Viernes, 22 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Rolando E. Gialdino *
La desaparición forzada de personas constituye una afrenta a la conciencia del Hemisferio y una grave ofensa de naturaleza odiosa a la dignidad intrínseca de la persona humana. Violatoria de múltiples derechos esenciales de esta última de carácter inderogable, su práctica sistemática resulta un crimen de lesa humanidad. Bajo estas invocaciones, la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos adoptó, el 9 de junio de 1994, la Convención Inte-ramericana sobre Desaparición Forzada de Personas, a fin de prevenir, sancionar y suprimir dichas conductas, como aporte decisivo para la protección de los derechos humanos y el estado de derecho. Respuesta imprescindible, quizá tardía, ante un drama que ominosamente ha azotado carne y alma en nuestra tierra y en nuestra vasta América. Drama, además, incesante. Por ello, la Convención impuso obligaciones a los Estados que la ratificaran. Una de éstas, por demás significativa, radica en tener que tipificar como delito la desaparición forzada de personas, e imponerle una pena apropiada que tenga en cuenta su extrema gravedad. Interesa recordar esto último, por dos motivos, al menos. Primeramente, porque en fecha cercana la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Panamá por el incumplimiento de dicha obligación (Heliodoro Portugal, 12-8-2008). La demora estatal, 11 años, sobrepasó un “tiempo razonable”, a juicio del Tribunal. Más aún: la morosa tipificación tampoco se había adecuado por entero a los requerimientos mínimos del tratado, para el cual, por ejemplo, es irrelevante que la desaparición resulte lícita o ilícita, violenta o pacífica, al tiempo que debe comprender las situaciones en las que no se reconoce que se haya privado a una persona de su libertad, aun cuando tampoco se sepa su paradero. La acción penal, además, no debe prescribir mientras no se establezca el destino o paradero de la víctima. Se trata para los Estados, en suma, de adoptar medidas nacionales, sí, pero también de evitar aquellas meramente “ilusorias”, que “sólo aparenten satisfacer las exigencias formales de justicia”. El segundo motivo obedece al anterior, pero nos toca bien de cerca. Argentina ratificó la Convención hace ya más de 13 años, le dio jerarquía constitucional hace 12 y, todavía, la tipificación está pendiente. Así nos lo advierte el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de las Naciones Unidas, cuyo informe sobre la visita a nuestro país en julio de 2008 acaba de ser publicado. Recomienda, además, la adopción de diversas medidas para “acelerar” los juicios sobre desapariciones y para la protección de los testigos y sus familiares. No olvidemos, por último, dos circunstancias más: que es mérito de la Argentina haber sido uno de los países que impulsó y logró la adopción de una convención a nivel universal análoga a la interamericana, incluso en cuanto a las mencionadas obligaciones, y que, la última de mayo, es la Semana Mundial del Detenido Desaparecido.
* Profesor de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos.
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