Viernes, 19 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Juan Gabriel Tokatlian *
En los últimos tiempos han surgido varias voces que resaltan las virtudes del populismo. En Argentina en particular y en Latinoamérica en general, intelectuales, académicos, comunicadores y observadores han procurado identificar sus aportes históricos y actuales, al tiempo que han intentado responder a los cuestionamientos que, desde diversas perspectivas conceptuales y políticas, se han hecho sobre este tema. Admitiendo la polisemia que caracteriza al hecho populista, las miradas que enfatizan algunas de sus bondades contribuyen a otorgarle más densidad al debate contemporáneo. Los enfoques más críticos de este fenómeno se han centrado especialmente en el marco de lo que han denominado “buena” (correcta) y la “mala” (incorrecta) izquierda; los que cuestionan ese punto de vista subrayan la necesidad de ampliar y sofisticar el análisis respecto del populismo. Buena parte de los que recuperan y remarcan ciertas cualidades del populismo provienen del progresismo.
Sin embargo, no todas las aproximaciones benignas sobre el populismo proceden de las corrientes más próximas a la izquierda, sea ésta nacionalista o internacionalista. Llamativamente, ha pasado desa-percibido el hecho de que en algunos círculos del sector de inteligencia en Estados Unidos se insinúa una comprensión matizada del régimen populista. Es verdad que en una recordada audiencia de marzo de 2004 ante el Congreso estadounidenses, el general James T. Hill, entonces al frente del Comando Sur, señaló que el “populismo radical” se estaba convirtiendo en una amenaza de seguridad para su país. Esta idea fue ambigua y ocasionalmente retomada por el Departamento de Estado durante la gestión de Condoleezza Rice sin constituir una piedra angular definitiva de la política exterior de Washington.
Sin embargo, el National Intelligence Council (NIC), un centro de análisis estratégico para la comunidad de seguridad estadounidense, creado en 1979, ha defendido en informes recientes una visión menos negativa y más condescendiente del populismo. En efecto, en su muy difundido informe de noviembre de 2008 –Global Trends 2025: A Transformed World– indica, sin lenguaje agresivo o tono alarmante que en América latina se están produciendo reacomodos étnicos y que los grupos indígenas movilizados en la región andina y Centroamérica, están “empujando a los gobiernos hacia el populismo”.
En su documento previo de diciembre de 2004 –Mapping the Global Future–, el NIC sostenía que en algunos países latinoamericanos “el fracaso de la élites de adaptarse” a las transformaciones del mercado y en la democracia podrían conducir a un “renacer del populismo”. No obstante, “tal como la religión, el populismo no será necesariamente hostil al desarrollo político y puede servir para expandir la participación en el proceso político”. En breve, el populismo podría ser un modo de acción e inclusión en momentos de fuertes cambios sociales, económicos, políticos e internacionales.
Esta visión menos condenatoria del populismo es interesante y necesita comprenderse mejor. Quizás una explicación plausible provenga de la evaluación histórica del papel de la cuestión populista en la política externa de Washington. Si el leitmotiv que guío la estrategia global de Estados Unidos durante la Guerra Fría contra la Unión Soviética y el comunismo, y que contó con un fuerte respaldo interno, fue: “Mejor muerto que rojo” (“Better dead tan red”), el principio tácito que orientó su política hacia Latinoamérica fue: “Mejor populista que comunista”. Con sus avatares y contradicciones, los populismos lograban, al menos al inicio de sus experiencias políticas, frenar el comunismo, arrebatarle bases de apoyo a los partidos comunistas locales y propiciar reformas necesarias que contenían los reclamos revolucionarios. Con el tiempo también fue evidente que los liderazgos populistas no le ofrecían plenas certezas a Estados Unidos y, en algunos casos, impulsaban cambios que afectan ciertos intereses económicos o políticos claves para Washington. El reconocimiento y la convivencia con el populismo resultaba más difícil: gradualmente se impulsaba su sustitución por vías golpistas y a través de proyectos reaccionarios.
Con el correr de los años, las opciones de Estados Unidos ante el populismo se fueron reduciendo: no sólo le ha resultado complicado ubicar al “populista amigo”, sino que los instrumentos coercitivos del pasado –golpe de Estado, cercamiento diplomático, conflicto de baja intensidad, entre otros–, también resultan menos disponibles por diversos motivos externos e internos. Hoy es notoria en el continente la falta de legitimación para acciones de fuerza contra gobiernos electos, cualquiera sea su signo ideológico.
En conclusión, una paradoja y un interrogante. Respecto de lo primero, no sólo algunos especialistas y analistas identificados con algunas de las variantes del progresismo justifican y no desaprueban el neopopulismo que se extiende en la región: ciertos ámbitos oficiales en Estados Unidos lo entienden y no lo condenan. En cuanto a lo segundo, no está claro cómo reaccionarán las sociedades latinoamericanas ante la nueva ola populista que, como la anterior, no alcanza a superar los problemas centrales (sociales, políticos, culturales, económicos e institucionales) de los países ni cómo procederá la administración de Barack Obama ante un populismo que intenta, por medios democráticos, perpetuarse en diferentes naciones.
En todo caso, el fenómeno populista demanda un análisis ponderado, tanto en términos conceptuales como políticos. Se trata de entender si es una forma de hacer política capaz de alentar la profundización de la democracia en el ámbito interno y la afirmación de la autonomía en el ámbito internacional.
* Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés y miembro del Club Político Argentino.
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