Martes, 13 de enero de 2009 | Hoy
EL PAíS › DOS REFLEXIONES SOBRE LOS DESAFIOS POLITICOS DERIVADOS DE LA DEBACLE FINANCIERA GLOBAL
El rol del Estado, los mercados y los movimientos sociales ante la crisis del capitalismo. Las oportunidades para generar espacios políticos alternativos y nuevas formas de instituciones gubernamentales.
Por Diego Sztulwark *
Se habla de crisis global. Las elites neoliberales, como en un “fin de cura” analítica, pueden por fin decir lo que permanecía evidente pero sin poder enunciarse: el mercado libre es un imposible en el tiempo; lo que existe es un mundo en el cual el mercado tiende a convertirse en segunda naturaleza siempre apuntalado por instituciones que, ahora, se colocarán en el centro de la escena: Estados, reguladores internacionales y diversas tentativas de legalidad global.
¿Es posible que tanta sinceridad confirme las certezas ideológicas de las izquierdas antiimperialistas? Asistimos a una fiesta paradójica, en la cual la música y los movimientos de los bailarines no se coordinan: la crisis global es reveladora de la pérdida de influencia relativa de los EE.UU. y de su pretensión de sostenerse como potencia única. Surgen, con toda claridad, nuevas estrategias de desarrollo regionales que, de un modo u otro, forman parte del gobierno de los intercambios sociales. ¿Es posible (y conveniente) desconocer la dinámica fluida y conflictiva que se desarrolla en este plano? ¿No son las aún tímidas estrategias de integración regional del Cono Sur una muestra de hasta qué punto existe un nuevo espacio para estas iniciativas? ¿No deberíamos más bien discutir la naturaleza neodesarrollista con que se intentan caracterizar estas nuevas formas de gobernabilidad?
Las imágenes simplificadas de la crisis sólo sirven para legitimar poderes, y no para abrir espacios políticos. Es lo que ocurre cuando se contrapone, sin más, integración nacional frente a mercado global, evitando pensar la naturaleza de las nuevas formas de regulación global, y las jerarquías y las relaciones de explotación que se preservan en el propio espacio nacional. Las retóricas antiimperialistas corren el riesgo de perder su antigua eficacia antagonista y quedar disponibles para los intentos nacional-desarrollistas de codificar las innovaciones que introdujeron los movimientos sociales de América del Sur durante la última década (destitución de la institucionalidad y la legitimidad neoliberal, eliminación de agendas represivas, etc.).
Tal contraposición, además, impide comprender las conexiones aparentemente indirectas entre las hipótesis bélicas que se elaboran en los EE.UU. como modo predominante de gestionar el orden global, con las fronteras de “peligrosidad” (gobierno del miedo) que se desarrollan en los países latinoamericanos como modo de administrar población (muy particularmente a los jóvenes y trabajadores migrantes).
La idea de nación vuelve a estar en disputa. Y su contenido positivo puede ser retomado si se lo abre sobre el continente (y el resto del tercer mundo) y se lo renueva en base a la innovación social que portan los nuevos/viejos protagonismos populares. De otro modo, ¿quiénes se encuentran hoy en mejores condiciones para capitalizar los símbolos de la nación, así como para explotar sus exiguos restos, sino los partidarios de la globalización capitalista (véase el reciente cambio del logo de Repsol–YPF, a YPF, sobre fondo de la bandera argentina)? La nación es uno de los territorios simbólicos viables para la recomposición de un capitalismo que (siempre global) se encuentra en busca de reinventar su poder de mando total sobre la crisis.
El conflicto ocurrido entre las patronales agrarias y el gobierno argentino mostró hasta qué punto las retóricas que buscan retomar viejos imaginarios de integración social deben lidiar con problemas que requieren nuevos enfoques, capaces de comprender dinámicas políticas inéditas. La derrota del Gobierno en esa pulseada es incomprensible sin atender a que más allá de la existencia de una derecha liberal-oligárquica que puso palabras y símbolos a las movilizaciones del “campo”, fue una parte del propio peronismo (es decir, lo más próximo que tenemos a un movimiento nacional y que, en tanto tal, fue el principal sostén del neoliberalismo durante más de una década, sin llegar a revertirlo plenamente jamás) el que decidió en buena medida la suerte del conflicto.
La crisis (civilizatoria) del capital anticipa su tentativa de reorganizar una institucionalidad política y, por ende, los instrumentos de la dominación social (el mundo de las regulaciones por venir). Se habla ya de posneoliberalismo. ¿Seremos capaces de afrontar estos nuevos escenarios críticamente, a partir de una renovada polaridad entre protagonismos colectivos e instituciones restauradas/reformadas del capital? En nuestro país la discusión es compleja porque la identificación de la intervención del Estado con la democracia y la distribución social ha servido en ocasiones para dar lugar a políticas de contenido progresista (distribucionista). Sin embargo, las retóricas con que hoy se invocan esas políticas se conforman demasiado a menudo con una evocación de un pasado al que habría que retornar. Esta subestimación de las nuevas lógicas productivas y de las subjetividades sociales y políticas contemporáneas abre un espacio para comprensiones reaccionarias (y expropiadoras) de ese pasado y de esas categorías, tan adecuadas a una recolocación de la mediación estatal según las exigencias de la acumulación capitalista como negadoras del potencial implícito del presente. Las dinámicas sociales destituyentes que tiraron de la alfombra neoliberal (2000-2002), cada vez más estigmatizadas como “antipolíticas”, siguen siendo un interlocutor indispensable de una política auténticamente posneoliberal.
* Miembro del Colectivo Situaciones.
Por Walter Mignolo *
La caída de la “Calle Wall” (Wall Street) reproduce, casi veinte años después, la caída del “Muro de Berlín” (Berlin Wall, en inglés). En realidad, el paralelo no debe sorprender. Ambos, el “capitalismo real” y el “socialismo real”, son hijos mellizos herederos de la Ilustración y de la secularización en la historia de Occidente. Inicialmente nacieron el Estado-nación secular y el capitalismo industrial (precedido el primero por el Estado monárquico-teológico y el segundo por el capitalismo monopolista controlado por España) y librecambista (abierto y controlado por Inglaterra). El socialismo (con Saint-Simon y luego con Marx) nació después. Las caídas invirtieron la cronología. Primero se derrumbó el “socialismo real” y luego el “capitalismo real”. Ambos quedaron maltrechos. De modo que alimentar hoy las esperanzas de que el espíritu del socialismo puede resurgir de los escombros del capitalismo real es tan ficticio como pensar que el espíritu del capitalismo puede resurgir después de su propio suicidio.
No obstante, “¿cómo salvar el capitalismo?” es una pregunta que genera recetas de todo tipo. Pues en este escenario hay dos cuestiones paralelas y complementarias para considerar en vista de los derroteros de los futuros globales. Propongo dos asuntos para contribuir a pensar esos futuros:
(a) El primero es la naturalidad con que académicos y periodistas se abocaron a pensar cómo salvar el capitalismo. A nadie –que yo sepa– se le ocurrió pensar que la cuestión no es salvar al capitalismo, sino a la humanidad. Si el capitalismo u otro tipo de economía es más conducente al propósito de salvar a la humanidad del hambre y de la explotación, es la verdadera cuestión a debatir. La economía capitalista opera sobre el principio de que la acumulación de ganancias conduce al desarrollo y al crecimiento, y que ambos son beneficiosos para todos. Opera también sobre el mito liberal de que la sociedad organizada sobre la base de una economía capitalista promueve la invención y que la invención motiva a la humanidad y la empuja hacia la búsqueda de un futuro cada vez mejor; hacia la felicidad, en suma. La biotecnología, hoy, construye su imagen sobre este lema: “La búsqueda de la felicidad”. Desde esta perspectiva, la única pregunta válida es “¿cómo salvar al capitalismo?” de sus malos momentos: la legal ilegitimidad de los ejecutivos de Wall Street –nadie fue preso por la debacle– y la necesidad de la guerra para defender al capitalismo del “eje del mal”.
(b) Si en vez de salvar el capitalismo el objetivo es salvar a la humanidad, la pregunta sería “¿salvar a la humanidad de qué?”. La respuesta perversa sería “del capitalismo”. Una respuesta más conciliadora sería “del hambre, de la inseguridad económica, de millones de personas sin la salud asegurada, sin posibilidades de educación, millones de personas privadas de agua –o bien porque es propiedad privada, o bien porque, por ejemplo, las compañías privadas de explotación minera emplean billones de litros para separar la paja del trigo, los minerales buscados de la piedra que los envuelve–”. De modo que si el objetivo es salvar la vida –esto es, la regeneración por sobre el reciclaje de la biotecnología y la biología sintética–, pues la economía capitalista no es quizá la mejor manera de hacerlo.
En el caso (a) se pone el carro delante de los bueyes: primero las instituciones, después la sociedad y la regeneración –natural– de la vida. En el caso (b) se ponen los bueyes delante del carro: primero la vida humana y la regeneración de la vida en el planeta, luego las instituciones que mejor conduzcan y guíen hacia esos objetivos.
En el primer caso se trata de una economía que promueve la acumulación; en el segundo, de una economía que –como la etimología de la palabra lo indica– administra la escasez. Sin duda, David Ricardo andaba cerca de hacer tal propuesta. Sólo que, para Ricardo, la administración de la escasez dependía del principio capitalista de acumulación. La versión actual de Ricardo son instituciones como el Banco Mundial y el Earth Institute (en la Universidad de Columbia, dirigido por Jeffrey Sachs). En esta versión no se trata de una economía que administre la escasez, sino de mantener la economía de tipo capitalista que –generosamente– haga lo posible por mantener trabajadores que, al mismo tiempo, son consumidores.
Pensar instituciones económicas y gubernamentales –estatales o no–, que administren la escasez, que aseguren el agua y la alimentación, la salud y la educación, no puede ya estar solo en manos de un pensamiento socialista, sino más bien –y también– de un pensamiento descolonial. Tanto el capitalismo real como el socialismo fueron organizaciones sociales imperiales/coloniales. Ambas guardan la memoria de un pensamiento basado en universales abstractos. Entre la caída del “capitalismo real” y del “socialismo real” comienza a levantarse el espectro de lo que ambos reprimieron y apabullaron: el espectro de la descolonialidad, de futuros globales ni universalmente capitalistas, ni universalmente socialistas, ni universalmente islámicos ni cristianos, sino futuros globales pluriversalmente configurados. Esto es, literalmente, la construcción de un mundo en el que quepan muchos mundos.
* Director del Centro de Estudios Globales y Humanidades de la Universidad de Duke (EE.UU.), investigador de la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador).
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