Viernes, 19 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
En un nuevo aniversario de las protestas del 19 y 20 de diciembre de 2001, la autora analiza cómo se fueron gestando el estallido social y la deslegitimación del sistema de representación. En su perspectiva, el sentido de aquellas revueltas pervive en diversos movimientos sociales, sin ser asumido por la clase política y las autoridades.
Por Norma Giarracca *
El 19 y 20 de diciembre de 2001 en Buenos Aires finalizaba un ciclo de protestas que se había iniciado a comienzos de los ’90 en regiones alejadas de la gran ciudad. Esas protestas, primero silenciosas, locales, sin voces que repercutieran en el espacio público nacional, se hicieron visibles y llegaron lentamente al corazón del poder político con los cortes de las rutas de Neuquén en 1996. Recordemos que 1997 fue el año de la Carpa Blanca, la lucha por la educación pública que se transformó en un hito por donde pasaban todas las protestas del interior. Las demandas eran, básicamente, por derechos que el neoliberalismo con sello “menemista” restó a una población que, a pesar de haber pasado la ominosa dictadura, se resistía a perderlos. El derecho al trabajo, la educación pública, la salud; derechos a mantener pequeños patrimonios, ciertos niveles salariales, jubilaciones dignas se perdían con cada anuncio de “ajuste estructural”. Hubo un promedio de dos mil protestas por año en la década que va de 1992 a 2001 y en los años electorales esa cifra aumentaba. El 93 por ciento de las protestas del período no tuvieron ninguna respuesta estatal o privada; el gobierno de Menem simplemente las ignoraba.
El gobierno de la Alianza asumió con una fuerte carga de esperanzas en sus espaldas que le habían depositado los sectores medios ilusionados con un cambio de rumbo; tal vez no se sabía bien qué transformar, pero se esperaban cambios. Las benditas encuestas señalaban que no se quería salir de la Convertibilidad y tal vez eso tenía algún correlato de realidad en los sectores medios. La operación del gobierno de Menem al comienzo de su mandato, “esto o el caos”, había calado hondo y el miedo a la inflación estaba siempre presente. Pero se aspiraba a un gobierno diferente, se escucharon con atención los discursos de algunos nuevos dirigentes, como Chacho Alvarez, Graciela Fernández Meijide, la propia Elisa Carrió como figura nueva del radicalismo.
La Alianza había surgido al calor de la protesta de los ‘90, había anunciado su constitución en la Carpa Blanca; en los momentos de conformación parecía entender los sentidos de los reclamos y hasta me atrevería a decir que en la ciudad de Buenos Aires fue su resultado institucional. Por eso, su actuación provocó una gran decepción e indignación. La corrupción y la represión (tragedia repetida del radicalismo en la mayoría de sus gobiernos) caracterizaron los dos años “aliancistas”. A los pocos días de asumir se produce un hecho represivo en Corrientes, con los dos primeros de los casi 40 muertos que ese gobierno tiene en su corto mandato. Muchos de ellos en las semanas de diciembre, pero llegan hasta febrero (con la seguidilla de presidentes provisionales) y muestran el último coletazo el 26 de junio con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán bajo el gobierno de Eduardo Duhalde. Varios murieron en la Plaza de Mayo ese fatídico jueves 20 de diciembre sin que la Casa Rosada o el Congreso se dieran cuenta del costo que significaba que un gobierno democráticamente elegido masacrara a su población. Sólo las Madres de Plaza de Mayo fueron a poner sus cuerpos frente a la represión mientras aparecía una intervención judicial que lamentablemente terminó nuevamente sin poner coto a esta vieja costumbre de matar del Estado argentino. Muchas muertes fueron de niños de 13, 14, 15 años en los saqueos desesperados de una población que no podía vislumbrar su futuro inmediato. Fueron asesinadas algunas niñas que salían con sus madres; que buscaban a sus familiares o que observaban la represión en los barrios humildes, como Romina Iturian en Paraná que tenía tan sólo 15 años.
Las rebeliones del 19 y 20, aún hoy, siete años después, son miradas de muy diversos modos. Muchos políticos involucrados en la Alianza, otros tantos analistas, intelectuales y periodistas las interpretan como un golpe palaciego con fuerte involucramiento del PJ. Para ellos, todo sucedió en las instituciones y los miles de argentinos que salieron a las calles fueron más o menos engañados por la astucia del partido del viejo caudillo. Para quienes miramos el país “desde abajo”, Buenos Aires estalló después de las miles de rebeliones de la última década del siglo y, por su carácter nacional, marcó un antes y un después en la relación del Estado con los ciudadanos. El “19 y 20” marcó un momento final de gran hartazgo de la sociedad con sus dirigentes. Se produce una fuerte deslegitimación que produjo una herida en el sistema de representación, que no está suturada. Los pasos del actual gobierno en esa dirección son poco convincentes para gran parte de la población. A mi juicio, se retomó el sistema de representación política sin revisar seriamente los últimos diez años. Sin voluntad de analizar, por ejemplo, por qué sube la abstención electoral en todas las votaciones, incluidas las últimas presidenciales. Los engaños de los gobernadores para llegar a sus puestos son mostrados por muchos documentales que recorren el mundo y nos llenan de vergüenza mientras ellos siguen allí. El sentido de las rebeliones del 19 y 20 está presente, desparramado por las asambleas del “No a la minería a cielo abierto”, por los movimientos territoriales rurales y urbanos, por los grupos que piden una constituyente social, etc.; se encuentra en muchos espacios que son verdaderos campos de experimentación política mientras el discurso oficial sigue apostando a la vieja y deslegitimada política partidaria.
* Socióloga (UBA); coautora de Tiempos de Rebelión. “Que se vayan todos”. Calles y plazas en la Argentina de 2001-2002, publicado por Antropofagia.
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