EL PAíS

La democratización del Poder Judicial

Un espacio de debate sobre los cambios en la Justicia.

Julio B. J. Maier *

¿Orden o desorden jurídico?

Quisiera comprender la razón por la cual los juristas han bastardeado el orden jurídico argentino, al punto de que hoy no puede ser considerado un sistema, sino, tan sólo, una fábrica de decisiones. Creo que algunos “inventos” han destruido nuestro orden jurídico, nuestra vida institucional, hasta el punto de que hoy no representa un “sistema”. Esos “inventos” son, sintéticamente mencionados, en primer lugar el “amparo” como litigio universal, en segundo lugar las “medidas cautelares” como decisión final anticipada, en el tiempo que esa decisión previa sirve para un determinado interés y, en tercer lugar, facilidad con la que nuestros juristas hablan de “inconstitucionalidad” y su labilidad para encarar el tema.

El “amparo” fue inventado como método de excepción –si cabe todavía, “excepcional”– para reponer derechos constitucionales lesionados de quien sufre la lesión, como, por ej., para poner en libertad a quien había perdido el derecho de gozarla en virtud de una autoridad ejecutiva (hábeas corpus); la lesión debe ser evidente, prácticamente sin necesidad de prueba alguna o con una mera comprobación directa. Quiero exagerar para demostrar su uso indebido. Hoy no existen –gracias a Dios– en nuestro país condenas a pena de muerte. Supongamos que el Poder Legislativo resuelva, por mayoría, reprimir un delito X con pena de muerte o, a aquellos delitos punidos con privación de libertad perpetua, les agrega la pena de muerte. Tal “inconstitucionalidad”, evidente, no sería oponible sino por aquel condenado realmente a muerte, como regla general a través de un recurso contra la sentencia, cuando mucho por el ejecutor que no quiere cumplir la obligación del verdugo fijada en la ley. Si sigo el rumbo jurídico actual diría, en cambio, que, antes de ello, los representados o los legisladores que perdieron la votación en el Poder Legislativo podrían, abstractamente, impugnar por amparo la decisión de sus colegas de mayoría. Yo quisiera saber quién está habilitado para proponer –en el Estado federal– un escrutinio de “constitucionalidad” de una ley del Congreso “en el aire”, quién es competente para ello.

Las “medidas cautelares”, antes definidas por la ley –el embargo, la prisión preventiva, el llamado embargo de viaje, etc.– y, por ello, singulares y excepcionales o caucionadas, son hoy infinitas, tantas como la imaginación nos permita proponer como parte o decidir como juez para el caso de que se trate y, por ello, no definidas por la ley. En verdad, el interés que las provoca las requiere para un tiempo en el que ese interés las reclama y, con ello, sin más, ese interés triunfa.

Vulgarmente se califica a una persona que se entrega a primer requerimiento como “fácil”. Eso es lo que pasa con la “inconstitucionalidad”, nuestra prostituta de hoy. En verdad, el Derecho argentino no conoce la “declaración de inconstitucionalidad”, magüer el uso y abuso que nuestra Corte, nuestros tribunales y nuestros juristas han hecho del concepto. El llamado “sistema difuso” sólo habilita a los jueces, al pensar la sentencia y exponer sus razones en sus fundamentos, a no aplicar cierta norma para resolver el caso porque la creen contraria a la letra de la Constitución: se trata de un fundamento de la sentencia de un tribunal y no se trata de una declaración. Todo según la ley 48. Nuestros jueces parecen utilizar este concepto “facilongamente”, con prostitución del orden jurídico, calificativo mucho más vigoroso aún si pensamos que una ley del Congreso, o de las Legislaturas provinciales dentro de su competencia, cuando cumple los requisitos formales –es dictada por la mayoría prevista en ambas Cámaras–, goza de una especie de presunción de constitucionalidad que, como indiqué, sólo puede ser cancelada por sentencia firme que resuelva un caso. En muchísimas ocasiones las normas constitucionales sólo marcan límites que permiten el juego político o la decisión política entre ellos, esto es, una franja incluso amplia que permite diversas interpretaciones y soluciones políticas. Lo único cierto, más allá de gustos determinados, es que nuestra Constitución nada dice acerca de quién elige a los consejeros del Consejo de la Magistratura que ella designa por calidades profesionales y, por tanto, deja abierta la reglamentación a la ley, algo por otra parte conocido, para quienes observamos el proceso de reforma del ‘94 y leemos su texto. Probablemente nadie imaginó, entonces, la elección popular, pero ello no determina que la interpretación legal que por mayoría la desea sea “inconstitucional”. Todo esto demuestra que nunca se reúne a los dos factores que condicionan, según teoría, las “medidas cautelares”: presunción de aserto del reclamo y peligro en la demora.

Estos tres “desarreglos” mencionados condicionan la prostitución de nuestro orden jurídico. Lo azaroso de las decisiones proviene, además, de una multiplicidad de tribunales que coliden entre sí y explican mejor que cualquier argumento la diversidad política dentro de un Poder del Estado con miles de voces que retumban y, sin embargo, con pretensión de ser organizado verticalmente. Ellos son, también, los que instituyen el llamado y criticado “gobierno de los jueces”, la intromisión de ellos en las políticas de Estado para dirigirlas o indicarlas.

Ahora positivamente frente a esos “de-sarreglos”. Hay un momento en el cual la prenda deshilachada no soporta más arreglos, debe ser cambiada, modificada de raíz. Resulta imperioso construir nuevamente un sistema de decisiones jurídicas. El centro de nuestro control de constitucionalidad federal y de la competencia de nuestra Corte Suprema ha sido y es la ley 48. Estimo que ha llegado el tiempo de derogarla y reemplazarla sustancialmente. Tengo en cuenta que, por fuera de la competencia originaria de la Corte, la Constitución sólo observa que a ella se llega “por apelación”, esto es, por recurso contra una decisión judicial. Propongo, por ello, que la Corte sea el único organismo de control constitucional federal y a ella se pueda llegar cuando alguien sostenga que una ley, en principio aplicable al caso, no deba aplicarse a él por reparo de constitucionalidad. De ello debería desprenderse la terminación del llamado “sistema difuso” de control, que de manera alguna aparece textualmente en la Constitución, para ser reemplazado por un “tribunal constitucional”, nuestra Corte Suprema, único tribunal competente para escrutar la constitucionalidad de una ley. Los detalles, tales como si se puede llegar a ella antes de la decisión final o después de ella, deberían conversarse y evaluarse si se cuenta con la voluntad política de reformar de raíz el sistema que produce los efectos nocivos que ya han sido marcados en una columna de opinión.

No nos es posible crear un “Tribunal constitucional” a la manera europea, con querella de inconstitucionalidad en abstracto (como sucede en la CABA con un sistema bien interesante que se debe estudiar), pues para ello necesitaríamos modificar la Constitución, pero yo recomendaría que, si alguna vez pasa este mundo político en blanco y negro que vivimos, por otra parte, tan nuestro, y se recupera la racionalidad política, se estudie esa posibilidad.

* Profesor de Derecho Penal y Procesal Penal, UBA.

Por Guido Risso *

La fuerza de la democracia

Es propio de los años electorales que recobren vitalidad ciertas discusiones referidas al sistema democrático y electoral. Elecciones primarias, frentes y alianzas partidarias, entre otras cuestiones. Lo positivo de estas discusiones es que corren hacia la luz al “partido político”, a quien nuestra Constitución nacional, en su artículo 38, considera la institución fundamental del sistema democrático.

Pues, de tanto en tanto es conveniente recordar que la concepción del sistema democrático representativo según la cual éste es un sistema político sustentado en un consenso racional y espontáneo que se institucionaliza mediante la representación es parte de la mitología clásica de la filosofía política liberal, puesto que es el disenso y no el consenso el elemento constitutivo del modelo democrático.

Este punto es crucial para introyectar en su completa dimensión la importancia del partido político. Veamos por qué.

La democracia es el sistema de gobierno que no sólo garantiza, sino que también asume y se nutre de las diferencias propias e inherentes a todos los procesos sociales libres, puesto que una verdadera democracia se redefine constantemente desde el disenso. La subestimación –o en ciertos casos directamente la negación– de la complejidad inherente a cualquier dinámica social abierta es el principal factor distorsivo del concepto de “democracia”.

Es cierto que debe existir en toda “organización” social una mínima expresión de consenso político establecido como principio de orden, el cual está expresado en el texto constitucional. Allí hay un primer acuerdo sobre determinadas bases, es por ello que en los distintos manuales de Derecho Constitucional es frecuente leer que el sistema democrático está basado tanto en la soberanía popular como también en el principio de supremacía de la Constitución, y nosotros agregamos, el derecho internacional de los derechos humanos que hoy integran el bloque de constitucionalidad federal. Sin embargo, poca tinta y pensamiento se le ha dedicado al conflicto entendido también como el lazo natural que une la vida social con esa Constitución.

Observamos por todas partes cómo los hombres siguen luchando a fin de humanizar y socializar cada vez más los sistemas de gobierno, pues no transitamos el último estadio político, lejos estamos del fin de la historia. Tanto la democracia como la vigencia constitucional son parte de un proceso de acuerdos y conflictos permanente. Esa lucha permanente es, concretamente, la disputa política.

Es decir, el conflicto debe ser canalizado por la política. En otras palabras: es la actividad política el canal de expresión del conflicto que provee la democracia.

Ahora bien, ¿cómo ordenamos esa actividad política? En un sistema representativo es el partido político el principal canal de lucha. Valga la siguiente aclaración: el partido político no es el único medio para vehiculizar la disputa política, que quede claro, pero sí el más apto para materializar formalmente las demandas y las conquistas obtenidas.

Esta reivindicación del partido político de ninguna manera pretende poner en crisis a los diversos agentes políticos organizados como los movimientos sociales, las agrupaciones obreras, estudiantiles o los organismos del tercer sector, pero no debemos olvidar que no existe democracia exitosa en Occidente sin un sistema fuerte de partidos políticos.

Curiosamente en los últimos tiempos, específicamente desde los años ‘90, en el saber constitucional han cobrado protagonismo otros institutos, descuidando al mismo tiempo la importancia de los partidos políticos como instrumentos fundamentales de la democracia representativa. En efecto, es llamativo cómo ha desaparecido el sistema de partidos del centro de la discusión constitucional. Esta visión neoliberal viene en Latinoamérica proporcionando el fundamento central del pensamiento constitucional dominante, pues para tales teóricos la Constitución basta para la democracia.

En síntesis, debemos reconocer que la disputa política, en tanto actividad desarrollada formalmente por los partidos políticos, es el sustrato medular de todo proceso político social representativo. Pensar que la clave de cierre de un modelo democrático es exclusivamente el sistema constitucional es una verdad a medias. Cuanto más sólido sea el sistema de partidos y los movimientos sociales, estudiantiles y sindicales, entre tantos otros, se articulen con ellos, más democracia y más Constitución tendremos.

* Constitucionalista y doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor de la Facultad de Derecho, UBA. Profesor visitante Facolta de Giurisprudenza, Università di Cagliari, Italia.

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