Domingo, 23 de febrero de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La baja del desempleo, un avance que se sostiene. Trabajo informal, un piso que no se perfora. Vistazo sobre el empleo y la clase trabajadora, de Perón para acá. Primeras cifras del Progresar: virtudes y desafíos. Interés en Escandinavia sobre un gran filósofo nacional. Y varios asuntos más.
Por Mario Wainfeld
El índice de desempleo para fin del año pasado llegó al 6,4 por ciento, lo que subraya una tendencia sostenida desde el año 2003. Es uno de los logros esenciales del kirchnerismo que se mantuvo con fluctuaciones aun durante la crisis de 2008 y 2009. El compromiso gubernamental con la “cultura del trabajo” es una de sus características esenciales. La “herencia recibida” de las políticas neoliberales del peronismo menemista y la Alianza superaba el 20 por ciento de desocupación. La defensa de los niveles vigentes es un desafío para este año, en un contexto económico dificultoso, acaso el más arduo de la experiencia oficialista. Se produjo una reducción respecto del año anterior aunque es forzoso subrayar que no es derivación de la creación intensiva de puestos de trabajo formal sino de la merma del número de personas que buscan trabajo. Lo sustancial, se insiste, no es el record (relativo y relativizable) sino el mantenimiento de una firme tendencia. El trabajo formal creció en consonancia con la capacidad adquisitiva del salario y el poder de los sindicatos. Como contracara, subsiste un alto nivel de empleo informal estabilizado desde hace años en alrededor de un tercio de la clase trabajadora. Es una marca preocupante. El economista Fernando Porta señala que los niveles de empleo y de informalidad deben considerarse estructurales o sea muy resistentes a la baja. Lo hizo en un encuentro del sector de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) que lidera Hugo Yasky. El trabajo, que se compartió amablemente con Página/12, está pronto a editarse bajo el título “Competitividad, productividad y el rol del sindicalismo”. Porta deduce que son necesarias nuevas políticas industriales y aun la revisión de ciertos diagnósticos caros al kirchnerismo. Recuerda que la tasa de desempleo en los años ’70 fluctuaba entre el 2,5 y el tres por ciento mientras en los ’80 oscilaba entre el 4 y el 5 por ciento. Eran otros trances, claro: vale la pena una mirada retrospectiva.
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Los treinta gloriosos, versión criolla: El Estado benefactor instalado por el primer peronismo acunó una etapa única de distribución de riqueza y generación de trabajo. No fue un fenómeno asombroso en el planeta, aunque tuvo peculiaridades profundas. Como pasó en otras latitudes, surgió en la llamada posguerra y proyectó sus efectos hasta 1975 (tiempos del Rodrigazo) o el año siguiente, con la instauración de la dictadura cívico-militar. En otras latitudes se habla de los “treinta años gloriosos”. La Argentina también los tuvo. A su modo, signado por el paradigma plebeyo e inclusivo del peronismo, su posterior proscripción y por la inestabilidad institucional. En aquellas épocas, mayormente se conseguía trabajo y, promediando mucho, el que laburaba “paraba la olla”. No se habla de plena igualdad, por cierto, pero sí de una vivencia extendida: con el trabajo, “se podía vivir” en una sociedad menos desigual que la actual, similarmente igualitaria y más acogedora.
La dictadura arrasó con muchas instituciones del Estado benefactor, barrió conquistas laborales consecuencia de luchas prolongadas. Disciplinó por vía del terror aunque tuvo una cierta cautela para privatizar y promover despidos. Hablamos, claro, en términos comparativos no tanto con lo ocurrido antes, sino con lo que pasaría después. El cuidado con el desempleo seguramente abrevaba en una concepción propia de la “guerra fría”, todavía vigente: las masas sin trabajo podían ser caldo de cultivo para la izquierda o “la subversión”. Comparada con la etapa peronista y su “derrame” ulterior fue un retroceso cualitativo... si se la coteja con el neoconservadurismo de la etapa democrática fue menos brutal. Por si hace falta, se aclara que sí sentó las bases para esas políticas ulteriores y que la represión también fue instrumento disciplinador. El menemismo advino casi simultáneamente con la caída del Muro de Berlín y el cese de “la amenaza roja”. Formó parte de una ola privatizadora y despectiva de los derechos laborales. Llevó al paroxismo las tendencias internacionales: privatizó a mansalva, a bajo precio y sin conservar resortes básicos de la economía. La embestida contra los de derechos sociales (incluyendo el más básico, el de trabajar) llegó a fondo. Se demolió una construcción muy sólida, incomparable en la región. La hiperinflación y el fracaso de la experiencia alfonsinista allanaron el camino. El contorno internacional lo alentaba, la ferocidad del menemismo y su falta de escrúpulos hizo el resto. La Alianza ofreció maquillar al modelo neoliberal (ambición mediocre que delataba su sumisión ideológica): no pudo cumplir tan siquiera esa promesa.
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El peor mapa: Desde, redondeemos, el ’45 hasta entrados los ’70 la Argentina fue un país de primera en normativa laboral, grado de sindicalización y relativa equidad. Con pleno empleo y un abanico salarial no tan amplio. El mapa social se reconfiguró en los ‘90. El imaginario del sindicalismo dominante, digamos cegetista, quedó “clavado” en los mejores años: sin propuestas para la desocupación, casi sin mirada para los laburantes sin conchabo. La CTA, nacida precisamente en la era menemista, desde el vamos incluyó a los desocupados y a los movimientos sociales en su concepción y en su armado. Esa es una de sus fortalezas genéticas, una de sus limitaciones es ser básicamente un agrupamiento de gremios estatales con poca inserción en los de actividad privada. La Marcha Federal, organizada en 1994 por Víctor De Gennaro, confluyó en la Plaza de Mayo y puso en escena una nueva conformación de la clase trabajadora, mucho menos homogénea que aquella que vivó a Perón el 17 de octubre. El kirchnerismo recibió un país devastado, con millones de desocupados, hogares destruidos, ciudades y pueblos productivos vaciados. A once años vista, el panorama mejoró marcadamente, aunque los indicadores se amesetaron.
Nuevo, para la experiencia nacional, es el esquema sociolaboral, inéditamente amplio el abanico de ingresos y perspectivas. La desigualdad dentro de la clase trabajadora no reproduce etapas previas, aunque se ha mitigado mucho la desocupación. Las circunstancias y el designio gubernamental incentivaron o reavivaron la capacidad de lucha de la clase trabajadora.
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Cambios y adaptaciones: Las paritarias que están comenzando aspiran a mantener la capacidad adquisitiva de los ingresos, mientras el Gobierno trata de sofrenar la inflación. Los instrumentos de estos años no han bastado para alterar la proporción del trabajo “en negro” que es, básicamente, incumplimiento patronal de las reglas. Los gobiernos elegidos desde 2003 han tenido rumbos y objetivos sostenidos aunque han sabido variar sus instrumentos. En la presidencia de Néstor Kirchner primó la clásica concepción laborista del peronismo o, aun, el neodesarrollismo de los partidos nacional-populares. La clave, casi única, era reparar las injusticias, poner en funcionamiento el aparato productivo, restaurar las principales leyes e instituciones laborales y sindicales. Hubo pocas estatizaciones, en altas dosis forzadas por el abandono o la barbarie de los concesionarios: el Correo y la empresa Aysa, las más conspicuas. Durante los mandatos de la presidenta Cristina Kirchner se acentuaron el intervencionismo y el estatismo. Se reestatizó el sistema jubilatorio y años después se renacionalizó YPF. El oficialismo asumió que el trabajo podía no bastar para obtener una entrada digna o, por ponerlo de otra forma, la existencia de pobreza por ingresos. La Asignación Universal por Hijo (AUH) capitalizó una propuesta que se rechazaba al principio, en virtud de una lectura ya anacrónica de los alcances del potencial del trabajo.
Las movidas del primer gobierno de Cristina fructificaron velozmente y abonaron el camino de la reelección. Las subsiguientes son de cosecha más trabajosa. El ejemplo de YPF es cabal. El acuerdo celebrado con Repsol –esperan con buena lógica en el Gobierno– incentivará la llegada de inversiones extranjeras productivas. En corto, mejorará la ecuación financiera nacional. El rinde cabal llegará en el mediano plazo, ni el más optimista imagina que sea este año o el próximo. De cualquier manera, la actividad energética dinamiza la economía de las provincias petroleras y genera actividad. La atención oficial no se constriñe a la búsqueda de capitales, objetivo al que apuntan las tratativas con el Club de París. También se vuelca en programas sociales complejos, como el Pro.Cre.Ar y el Progresar. La Presidenta anunció los primeros números de este plan, que combina política de ingresos con condicionalidades educativas y de formación profesional. El conjunto elegido es vulnerable: jóvenes de sectores populares de 18 a 24 años. Su tasa de desempleo triplica la media nacional.
La suma de los potenciales beneficiarios es ardua: la primera estimación del Gobierno ascendió a un millón medio. Hasta ahora hay más de 504.000 inscriptos de los cuales más de 185.000 recibirán en marzo los primeros pagos por haber cumplido todos los requisitos. Sin información oficial disponible, todo indica que muchos ya estaban tutelados por políticas educativas o laborales menos amplias: el programa Fines o el Jóvenes. Dentro del universo de pibas y pibes a tutelar seguramente queda pendiente el que exigirá mayor esfuerzo de convocatoria: quienes estaban menos incluidos de antemano. Menudo reto para las provincias, las municipalidades, las reparticiones nacionales, la militancia territorial, las parroquias, las organizaciones sociales. La formación es un afán encomiable pero no bastará para asegurar la entrada al empleo formal. Incluir y ayudar “en la diaria” es un primer paso. Pero un laburante “empleable” no crea, por sí, un nuevo puesto de trabajo. Menos en términos masivos, que dependen del funcionamiento económico general.
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Un filósofo ahí: El decano de la Facultad de Sociales de Estocolmo le escribe, alborozado, a su rebelde discípulo: el politólogo sueco que hace su tesis de posgrado sobre Argentina. “Déjeme de embromar con ese gobierno y con esa presidenta que tanto alaba. Y acabe con sus diatribas contra la burguesía nacional. Me he enterado de que lo que usted llama el establishment está preparando un documento (re)fundacional y se lo ha confiado a un gran filósofo. Acá se conoce tan poco... nada encuentro sobre ese sabio que indicará el camino del futuro. Cuénteme algo sobre él. Y pronto”. El politólogo elige contestar alentando el entusiasmo de su jefe y sponsor. “Tiene razón, profesor. Santiago Kovadloff es un gran sabio, heredero de las mejores tradiciones de Occidente. La sociedad argentina está en vilo aguardando su escrito. Las grandes empresas lo esperan con ansiedad. No será una retahíla de lugares comunes mediáticos ni una repetida sarta de lugares comunes opositores. Marcará un cambio de época. Un solo temor aqueja a los empresarios: que el gran humanista les pida, siguiendo las enseñanzas del papa Francisco, que moderen su codicia y afán de lucro. Si lo hiciera, se verían obligados a observar esas enseñanzas. Tales el prestigio y la imparcialidad del Maestro”.
El politólogo ríe con ganas, remite copia oculta a la pelirroja progre, cada día más cristinista. La ha perdido de vista porque ella anda controlando Precios Cuidados en una perenne recorrida de góndolas. Esa militancia, a la que acaso no sean ajenos jóvenes militantes de La Cámpora, aviva los celos de nuestro amigo. El mensaje funciona: el celular suena pronto, una carcajada cantarina y prometedora resuena del otro lado de la línea.
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Los unos y los otros: Las carencias conceptuales y discursivas de la oposición real, la fáctica, conforman el cuadro de situación. Críticos del oficialismo, no todos intratables, cuestionan a quienes lo siguen bancando pese a que se atraviesa una etapa complicada y a que muchos de los instrumentos del kirchnerismo han perdido eficacia. ¿Por qué confiar en que el Gobierno puede repechar esa cuesta? La respuesta está dada, en parte, por lo relatado antes: porque el kirchnerismo no ha sido lineal en su trayectoria, ha sabido adecuarse a los cambios (deseados o no) de la década manteniendo sus banderas. Y también, en una actividad competitiva como es la política democrática, porque su oferta sigue siendo mucho más interesante y afín a los intereses populares que las de sus alternativas posibles. El primer Juan Domingo Perón, el presidente y líder de aquellos tiempos felices e irrepetibles, bromeaba apenas cuando decía: “No es que nosotros hayamos sido tan buenos, es que los otros eran peores”. En un mundo en el que las derechas avanzan con visiones estrechas y hasta salvajes, la frase del General no suena tanto a modesta como a lúcidamente irónica.
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