Domingo, 24 de febrero de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Alejandro W. Slokar *
Durante el siglo XIX, H. Daumier llevó a cabo la crítica más devastadora de la Justicia en la forma de sátira. La caricatura, se sabe por lo menos desde Kant, encierra la exageración de lo característico, y el mérito imperecedero del artista fue para el notable jurista Gustav Radbruch, ministro de Weimar, luego profesor proscripto por el nazismo, poner en evidencia las tipologías del pathos judicial: “la venalidad, la ceguera, la insensatez y la indiferencia de los jueces; la codicia y la sofistería de los abogados”.
Ciento cincuenta años más tarde, la misma desilusión puede surgir en la primera experiencia directa que un ciudadano tenga con el “palacio”, a poco de tropezarse con un sistema incomprensiblemente barroco y una maquinaria que impone un tiempo interminable para la decisión de los conflictos. Mas aún: cualquiera lo observará como un poder demasiado autoritario, excesivamente burocrático, con prerrogativas antigualitarias, poco abierto a la diversidad de las dinámicas sociales y calcado sobre un modelo que pudo haber funcionado para el país de otro tiempo y de otro modo.
En la imagen, los dos togados capturados en silenciosa connivencia, con sonrisas de complicidad, se tornan muecas grotescas de un ámbito a menudo corrompido. Se pregunta aún hoy el ciudadano: ¿Todas las partes –poderosos o miserables– son igualmente escuchadas y tomadas en cuenta? ¿Todos reciben el mismo trato y tienen los mismos derechos?
Cuando todos aquellos que no tienen los conocimientos, los ingresos o las influencias necesarias constatan que no están en condiciones de hacer valer sus derechos, desaparece el sentimiento de equidad que es la base de la legitimidad del Poder Judicial.
En rigor, se trata de la existencia de constantes estructurales relacionadas con un modo cultural, que todavía pretende pensar el mañana con las ideas de ayer y administrarlo con las instituciones de anteayer. Más allá de reacciones veleidosas y superficiales, la Justicia siempre padeció de un mal grave que, sin la cura apropiada, permanecerá y empeorará con el paso del tiempo.
Porque, en esencia, el Judicial es una institución con resistencias al cambio y además con efecto espejo, o sea, genera tipos de actores a su propia imagen y semejanza. No es de extrañar que aquellos símbolos, ritos y ritmos retratados por Daumier se reediten de modo permanente, a partir de la cooptación de un cuerpo cerrado, colocado social e ideológicamente fuera de la sociedad. Así, no es casual el anclaje de otras corporaciones (clero, militares) que durante décadas sin acuerdo y con juramentos de fidelidad a regímenes de facto supieron articular sus redes y proyectar sus intereses. Tal como todavía al día de hoy lo procuran los grupos de economía concretada y/o hegemonía mediática.
La lógica institucional, con modos de decisión y gestión donde todo se concibe en la cúspide, desde los espacios jerarquizados que se ejercen en lo más alto de la estructura, se soporta en burocracias no pocas veces medrosas cuya caracterización tradicional son los rancios valores del conservadurismo –o sea, defensa del statu quo– contra cualquier innovación. Así se defiende en bloque lo acomodaticio e indolente, y se reclama neutralidad (falsa) con notas pretendidas de impolutez y asepsia. No a través de leyes, sino con esos códigos –las más de las veces implícitos– se forjan las mentalidades, las actitudes y los reflejos.
El mayor desafío de una transformación quizás sea poner a los jóvenes agentes en el centro de la estructura de cambio. Requiere la adaptación del personal existente a una radical revisión de sus enfoques, para convertirlos en la punta de lanza de una reforma que debe ser estructural. Luego, demanda construir una política de formación inicial y capacitación permanente, en donde nada es ajeno a las misiones comunitarias de universidades y centros de estudios, fundamentalmente aquellos ubicados en las periferias de la gran urbe.
Existe un conjunto de momentos de la vida política y social de un país en los cuales se generan las condiciones decisivas para los cambios y, una vez producidas las rupturas, los procesos devienen irreversibles. Estamos emplazados a una reflexión autocrítica sobre nuestro oficio y, cual albañiles, encargados de reparar un edificio cuya estructura está cada día más socialmente cuestionada. Sin un Poder Judicial fuerte e independiente no hay protección de los derechos ni de las reglas básicas de convivencia, pero legitimidad es confianza en la aceptación de nuestros magistrados como garantes de ello. Cualquier reacción que tienda a pensar en términos de conspiración o de cruzada antijudicial no puede impedir la evocación nuevamente del bueno de Daumier, que alguna vez tuvo que padecer la consecuencia de seis meses de encierro por delito de prensa contra el monarca. La historia enseña que la censura de Luis Felipe I dio lugar a las barricadas de 1848 que echaron por tierra el último reinado de aquel país y cedió el paso a la II República.
* Juez
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