Domingo, 12 de septiembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
La educación pública ocupa en Argentina un lugar diferente, mucho más central, que el que ocupa en el resto de los países latinoamericanos. Como cualquier macrotendencia histórica, ésta también se explica por una serie de factores de largo plazo. Hay que señalar, en primer lugar, las características de un país socialmente más integrado que sus vecinos, con amplias y orgullosas clases medias y acostumbrado a las fuertes pujas por la ampliación de derechos, del yrigoyenismo al peronismo, en donde la educación pública funcionó, al menos durante un siglo, como el principal vehículo para la movilidad social ascendente.
El segundo factor es el peso de la inmigración. Argentina es, después de Estados Unidos, el país americano que más inmigrantes recibió entre fines del siglo XIX y principios del XX. Según el censo de 1895, la población extranjera constituía el 30 por ciento del total. Al principio fomentada por capitalistas privados, con el paso del tiempo comenzó a ser alentada por el Estado, que por esos mismos años se consolidaba en términos políticos y financieros. Y es que la inmigración fue un proyecto político-económico pero también cultural, concebida por líderes como Alberdi y Sarmiento como una forma de dejar atrás la barbarie rosista. Esto le daba un lugar central dentro de un amplio ensayo refundacional que apuntaba a borrar el pasado, algo que no era considerado necesario en otros países, por ejemplo en Brasil, donde las elites republicanas, continuidad política y en muchos casos familiar de las elites imperiales no tenían esa necesidad de establecer hiatos históricos tan definidos.
La educación pública fue, junto al servicio militar obligatorio, la principal vía elegida por las elites ilustradas de aquel entonces para integrar la Nación a ese conjunto heterogéneo de personas, consideradas potencialmente peligrosas por las ideas anarquistas y socialistas que muchas de ellas traían en las terceras clases de los barcos. Por eso, aunque los historiadores nac and pop tienen toda la razón cuando dicen que la Argentina del Centenario era una Argentina excluyente y autoritaria, fundada sobre la masacre de los indígenas y el fraude, también habrá que reconocer que allí estaban las bases de un sistema educativo que con el correr de los años permitiría ir asimilando de manera asombrosamente pacífica a millones de inmigrantes internos y externos (y que en cierto modo quizá lo siga haciendo: la escuela pública es hoy el lugar de contención social y sociabilidad cultural de los “nuevos inmigrantes” llegados de los países vecinos).
El sistema educativo, que durante un siglo operó como un potente cohesionador social, contuvo pero no evitó las tendencias a la fragmentación social registradas desde mediados de los ’70. De hecho, el propio sistema fue uno de los objetivos de la ofensiva reformadora en clave neoliberal que se inició durante la dictadura y se completó en los ‘90. En 1978 se transfirieron a las provincias 6700 escuelas primarias nacionales y quince años después, en 1992, se completó la estrategia mediante el traspaso de 3578 escuelas secundarias (incluyendo las escuelas técnicas y las privadas con subsidio).
La idea, a tono con las sugerencias descentralizadoras de los organismos internacionales, era acercar a los responsables del manejo de la educación con los usuarios y fomentar la participación comunitaria, aunque detrás de ello se escondían otros objetivos. Como escribieron Myriam Feldfeber y Analía Ivanier (“La descentralización educativa en la Argentina”, Revista Mexicana de Investigación Educativa, Vol. 8, Nº 18), “se trató básicamente de una política de transferencia impulsada por objetivos fiscales dentro de la reforma del Estado”. Daniel Filmus (“La descentralización educativa en Argentina: elementos para el análisis de un proceso abierto”) coincide: “A pesar de contar con pocos estudios, es posible proponer que las perspectivas economicistas y tecnocráticas fueron privilegiadas en el proceso de transferencia. La desatención por parte del Estado nacional, sumada a la desigualdad de las situaciones regionales, provocó la profundización de la segmentación educativa”. En suma, una reforma impulsada por objetivos macroeconómicos antes que pedagógicos o de equidad y cuyo resultado fue una brecha más profunda.
Paralelamente a su desarticulación como un sistema nacional, la educación pública comenzó a ser puesta en cuestión por dos motivos adicionales.
El primero es la tensión entre la importancia que se le asigna al sistema educativo y un mundo cultural que se construye por fuera de ese sistema, que lo discute o lo desprecia, más ligado a los medios audiovisuales, las nuevas tecnologías y las distintas formas de expresividad. Hoy los jóvenes se forman en la escuela pero también en la televisión e Internet y la sensación es que el Estado no sabe bien qué hacer con esa nueva realidad.
El segundo motivo es la tensión entre la ampliación de la cobertura educativa y las dificultades del mundo laboral. Sucede que, pese a todos sus problemas, la educación pública ha avanzado en las últimas décadas, incluso durante los ’90: en la Argentina actual la educación inicial es prácticamente universal y persisten pocos y muy reducidos bolsones de analfabetismo (en áreas rurales de las provincias más pobres, El Impenetrable chaqueño por ejemplo). La tasa de cobertura de la escuela secundaria también ha mejorado y, según los últimos datos, llega a 79 por ciento de la población, aunque es probable que haya aumentado aún más como consecuencia de la Asignación Universal.
Estos avances no han sido acompañados por mejoras sustantivas en el mercado laboral. Por el contrario, el mundo del trabajo se ha achicado y deteriorado. En 2007 –último período para el cual se dispone de datos del Indec–, la desocupación joven era del 24 por ciento, más del doble de la general (10 por ciento) y tres veces la de los adultos (7 por ciento). Un informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, realizado por Eduardo Donza y publicado el año pasado, sostiene que el desempleo juvenil (16 por ciento) duplica el de los adultos (8 por ciento). Y no se trata sólo de mayores tasas de desempleo, sino también de peores trabajos: si la informalidad y la falta de cobertura social afectan a 45 por ciento de los trabajadores adultos, en los jóvenes, según los datos de la UCA, llega al 64.
Como tienen menos antigüedad y el costo por despido es menor, los jóvenes son los primeros en quedar sin sus puestos cuando baja la actividad económica. Y como aceptan trabajar por menos dinero, suelen caer actividades que funcionan en el marco de la informalidad, con baja productividad y una importante rotación, como el comercio, la construcción o los servicios personales, tal como describe Laura Meradi en las luminosas crónicas reunidas en Alta rotación. El trabajo precario de los jóvenes (Tusquets).
La fórmula más educación-menos trabajo es explosiva. Como alerta el Informe de Desarrollo Humano del Mercosur elaborado por el PNUD, “si la educación es un territorio de expansión de derechos, el trabajo lo es de vulnerabilidades, de incertidumbre y de ausencia de ciudadanía. Esta amenaza de exclusión se presenta como más insoportable, producto de las mayores expectativas de movilidad social generadas por la inclusión educativa. Esta brecha es el núcleo de un malestar juvenil que puede provocar cierto grado de fatalismo sobre el futuro”. Habrá que buscar también allí las causas del malestar con la democracia y del ánimo antipolítico que prevalece entre los jóvenes.
Vamos ahora a la Argentina actual, donde los estudiantes secundarios mantienen tomados algunos colegios porteños en un reclamo minimalista: ni la revolución social ni el fin del capitalismo y ni siquiera más presupuesto; simplemente que se ejecuten las partidas asignadas. En este contexto, la educación pública vuelve al centro del debate y los locutores conservadores se indignan por la actitud de los “chicos”, mientras los progresistas despotrican contra la política educativa de Macri (que obviamente es mala, pero a quien habrá que reconocerle que nunca prometió otra cosa: más allá de alguna mención dispersa a la necesidad de garantizar los 180 días de clases, la educación no fue uno de los ejes de su campaña, centrada sobre todo en la inseguridad y el desplazamiento urbano –tránsito, subtes, caos piqueteril–).
Pero el dato saludable –la educación otra vez en debate– no debería confundir. Por los motivos reseñados al comienzo de esta nota, la educación pública ocupa un lugar central en la historia argentina. Sin embargo, conviene tener cuidado con la idea de que es la solución final a todos los males del país. En realidad, no existe nada, ni en política ni en la vida, que lo resuelva todo (salvo quizá las pomadas chinas de mentol y el clorazepam, pero con resultados transitorios y peligrosamente adictivos).
La educación pública puede ser un igualador de oportunidades, pero nunca un nivelador social automático. Los problemas del mercado laboral, en el marco de una economía que excluye sistemáticamente a un porcentaje importante de la población, no se resuelven con mejores escuelas. Incluso más: si se piensa bien, esta forma de mirar las cosas, muy noventista, pone la carga de la prueba sobre la víctima (que tiene la obligación de estudiar y formarse) en lugar de ponerla sobre el victimario (un sistema económico incapaz de absorber a toda la masa laboral, por más educada que esté). El caso más claro es Cuba, con sus neurocirujanos taxistas y sus sociólogos maleteros, un modelo que hace años no funciona y que ahora que Fidel ha dado luz verde tal vez podamos empezar a discutir.
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