DEPORTES › HACE 30 AÑOS, EN LA CANCHA DE VELEZ, CON NUEVE GOLES Y UN DESARROLLO SENSACIONAL
El Superclásico más espectacular de toda la historia
River y Boca juegan esta tarde por el Apertura. Y como hace pocos días se cumplieron tres décadas del choque más impresionante entre ambos, la ocasión es propicia para recordar aquel partidazo.
Por Gustavo Veiga
El recuerdo se dispara entre hojas amarillentas que se deshacen al contacto con las manos. Carlos Manuel Morete es un grito interminable, es la típica postal del gol. Tiene la boca abierta, los puños cerrados y Norberto Alonso, el Capitán Beto musicalizado por el Flaco Spinetta, lo busca con la mirada para festejar. Los dos son apenas unos pibes de pelo largo y cuidado, a la moda. Ese instante, congelado por la fotografía de la revista El Gráfico, marca el epílogo de aquella proeza del fútbol que Osvaldo Ardizzone tituló: “Un partido que no olvidaremos jamás”. Acaban de cumplirse 30 años del clásico más electrizante y cambiante que River y Boca jugaron en casi un siglo de rivalidades bien entendidas y de las otras. Un 5 a 4 que no desentonó con el día de la madre y que cambió de dueño como los chicos de entonces cambiaban las figuritas. Era 2 a 0 para los de Núñez en nueve minutos, 4 a 2 para su rival en apenas 51 minutos y 4 a 4 hasta que Silvio Marzolini cometió un foul sobre la hora y al borde del área grande. El ya fallecido Jorge Dominichi tiró un centro, Ernesto Mastrángelo se filtró en el área chica y Morete le colocó la frutilla al postre, que River devoró sin contemplaciones y le provocó una indigestión a Boca.
Incomparable por sus alternativas, aunque no tanto por sus consecuencias –hasta ahora, la final que Boca ganó 1 a 0 en 1976 y lo consagró campeón no tiene contras en ese rubro–, será difícil que aquel clásico jugado el 15 de octubre de 1972 por la primera fecha del torneo Nacional se repita. La cancha de Vélez, sin plateas sobre la calle Reservistas Argentinos y con una tribuna lateral y dos torres desde donde transmitían los relatores, resultó el escenario elegido. Apenas una verja separaba a las dos hinchadas sobre esa popular del costado. Los policías no se hacían notar como ahora y a casi nadie se le antojaba copar el sector del otro.
El sol iluminaba Liniers, Boca y River colocaban lo mejor que tenían sobre el césped y la primavera avanzaba entre ruidos de metralletas, el demorado regreso de Perón al país y los pavorosos asesinatos en serie de un criminal con cara de niño: Carlos Robledo Puch. La Argentina venía de dictadura en dictadura y era el turno de Alejandro Agustín Lanusse. El 22 de agosto, casi dos meses antes del clásico, la Marina masacraba a dieciséis guerrilleros detenidos en una base de Trelew. San Lorenzo ya había ganado el campeonato Metropolitano del ‘72, Boca venía dulce por la cosecha de títulos en la década del ‘60 y River intentaba, una vez más, despojarse de la malaria que lo perseguía; en 1957 había dado su última vuelta olímpica. Su sequía, en diciembre, cumpliría quince años.
Por entonces, Guillermo Vilas era “el mayor suceso del tenis argentino”, el Ford Falcon ganaba su primer título de Turismo Carretera con Héctor Luis Gradassi, Abel Cachazú y la Pantera Saldaño se molían a golpes en un Luna Park desbordante y el campeonato Nacional que arrancó con aquel clásico imborrable desparramaba apellidos que nadie con menos de cuarenta años y la memoria de compañera, recordaría: Syeyyguil de Belgrano, Parsechian de Independiente de Trelew, Pedone de Gimnasia y Esgrima de Mendoza y Chichozola de Bartolomé Mitre de Misiones, entre los más curiosos. En Córdoba ya se hablaba de un pibe que tenía condiciones para ser un fenómeno: Mario Alberto Kempes jugaba en Instituto y lo pretendía River, pero Central se quedaría con el pase.
En octubre, la música progresiva seguía colocando mojones: Arco Iris estrenaba su ópera Sudamérica en el estadio Monumental. En agosto, Sui Generis, con Charly García y Nito Mestre, había terminado de grabar su primer álbum, Vida y, al mes siguiente de aquel partido en el José Amalfitani, se desarrollaba Buenos Aires Rock III, que dio pie a la filmación de la película “Hasta que se ponga el sol”. El cine de ese año recibió con beneplácito una obra de Leonardo Favio que dejaría su huella: Juan Moreira. Y, en la literatura, el éxito de la novela Las Tumbas, convirtió a Enrique Medina en un escritor de consumo masivo. El mundo, si se comparan las políticas que lleva adelante Estados Unidos desde que se constituyó en un imperio, no era demasiado diferente. Richard Nixon amenazaba a los vietnamitas, como ahora lo hace George Bush (h) con los iraquíes. “Estos bastardos no han sido bombardeados nunca como van a serlo esta vez”, dijo aquel antes de que el escándalo Watergate acabara con sus días en la Casa Blanca.
Voces del ‘72 y de hoy
La mayoría de los protagonistas del clásico que se jugó en una cancha de Vélez colmada, con hinchas increíblemente sentados sobre el cemento y sin incidentes, siguieron vinculados al fútbol cuando colgaron los botines. En River, Juan José López, Reinaldo Merlo y René Daulte son técnicos de Primera, Jorge Ghiso hizo su trayectoria en el ascenso, Ernesto Mastrángelo en las divisiones inferiores y Carlos Morete se dedicó a representar jugadores. En cambio, Norberto Alonso, tras una efímera experiencia como entrenador y un par de intentos frustrados como candidato a la presidencia de su club, hoy es columnista deportivo de la cadena Fox.
El Beto recuerda que se trató de “un partido impresionante. Nosotros veníamos de una gira por Europa con la selección y creo que habíamos jugado también por la Copa Libertadores. Yo llegué extenuado y me tocó disputar ese clásico de ida y vuelta. Fue un partidazo, pero no lo considero el mejor clásico, a no ser por la cantidad de goles. Será porque a mí siempre me gustó ganarles en la cancha de ellos y, los más gratos recuerdos, son de la Bombonera: el 3 a 2 que ganamos un día de mañana en el ‘81 o el de la pelota naranja con dos goles míos...”.
Si en River casi todos eligieron al fútbol como el medio de vida, aún después de la etapa como jugadores, en Boca sucedió otro tanto. Roberto Mouzo, Rubén Suñé y Osvaldo Potente trabajaron o trabajan en las divisiones inferiores xeneizes, Silvio Marzolini salió campeón como entrenador en 1981, con aquel equipo en el que brillaron Diego Maradona y Miguel Brindisi y “Cachín” Blanco conduce en la actualidad a Atlético Rafaela, el puntero de la “B” Nacional. Carlos Pachamé acompañó a Carlos Bilardo durante toda su trayectoria en la Selección Nacional y Ramón Ponce ascendió con Banfield a Primera a mediados del 2001. Este último, correntino, cantante y buen imitador, evocó del clásico un momento clave: “Cuando estábamos nosotros 4 a 2 arriba, los delanteros y los mediocampistas ofensivos nos perdimos casi diez situaciones de gol. Podríamos haber llegado a un resultado de catástrofe. Pero ellos se recuperaron y lo dieron vuelta. Ese mismo año, nosotros les habíamos ganado 4 a 0 en el Monumental con dos goles de Curioni y dos míos. Por eso, mientras un clásico significó una alegría enorme, al otro lo viví con bronca”.
Cuando Página/12 le leyó a Ponce una frase suya citada en El Gráfico en la edición posterior al partido, una auténtica muestra de su hidalguía –”Los felicito de corazón a los muchachos de River. Les tocó a ellos y que lo disfruten”–, el ex delantero comentó: “Mi manera de ser nunca cambió. Siempre pensé en frío en los momentos calientes”.
Otros tiempos, otro fútbol
En 1972, los nombres de los técnicos no aparecían en las síntesis con puntaje de la tradicional revista deportiva semanal, que el empresario Carlos Avila discontinuó treinta años más tarde. Ni Juan Eulogio Urriolabeitía, ni José Varacka, los entrenadores de River y Boca, respectivamente, son mencionados, a no ser por alguna anécdota conocida en los vestuarios. El Vasco debutó esa tarde como conductor del equipo ganador y siguió el clásico desde las plateas. Apenas pudo dar algunasindicaciones utilizando como correo al profesor Solé, el preparador físico.
Transcurridos algunos días, también se supo que el temperamental Pachamé –que había ganado todo con Estudiantes de La Plata y era una especie de caudillo– la había emprendido contra el juvenil Mouzo en pleno partido. Le reprochó que debía marcar a Morete y lo responsabilizó por los dos últimos goles de River.
Aquella tarde, José Perico Pérez, le atajó un penal a Rubén Suñé después de embolsar la pelota con una rodilla en alto y cometerle infracción en el área al cordobés Hugo Curioni. Gestual como pocos entre sus pares, el árbitro Luis Pestarino imitó la acción del arquero semejando un paso de baile, mientras recibía airadas protestas. Pérez, quien por entonces se perfilaba como un dirigente sindical incipiente de Futbolistas Argentinos Agremiados, llevaba desviados con ése, cuatro penales. Sería su especialidad, como ocurrió años después con otro arquero de River, Sergio Goycochea.
“Mandaron los sentidos. Y para los sentidos no hay decámetro, ni hectolitro, ni hectáreas, ni kilogramo”, escribió Ardizzone sobre ese acontecimiento al que no le encontró unidad de medida para juzgarlo. Al minuto de juego, ya ganaba River con un gol de Mastrángelo. Había pescado un rebote que dio Rubén Sánchez tras un zapatazo con el sello de Oscar Mas. Ocho minutos después, Pinino metió el segundo. La defensa de Boca no hacía pie y el clásico parecía jugarse en Núñez, aunque se había mudado a Liniers. River se lanzaba sin red al ataque y comenzaba a trastabillar atrás. Curioni descontó sobre la mitad del primer tiempo y Ponce, con un estupendo tiro libre, clavó el 2 a 2. Se agotaba la primera parte de un partido que ya tenía el voltaje por las nubes, pero todavía había más. Osvaldo Potente, un diez tan rechoncho de físico que no hacía honor al vigor que transmitía su apellido, aunque sí se destacaba por su rapidez e inteligencia para resolver en el área, estampó el tercero de Boca y la historia parecía trasladarse a la Bombonera. Pero no, no era cierto, seguía jugándose en aquel fortín neutral que sería escenario de unos cuantos superclásicos.
Cuando Potente estiró la diferencia a dos y su equipo se encaminaba a bajarle el telón a la tarde, Mas arrimó el bochín, el partido se convirtió definitivamente en partidazo y aún restaba el desenlace que lo llevaría a la categoría de inolvidable. River se ponía a tiro de Morete o del empate, que era como decir lo mismo. El Puma, uno de esos centrodelanteros de tranco largo, definiciones certeras y que, por esas curiosidades del destino, daría sus últimos pasos en el fútbol jugando junto a Maradona en el Boca del ‘81, empató a los 17 minutos del segundo tiempo. Cuatro a cuatro, más situaciones de gol en las dos áreas y aquella definición en la boca del arco del goleador riverplatense sobre la hora, hicieron crujir la cancha, aumentar las pulsaciones y acabar con la incertidumbre.
Mastrángelo, uno de los bromistas más festejados del fútbol en los años ‘70, viajó horas después a Rufino para depositar su camiseta con la banda roja en el nicho de su madre. La satisfacción de unos no pasó de las cargadas posteriores en la semana siguiente y el pesar de los otros se esfumó en 1973, con una de las tantas goleadas que registra la historia de los clásicos. El 27 de junio de ese año, siete días después de ocurrida la masacre de Ezeiza en el definitivo regreso de Perón al país, Boca despachó a su rival de toda la vida con un 5 a 2 en la Bombonera. Pero había sido por otro torneo, el Metropolitano, sólo reservado a los clubes directamente afiliados a la AFA.
En cambio, el campeonato federal ideado por el fallecido Valentín Suárez en 1967 fabricaba goleadas de molde que los grandes equipos de Buenos Aires les propinaban a los semiamateurs del interior. Su arranque en la edición de 1972 no podía haber sido mejor. La exhibición de fútbol casi insuperable de aquel River-Boca debería ocupar un lugar en las vitrinas de nuestros mejores momentos deportivos. Como homenaje al fútbol, por lapasión que despierta y también como tributo a lo que simboliza aquel estribillo caído en desuso, que no vendría mal entonar en estos tiempos de sinrazón y puro exitismo.
“Ganamos, perdimos, igual nos divertimos...”.