Domingo, 24 de febrero de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Casi todas las medidas gubernamentales han sido y son procesadas desde la perspectiva de la dialéctica kirchnerismo-antikirchnerismo. De modo que lo que está ocurriendo en estos días con el memorando de entendimiento acordado por los gobiernos de Irán y Argentina no puede sorprender a nadie. A lo sumo podría formularse razonablemente la pregunta sobre cuál es la razón por la cual las oposiciones perseveran dramáticamente en la misma estrategia política que preludió su desastrosa performance en las últimas elecciones presidenciales. Sin duda es una pregunta central cuando estamos a pocos meses de otra elección, en este caso exclusivamente legislativa, pero no será el objeto de esta nota.
La cuestión es el contenido concreto, el significado político que en cada ocasión asume el casi incondicional anticristinismo militante. En este caso se trata de establecer la naturaleza del debate abierto en el Congreso, los argumentos que se emplean, la descripción de la situación que cada uno de los actores realiza. El Gobierno se ha empeñado en demostrar que el acuerdo no tiene ningún otro propósito que el intento de destrabar la causa por el atentado en la AMIA de hace casi diecinueve años. Las oposiciones, por su parte, le atribuyen al Gobierno el designio de pactar con el régimen iraní por causas que, según sus expositores, van desde el interés en la ampliación del intercambio comercial con ese país hasta un viraje en la ubicación del Gobierno en el mapa geopolítico mundial.
Naturalmente, cualquier defensa de la iniciativa que se esgrima pasa por la afirmación de su utilidad para el alcance de la verdad sobre el atentado y la justicia para sus responsables. Si se demuestra que esa utilidad no existe, difícilmente se podría sostener cualquier objetivo ulterior por plausible que fuese; sería la conversión del deseo de verdad y justicia en un medio para obtener otros fines. De modo que en principio parecería deseable que la dilucidación de ese punto fuera la cuestión central, si no la única, del debate. Si así hubiera sido, los argentinos habríamos tenido la ocasión de acercarnos críticamente al proceso judicial por el atentado. Se habría ampliado el conocimiento social sobre el vergonzoso proceso de ocultamientos y vilezas que caracterizó su primer tramo; nuestra información y nuestra memoria sobre la trama de complicidades dirigidas a llevar la investigación a una vía muerta que atravesaron por dentro al menemismo. Habría sido también la oportunidad de discutir qué otra alternativa, que no sea la del acuerdo con Irán, serviría al avance real de una causa que hace años está totalmente estancada. No ha sido esa la opción estratégica elegida por las oposiciones.
El hilo argumentativo opositor, como siempre ocurre, fue trazado por los editorialistas de los grandes medios. Su centro fue el alerta por la gravedad que tiene la firma de un pacto con Irán. Nos vamos del mundo occidental. Sostenemos regímenes teocráticos. Auspiciamos a un gobierno que niega el Holocausto. Nos incorporamos a la lista de países sospechosos de vínculos con el terrorismo. Toda la pirotecnia “occidental-moderna-liberal-democrática” contra el tratado. Es decir, el tema no fue el atentado a la AMIA y el proceso en el que se juzga, sino la naturaleza del régimen iraní y el lugar de nuestro país en el tablero global.
No creemos, hay que insistir, que esa sea la discusión central a propósito del memorando, pero creemos que hay que afrontarla. El lugar geopolítico de la Argentina no es un tema menor, demanda salir de los títulos espectaculares y los estereotipos, para pensar la realidad de un mundo en pleno proceso de cambios y discernir sobre el lugar de nuestro país en ese mundo. Las derechas –incluidas las de tradición “progresista”– han asumido como propia una visión del mundo maniquea y extremadamente simple que fue no solamente prestigiosa sino plenamente dominante durante la última década del siglo pasado. A saber, la que clasifica a las naciones del mundo según sea su adhesión a la cultura llamada occidental y a las formas políticas que esa cultura prescribe. Esa cosmovisión tuvo su momento estelar en la primera guerra del Golfo, en la que –no lo olvidemos nunca– participó nuestro país a instancias del entonces presidente Menem. No son pocos los analistas internacionales que ubican en aquella intervención comandada por Estados Unidos el hecho clave para la escalada del crecimiento de las organizaciones terroristas de origen islámico. Lo cierto es que la vieja argumentación colonialista sobre la superioridad cultural y la condición universal de la civilización occidental desembocó a comienzos de este siglo en una doctrina muy curiosa que incluye entre sus preceptos el derecho de Estados Unidos a intervenir en cualquier lugar del mundo en el que esa ideología civilizatoria –en el modo en que la entienden las autoridades de ese país– esté en peligro. Para construir esa doctrina se desempolvó la vieja tradición de la “guerra justa” que acuñaron los monoteísmos, particularmente el catolicismo.
El concepto de “Occidente” fue central en el dispositivo ideológico-político de Estados Unidos y sus aliados durante la guerra fría que lo enfrentaba a la Unión Soviética. Trasplantado literariamente por Samuel Huntington a la época posterior al derrumbe de la Unión Soviética y del “campo socialista”, en el nuevo contexto de una “guerra de civilizaciones”, el término “Occidente” es hoy el santo y seña de quienes auspician la visión del mundo predominante en los años noventa. Lo que queda fuera de “Occidente” es un campo caótico de dictadorzuelos que especulan con la ignorancia de sus pueblos, nacionalistas irredentos, nostalgiosos del comunismo y, sobre todo, cómplices actuales o potenciales del “terrorismo”. Una expresión, esta última que carece de definiciones precisas pero no de poder evocativo y capacidad manipuladora. Si se ensaya una definición del tipo “uso indiscriminado de la violencia contra una población civil para obtener fines políticos o militares”, conviene aclarar rápidamente que es así siempre que el acto no haya sido cometido por fuerzas estadounidenses o de sus países aliados. La administración de esas definiciones no está sometida a ningún debate público: son generalmente los documentos del Pentágono o de la OTAN quienes las producen.
Irán es hoy uno de los principales Estados incluidos en el llamado “Eje del Mal”, fórmula con la que Bush hijo ordenó el mapa imperial mundial. Las voces nada marginales de la derecha estadounidense no han dejado de presionar a favor de una invasión a ese país, con el pretexto de sus investigaciones en materia nuclear. Por otro lado, sus autoridades hacen gala de un discurso fundamentalista y su régimen político dista de cubrir el más modesto de los cánones de la democracia liberal. Pero lo cierto es que Irán es un Estado soberano que forma parte de los organismos internacionales que dicen preservar el orden mundial. ¿Dónde están los tribunales que juzgan la naturaleza democrática de un régimen concreto? ¿Dónde, los que evalúan la condición “terrorista” de un Estado? El ideal de un mundo reconciliado y universal por fuera de las fronteras internacionales sigue siendo un hermoso sueño kantiano que a veces se reencarna en la pesadilla de un inmenso Leviatán con formas de grupos financieros poderosos y organismos burocráticos supranacionales que organizan la rapiña mundial.
Es muy cierto y muy claro que nuestro país ha cambiado su lugar en el tablero mundial. Pero esto no ocurrió cuando el Gobierno firmó el memorando con Irán. Empezó en 2003 cuando el país tuvo que reorganizar sus relaciones con el mundo después del colapso de 2001 que incluyó el más voluminoso default de deuda soberana de la historia. Desde entonces Argentina ha militado a favor del fortalecimiento del proceso de integración regional con Mercosur y Unasur, ha impulsado centralmente su relación con Brasil, intervenido a favor de una recomposición del rol de los organismos internacionales, denunciado la práctica del colonialismo británico en Malvinas, argumentado en contra del unilateralismo estadounidense y la doctrina de las guerras preventivas, auspiciado una política de paz en la región y en el mundo y denunciado el poder de los grandes grupos financieros en el diseño del orden mundial. Al mismo tiempo ha condenado el terrorismo, cualquiera sea el Estado o la fuerza que lo practique.
Está claro que entre esta política y la del alineamiento automático con la principal potencia mundial hay una diferencia muy grande. Y la diferencia central está en el esfuerzo por identificar en cada circunstancia el interés nacional, definido en los términos de nuestro sistema democrático y no desde ningún centro de poder internacional. Se podría decir que es este profundo cambio de concepción de nuestro lugar en el mundo el que hace posible una iniciativa como la que está en debate. Nada de esto asegura el éxito en el logro de los objetivos buscados en relación con los hechos de la AMIA. Pero ningún ajedrez geopolítico ajeno condiciona nuestra exploración de las alternativas para evitar la impunidad del bárbaro crimen de la mutual.
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