Sábado, 10 de octubre de 2009 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por J. M. Pasquini Durán
El régimen de facto instalado en Honduras por el golpe de Estado del pasado 28 de junio fue interpelado esta semana, otra vez, por la comunidad interamericana para que reinstale al presidente Zelaya, electo en las urnas, que éste acepte un gobierno de unidad nacional y que sean convocadas urgentes elecciones generales. Hasta el momento fueron invocaciones vanas porque los golpistas, civiles y militares, reniegan de cualquier acuerdo de reconciliación. Para la política multilateral de la democracia es una severa frustración, que debería preocupar a todo el continente. En la víspera, sin embargo, ninguno de los senadores argentinos que deliberaron largas horas para saber quién estaba a favor y quién en contra del proyecto de ley de medios audiovisuales, propiciado por el Poder Ejecutivo, dedicó siquiera una mención a la realidad hondureña. No hubiera sido una unión caprichosa porque en ambos asuntos el fondo en debate era idéntico: cómo garantizar mejor los derechos civiles y la identidad institucional con los mejores instrumentos del régimen democrático.
Podría argumentarse que el silencio obedecía a que la situación argentina está muy lejana de un peligro semejante, aunque el día anterior el ex presidente Eduardo Duhalde aseguró que el peligro golpista existía en el país, sin identificar a los conjurados, y se ofreció como presidente para una situación excepcional posible. Ese tipo de advertencias, multiplicadas por el eco mediático, no está presente en la voluntad o la intención de los ciudadanos, ya que no hay encuesta o cualquier otro tipo de evidencia sobre algún sentimiento cívico destituyente generalizado. Lo que hay, eso sí, son grupos de poder, intereses económicos concentrados, dentro y fuera del país, aparatos mediáticos y sectores disconformes de clases medias urbanas y rurales que, en movimientos con diferentes objetivos pero coincidentes en la hostilidad antigubernamental, pretenden aislar a la Casa Rosada, ridiculizar a la presidenta Cristina, torcer la voluntad oficial y pasarle por encima a los sectores sociales que todavía apoyan al kirchnerismo y al mismo peronismo, aprovechando su atomización circunstancial. Aún así, fue magra la convocatoria a un mitin en apoyo de los consorcios multimediáticos del rabino Bergman, el chacarero Minga De Angeli y el otrora piquetero Castells. Fue el fiasco más notable de las derechas en los últimos tiempos, sobre todo en contraste con la presencia multitudinaria de los que acudieron en vigilia a la plaza frente al Congreso mientras esperaban la aprobación del proyecto oficial que, con esa media sanción, quedara convertida en ley.
Pese a ello, vale la pena decir que las minorías opositoras no están solas en la tarea, ni las voces de la disconformidad surgen todas de la misma matriz, porque lo cierto es que el propio kirchnerismo ofrece a menudo los flancos del Gobierno para recibir el cascoteo de las críticas, sean maliciosas o genuinas. Guillermo Moreno, cuya imagen es comparable al retrato de Dorian Grey, esta semana volvió a ser el blanco preferido de los que presumen de críticos genuinos o desinteresados, cuando todos saben que el objetivo principal de los ataques es el matrimonio Kirchner y, en particular, el señor K, acusado, por diferentes motivos, de arrogancia extrema. La ex ministra Ocaña aseguró esta semana que su alejamiento del Gobierno incluyó el desacuerdo con los cambios en la política de alianzas del kirchnerismo que, según ella, pasó de la transversalidad de centroizquierda a los pactos con los aparatos del PJ y de la CGT, con lo que implican esas opciones.
Más allá de estos juicios están los hechos. La hecatombe financiera originada por la voracidad especulativa de Wall Street modificó bruscamente el clima internacional, obligando a los países a reacomodar las cargas para seguir la marcha en las mejores condiciones posibles. En el país, además, la presidenta Cristina decidió atacar a los núcleos económicos concentrados que controlan más del 70 por ciento del mercado mediático, así como resistió todas las tácticas descalificadoras de “la mesa de enlace” agropecuaria o las incontroladas ambiciones de los nuevos aliados gremiales y bonaerenses.
La combinación de estos factores, en distintas proporciones, sumada a las debilidades y deficiencias gubernamentales, sobre todo para impedir que en nombre de esa desorbitada realidad mundial numerosas empresas de buen tamaño licenciaran personal, los que controlan el tráfico de mercadería de consumo masivo aumentaron los precios y la tasa de pobreza recuperó parte de lo que parecía perdido en el último lustro. Por el contrario, todos esos elementos concurrentes abrieron las brechas para que las derechas opositoras hicieran sus tareas, entre ellas presionar al Gobierno, con algún éxito, para revisar sus relaciones con los centros internacionales de crédito (FMI, Banco Mundial, etc.) y para reabrir la negociación con los tenedores de bonos de la deuda externa, condiciones que, según esas mismas fuentes, están esperando los capitalistas para aumentar las inversiones en la economía y las finanzas nacionales.
Dicho de manera esquemática: la política oficial mantuvo el discurso de soberanía democrática en política exterior, pero al mismo tiempo endureció las operaciones en el país, porque tuvo que restringir los generosos subsidios de los últimos años, lo cual aumentó las tarifas de luz y gas entre otras consecuencias desagradables y provocó espanto o miedo en algunos patronatos que en los años anteriores acumularon generosos beneficios, aparte de restringir el gasto público justo en el momento que más falta hace para compensar las restricciones de las obras privadas. Así, el Gobierno perdió aliados, aumentó la disconformidad en capas de las clases medias y aumentaron las dificultades para los trabajadores, sobre todo los que perdieron el empleo o la expectativa de conseguir algún salario en el futuro inmediato. El conflicto disparado por la empresa Kraft es una muestra de lo que podrían esperar un buen número de trabajadores si el Estado no tiene fuerza para proteger a los más débiles. Aún así, como quedó demostrado ayer en las calles del Congreso, la movilización popular que respondió a la convocatoria de organizaciones civiles pro-gubernamentales, tal vez sólo para demostrar su apoyo al Gobierno sin que le importe demasiado la suerte de las empresas mediáticas, indica que la oposición no está tan cerca de la presidencia como dicen algunos medios o de sus líderes.
Hubo diputados y senadores que asumieron la defensa del capital concentrado en el negocio mediático, tal vez sin advertir que los mismos medios que defendían en el Congreso como espacio democrático no suelen medir la realidad con la misma vara. Tanto la Ciudad Autónoma como la provincia de Buenos Aires tienen problemas de financiamiento, pero en las versiones mediáticas las dificultades de Macri se originan porque descubrió de pronto que la Capital es una economía pobre, en cambio las de Scioli son por incapacidad o corrupción. En un caso la versión es del mismo gobierno porteño y en el otro la de los opositores al kirchnerismo, aunque ambas son presentadas como verídicas por empresas de la información. Con casos como estos y muchos otros, las expectativas de cambio que mejoren la calidad de la información pública, que la noticia no quede reducida a la mera condición de mercancía con valor de mercado, que las múltiples voces de esta tierra única, de este mundo común, resuenen no sólo por su poder o su dinero sino por la democratización de las tecnologías de información y comunicación. La ley, una vez aprobada, no es más que el primer paso del cambio. De ahí en adelante es un desafío para el Gobierno, para los grupos económicos habilitados, para los movimientos sociales y políticos, y para los profesionales de la comunicación. La tarea es mucha y desafiante. Sus consecuencias, no hay duda, excederán los límites del propio terreno audiovisual.
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