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Alvarez
Un día antes de que Carlos “Chacho” Alvarez publique su versión de la renuncia a la vicepresidencia, hace dos años, una reflexión sobre la imágenes, las expectativas y las durezas de algunas reacciones.
Por Sandra Russo
Este país va a pasar a otra etapa recién cuando seamos capaces de crear clubes de los que estemos orgullosos de ser socios. Con esa oración cerré una nota, hace unas semanas, que se llamaba “Jugar al solitario”, y que hablaba de los independientes políticos. Quedaba dada vuelta, así, la frase de Groucho Marx, según la cual hay gente que desconfía de cualquier club que lo acepte como socio. Qué buena imagen, la de Groucho Marx, para pintar al progresismo argentino, si me permiten volver sobre un tema que no es simpático.
¿Se acuerdan que hace seis meses este país se incendiaba? ¿Se acuerdan que parecía que algo se había quebrado para siempre? La ira fue pinchándose como una muñeca inflable, valga la doble imagen de plástico perforado y de estupro. Hace unos meses cada jueves centenares de personas pedían en plaza Lavalle la renuncia de los jueces de la Corte Suprema, había gente que por la calle espontáneamente abucheaba a los miembros de la corporación política y las asambleas barriales con sus gestos amigables hacia los piqueteros insinuaban posibles nuevas alianzas. Fue con vaselina o con simple desgaste que este país ni se incendió ni cambió. Los jueces de la Corte Suprema no sólo no renunciaron sino que están atornillados a sus sillas y a sus privilegios después de haber jugado una carta extorsiva miserable. Los miembros de la corporación política no sólo no se fueron sino que siguen diariamente con su toma y daca, y arman candidaturas para las próximas elecciones, ponen y tachan y vuelven a poner nombres en boletas que millones de personas dentro de cuatro, cinco o seis meses, meterán en las urnas. Hubo nuevas denuncias de coimas en el Senado y hubo que ver otra vez esas pantomimas de investigación, adelantarse a saber que jamás se sabrá nada. Tenemos cada vez menos capacidad de escándalo. Hemos naturalizado la indignación, se nos volvió un estado de ánimo baboso y amorfo. La desesperación se volvió desesperanza.
Mientras tanto, por lo menos a mí me llama la atención andar por los lugares que ando siempre, hablar con la gente con la que suelo encontrarme, y comprobar que en un país en el que Menem sube en las encuestas, en el que Rodríguez Saá aparece como una nueva estrella política, en el que López Murphy empieza a ser nombrado con cierta elegancia en el acento de su último apellido, y en el que Macri despliega en la pantalla sus dotes de heredero todo terreno, los progresistas siguen denostando a Chacho Alvarez como si el tipo fuera la encarnación de todas las pestes juntas, y compran el panfleto de la traición pero no en cuotas ni en dosis racionales, sino con una pasión desenfrenada y, la verdad, así las cosas, fuera de toda lógica.
Me llama la atención la simpleza con la que se dan por cerradas estas cuestiones que en todo caso no implican solamente al propio Alvarez, sino que por supuesto también implican a su electorado de entonces, es decir, a toda esa gente que ahora no puede discriminar entre un equivocado y un ladrón, entre un impotente y un corrupto, entre un hombre que hizo todo mal y se salió del juego, y los otros, que hicieron todo peor, pero a propósito y para seguir adheridos como aguavivas al poder.
En el enojo apasionado que esos sectores siguen sintiendo por Chacho Alvarez late, creo entender, la pesadumbre de la desilusión. Se estuvo cerca, casi se rozó la posibilidad de la decencia y del castellano, porque Chacho hablaba en castellano, no en esperanto político, como casi todos nuestros actuales candidatos. Claro que hubo no un solo error, sino una sucesión de errores tenebrosos. Claro que hubiese sido fantástico que Chacho no creara la Alianza, y claro que una vez ya creada y en el poder, hubiese sido preferible que, junto con su renuncia, Chacho hubiese retirado a toda su gente del gobierno. Claro que hubiese sido bárbaro que Chacho denunciara a De la Rúa como cómplice y apañador de los ladrones que ocupaban decenas de despachos oficiales. No hizo nada de eso. Denunció las coimas, admitió el tacle en el tobillo y marchó a su casa, cual caballero andante incapaz de matar al dragón. Todo eso es cierto, pero también es cierto que pudo callar y no lo hizo. También es cierto que pudo negociar y no lo hizo. ¿Conocen ustedes muchos políticos argentinos que se hayan retirado a sus hogares después de un gran fracaso? Es más: ¿conocen ustedes muchos políticos argentinos capaces de admitir un fracaso y renunciar no sólo a una vicepresidencia sino sobre todo a la retórica que convierte los fracasos en trampolines para nuevos intentos?
En ese enojo que no cesa, creo entrever un espejo deforme que no nos gusta. A Alvarez se lo acusa de pusilánime, pero esa condición también nos dice algo de aquel electorado, del cual seguramente formábamos parte: ¿Eran aquellos sectores más revolucionarios que su propio líder? ¿Estaban aquellos sectores dispuestos a qué? ¿No creyeron, aquellos sectores como seguramente también Alvarez, que De la Rúa era a lo sumo aburrido, a lo sumo conservador, que a lo sumo concentraba en sí mismo la peor esencia radical? ¿No era un cambio lento, suave, acolchado, bajo control y con tranquilidad de los mercados lo que se pretendía?
En ese enojo que no cesa, aquel electorado dejó la vista fija en el perfil más desgraciado de Alvarez, pero todavía ese enojo no ha permitido ver también su otro perfil, el de una dignidad básica que no es frecuente. La escena política argentina no es un paisaje abstracto: es un cuadro figurativo en el que danzan como faunos desatados los de siempre, los que no renuncian, los que no denuncian, los que mienten, los que no dan explicaciones, los que roban, los que aprovechan cada grieta para seguir exprimiendo algo que ya no tiene jugo. Digo: ¿y si contextualizamos?