EL PAíS › OPINIóN

Hacia la protección internacional de los derechos humanos

 Por Rolando E. Gialdino *

Suele decirse que en el plano de los derechos humanos, el derecho al trabajo, a la vivienda, a la alimentación, a la seguridad social, a la salud, a la educación, integran el grupo de los derechos económicos, sociales y culturales, al tiempo que el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad, al respeto de la vida privada y familiar, a elegir y ser elegido para los cargos públicos, conforman otro grupo, el de los derechos civiles y políticos. Mientras éstos son exigibles, por entero, en todo tiempo y lugar, los primeros apenas excederían una suerte de programa a ser satisfecho según progresen los vientos y mareas.

La división, y sus efectos, por lo pronto, no son hijos de los ejercicios filosófico-jurídicos, aun cuando éstos, si dóciles, con frecuencia los adopten, sino de otros ejercicios, los del poder político o institucional. Las decisiones en ese terreno revelan siempre, entre otras muchas cosas, las conceptos que quienes las adoptan se han formado sobre cuál es el ser de la persona humana. Muestran, si se quiere, una determinada ontología. Pues si los derechos humanos son divisibles, será porque el titular de éstos también es divisible. Y de tal manera será tratado. El poder tiene, e impone (pretende hacerlo), una ontología oficial.

Algo de esto ocurrió en el seno de la ONU durante el proceso en el que se cruzaron la Guerra Fría y la elaboración del Derecho Internacional de los Derechos Humanos: el desacuerdo entre los dos “bloques” de Estados predominantes, uno acentuando los derechos civiles y políticos, el otro los derechos económicos, sociales y culturales, condujo a que en 1966, y contrariamente al espíritu de la Declaración Universal (1948), no viera la luz un solo Pacto Internacional, sino dos: el de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Peor aún; sólo el primero estuvo acompañado de otro tratado (Protocolo) que autorizaba a la víctima de una violación de un derecho civil o político por un Estado parte a llevar la cuestión ante un órgano internacional y obtener una reparación.

Este resultado, sin dudas, implicó negar, de manera deliberada, patente y potente, otra ontología, la del ser humano infragmentable, de la cual deriva, naturalmente, el principio de interdependencia e indivisibilidad de los derechos humanos, con arreglo al cual, cada uno de éstos sólo es respetado y garantizado si, a la par, también lo son, de manera conjunta e inseparable, todos los restantes derechos humanos. ¿Cuál es el derecho (civil) a la inviolabilidad del domicilio que goza el que está privado del derecho (social) a la vivienda y habita en los umbrales? ¿Cómo explicar que se prohíban la ejecución sumaria y los tratos inhumanos (derechos civiles) y, al unísono, se tolere la desnutrición, el hambre o las condiciones de vida indignas (derechos sociales)? Sin embargo, ninguno de los dos “bloques” entonces enfrentados pareció ver más que retazos (diferentes, por cierto) de la plenitud e integridad del ser del individuo. Y así se legisló, internacionalmente. Empero, no en balde han corrido cuarenta y tres años.

En diciembre del año pasado, la Asamblea General de la ONU adoptó el ansiado Protocolo del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que dará a las personas, en estos derechos, una protección internacional análoga a la que tienen, como hemos dicho, respecto de los derechos civiles y políticos. Falta para que entre en vigor, desde luego, que los Estados lo ratifiquen. Por ello, dado que este instrumento se abrirá a la firma de las naciones en diciembre próximo, no sólo es esperable que la nuestra lo suscriba y ratifique, sino que resulte, como ya lo ha sido en los últimos tiempos, con la Convención Internacional sobre Desaparición Forzada de Personas, una promotora de las adhesiones a escala universal y regional. Todo fervor será poco, pues la opción político-ontológica sigue en pie. Así como el nuevo Protocolo tuvo el impulso de Argentina, Bolivia, Chile, Cuba, Ecuador, Paraguay, Uruguay y Venezuela, por citar algunos países latinoamericanos, no contó con los auspicios, por ejemplo, de Estados Unidos, Inglaterra, Japón y Canadá.

* Profesor de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos.

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