EL PAíS › OPINION

Mientras, mientras, que algo quedará

 Por Carlos Girotti *

De Ronald Reagan se llegó a decir que no podía caminar y, al mismo tiempo, mascar un chicle. Es cierto que nadie lo recordará como un estadista, pero su capacidad para acometer guerras y, simultáneamente, convertirse en un bronce de la gran ofensiva neoliberal tampoco será ignorada. O sea, el cowboy de Hollywood devenido presidente consiguió hacer muchas cosas mientras hacía otras. Esa cualidad no le será alienada ni por sus crímenes ni por la Historia. En cambio, para Horacio González, el director de nuestra Biblioteca Nacional, que nunca manifestó querer ser actor y luego presidente, el destino que le reserva cierta prensa pareciera ser inferior al de un Reagan mascando goma.

Una profusa cobertura periodística, incluida la ya mencionada, dio cuenta del episodio del ascensor en la Biblioteca Nacional. Con el correr de las horas, los graves traumatismos de cráneos se convirtieron en contusiones y el desplome en caída libre del elevador pasó a ser un brusco descenso amortiguado por los frenos de seguridad. El supuesto milagro había impedido la tragedia, pero aun los más creyentes prefirieron pensar de entrada en los frenos de emergencia para explicarse el pronóstico favorable y el alta médica de los heridos. Es decir, un ascensor que se desplomara desde una altura equivalente a tres pisos tendría que haber quedado despanzurrado y sus pasajeros en un cuadro de gravedad extrema, cuando no algunos muertos. No ocurrió así y tampoco el director de la Biblioteca estaba escribiendo cartas mientras se le caían los ascensores (a él se le caían, no uno sino varios ascensores) como tituló aquella prensa farandulesca en una de sus portadas.

Pero, por cierto, Horacio González, sin mengua de su cuidado estilo ensayístico ni de sus cualidades docentes ni, desde luego, de su condición de ciudadano, se ha dedicado a escribir cartas y documentos y a ponerles su firma y sello. Es decir, no cualquier sello sino el de director de la Biblioteca Nacional. Es el caso, cuando todavía faltaba mucho para que se venciera el contrato con la empresa que cuidaba de los ascensores del edificio ideado por Clorindo Testa en 1962, de las disposiciones para que se confeccionaran los pliegos de la nueva licitación. Ya con los pliegos elaborados, y cuando aún seguía vigente la adjudicación anterior, Horacio González dispuso –seguramente con firma y sello al pie de la resolución que escribiera– la convocatoria a una nueva compulsa de ofertas. Este acto público, además, tenía una característica: el nuevo adjudicatario no sólo tendría que hacerse cargo del mantenimiento mensual y del eventual arreglo de los motores, sino que también debería poner a nuevo los cuatro elevadores. Realizada la apertura de sobres, la licitación fue adjudicada en el mes de septiembre de 2008 a la empresa Dynasel, que desde entonces se hizo cargo del servicio. De todo ese procedimiento dio cuenta Horacio González en sus declaraciones a los medios periodísticos, que lo trataron con criterios dispares.

Ahora bien, mientras el procedimiento licitatorio ocurría, la Biblioteca Nacional, su director y sus trabajadores no sólo continuaban sin pausa la tarea de atesorar las más brillantes páginas de la Argentina y brindárselas a los 1000 lectores que por día concurren a consultarlas, sino que también escribía a diario la página nunca mentada de centenares de actividades culturales y decenas de nuevas publicaciones salidas de su propio cuño. Es decir, mientras hacía una cosa, hacía muchas más y al mismo tiempo. Pero a ese periodismo que no desaira las tablas del escenario ni las marquesinas luminosas del teatro de revistas le pareció que tal simultaneidad no existía. Es más, su título destacado indicaría que, mientras Horacio González perdía el tiempo, o se distraía escribiendo cartas, absorto incluso de cualquier otra realidad que no fuera la de escribir misivas que, por añadidura, estarían dirigidas a vaya a saberse qué ignotos destinatarios, una suerte de escritos más propios de un náufrago que los lanzara en una botella al mar que de un funcionario público comprometido con la gestión y que, por esto mismo y mientras esto ocurría, los ascensores, los cuatro de una vez, se le desplomaban irremisiblemente.

Miente el periodismo farandulesco. Miente confiado en que con su porfía de mentir algo habrá de quedar en la benemérita opinión pública, algo que a ésta la induzca a asociar, libremente por cierto, que las cartas que Horacio González estaba escribiendo no eran otras que las del Espacio Carta Abierta que, como todo el mundo sabe, se reúne en la Biblioteca Nacional. Miente porque supo desde un inicio que sus nada finas ironías, sus comentarios oblicuos acerca de que Carta Abierta no era sino un carro atado al kirchnerismo, jamás harían mella en esa iniciativa ciudadana que crecía mientras ella, la prensa de las liviandades, apoyaba sin remilgos los dictados campestres.

Desde luego, nuestro periodismo de las marquesinas tuvo y tiene todo el derecho de apoyar a quien se le dé la gana; a lo que no tiene derecho es a mentir so capa de un incidente que el otro hombre, el redactor de cartas, con sus misivas en tiempo y forma procuró evitar, amén de su participación en la elaboración colectiva de Carta Abierta.

* Sociólogo, Conicet.

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