”). Los periodistas, por su parte, tienen su propio espacio en la Casa Blanca (The White House Press Corps) y sus lugares en las conferencias de prensa y en las giras presidenciales siguen una combinación de importancia de los medios, antigüedad de los corresponsales y algún esfuerzo por incluir a los millares de medios que pululan alrededor del presidente.
¿Por qué a un presidente de Estados Unidos le resulta casi obligatorio someterse a ese ritual? ¿Y por qué esa misma obligación termina por expandirse a buena parte de los presidentes del mundo? Helen Thomas, la decana de los periodistas acreditados en la Casa Blanca, que llegó allí durante la presidencia de Kennedy, dice en uno de sus libros que muchos la critican “porque hago preguntas como si fuera un ama de casa de Des Moines” (lo más parecido a la versión norteamericana de Doña Rosa). “Y tienen razón –dice Thomas–, porque eso es lo que la nación quiere saber, y ésa es la mejor forma que tenemos de contribuir al bien común.”
Esa asociación aparentemente natural entre los medios de comunicación y la opinión pública es la que se ha impuesto como un sentido común generalizado, en Estados Unidos y en el mundo, apoyados en los argumentos de la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana. Más recientemente, los casos del Watergate o de los Papeles del Pentágono alimentaron aún más la idea de que la prensa es un elemento central de control sobre el poder político. Sólo en los últimos años, con la mayor presencia de los medios de comunicación como actores económicos y el despliegue de los medios electrónicos, empezaron a tener más espacio aquellos que cuestionan esa idea (Owen Fiss entre muchos), y colocan a los medios de comunicación como un espacio opaco y complejo interpuesto entre el poder político y la sociedad civil.
El New York Times es un caso interesante de esa opacidad, porque su lugar no es el de un conspirador contra la política, sino el de un medio de comunicación estelar, que refleja aun mejor las enormes complejidades de ese espacio. El diario reconoció en el 2006 su responsabilidad en propagar información falsa y una cobertura tendenciosa, apoyada en fuentes interesadas que le dieron legitimidad a la invasión norteamericana a Irak, aunque lo hizo suficientemente tarde como para que ese descubrimiento sea inocuo. En el 2002, la sección editorial celebró el intento de golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, repitiendo casi textualmente las declaraciones del Departamento de Estado, para tener que retractarse unos días después. Lejos en el tiempo pero familiar para la Argentina, la cobertura que el corresponsal del Times Arnaldo Cortesi hizo de la emergencia del peronismo fue una verdadera copia de los argumentos de la política exterior norteamericana para la región. La independencia que el Times guardaba celosamente respecto de Perón se descuidaba frente al propio gobierno, alineando su cobertura con la estrategia de su embajada y recortando el uso de fuentes a aquellas que reafirmaran sus argumentos, todo mientras el corresponsal negociaba con el embajador sobre el cual escribía un trámite excepcional para acceder a la ciudadanía norteamericana. En 1946, el diario recibió un Pulitzer por aquella cobertura.
Durante los ’90, Estados Unidos y Gran Bretaña se convirtieron en ejemplos de una forma específica de relacionarse con el robusto poder de los medios de comunicación: extensas y fluidas relaciones con propietarios de medios cada vez más concentrados, concesiones de políticas públicas y regulatorias a esos grupos, estrategias para mantener la iniciativa en la producción de noticias con los periodistas (desarrolladas por los llamados spin doctors), ambas armas acompañadas por líderes políticos con una gran capacidad para hacer de la retórica una base de construcción política. Las conferencias de prensa de los presidentes perdieron su relevancia de antaño al tiempo que el peso del periodismo se hacía mayor.
En América latina hubo cambios paralelos. Philip Kitzberger, que estudia la relación entre los gobiernos de América latina y la prensa, señala “la identificación (de los medios) con el ciudadano y con un ‘interés general’, la de-safección partidista, la decreciente deferencia ante la ‘clase política’, el rol vigilante, la personalización o la reducción de las categorías políticas a las reglas de la moral privada” como rasgos centrales de los medios, narrativa cuyos “efectos sobre la salud del sistema político y la gobernabilidad son controvertidos”.
Sobre esa base, y a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, Tabaré Vázquez, Rafael Correa, Hugo Chávez, Evo Morales y Lula buscaron todos, de formas distintas, construir una relación entre poder político y sociedad civil eludiendo a los medios de comunicación establecidos. Si Chávez y Morales han sido más enérgicos en desarrollar medios de comunicación estatales y comunitarios, Correa parece encaminado en esa misma dirección. En la Argentina, las chances (y deseos) iniciales que el Gobierno tuvo de introducir cambios de fondo en la relación con los medios no se materializaron. Hasta ayer, la ausencia de conferencias de prensa quedaba como un icono de esos avances tempranos, un símbolo tan expresivo de sus intenciones como de sus serias limitaciones.
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