Domingo, 13 de abril de 2014 | Hoy
Hacer justicia por mano propia como una forma de intolerancia y clasismo. El recorte social, el rol de los medios y el sabor amargo de percibir lo peor de una sociedad, en tres reflexiones sobre los casos más recientes.
Por Damián Pierbattisti *
Cuando Stanley Milgram se propuso investigar la “obediencia a la autoridad”, tuvo como preocupación central descubrir cómo fue posible un fenómeno tal como el nazismo. El punto de partida del célebre psicólogo norteamericano era bastante simple: la más absoluta atrocidad que se plasma en toda determinación genocida, es posible que haya tenido su origen en la mente de un único individuo, pero no podría haber sido llevada a cabo a escala tan amplia sin la colaboración obediente de otras muchas personas.
Milgram demuestra con su experimento que la enorme tarea colectiva que supone construir un genocidio descansa en la parcelización de las responsabilidades, que se encadenan unas a otras en un sinfín de innumerables acciones cuyo corolario final aparece con la eliminación física de un grupo social determinado. La transferencia de la responsabilidad individual en la autoridad de la cual emana la orden permite al sujeto des-responsabilizarse sobre los resultados de la acción ejecutada. En el caso del genocidio perpetrado en nuestro país, el encadenamiento de pequeñas tareas involucraba, simultáneamente y entre muchas otras, la activa participación de quienes tenían a su cargo mitigar la posible emergencia de toda señal de angustia entre los ejecutores de la obediencia debida (tarea asignada a los capellanes de las Fuerzas Armadas para los asesinos que tiraban personas vivas al océano Atlántico).
El asesinato del joven David Moreira pone de relieve la correspondencia que existe entre cierta producción discursiva con el campo de acciones sociales que ésta propicia. La minuciosa construcción de un discurso que pone el eje en “la guerra” contra la delincuencia (joven, pobre y urbana) se fue traduciendo en la creciente estigmatización de los jóvenes pertenecientes a los sectores populares, aspecto que redunda en el paulatino despojo de la condición humana de este amplio sector social y que los fue convirtiendo antes que en chivos expiatorios de políticas fallidas en “jóvenes matables”, retomando la imagen utilizada por una colega. Este asesinato nos confronta a varias dimensiones que no deben escapar a la posibilidad de ensayar un análisis sociológico.
En primer lugar, en el asesinato de David Moreira se juega la herencia de la dictadura militar con singular intensidad: la forma de poner fin a un conflicto social es a través de producir la eliminación física del otro. El “empoderamiento” de la sociedad civil respecto del discurso securitario comienza a traducir la oscura raíz que late en la pluma envenenada de los editorialistas del odio con vocación hegemónica. Lo vienen haciendo desde mucho antes de quedarse con Papel Prensa y no se advierte en el horizonte que vaya a ser muy diferente en el futuro inmediato. El diario La Nación tuvo un gesto de buen gusto al suprimir los comentarios de los lectores en las notas referidas a este tema. No fue el caso de Clarín.
Por otra parte, este hecho nos coloca ante la voluntad de matar que exhibe una porción, cuanto menos importante, de la sociedad civil argentina. Este episodio reinstala con fuerza la escisión existente entre el hecho de poseer armamento y la determinación de matar. Se puede disponer de la 4ª Flota y no querer matar a nadie mientras que si uno desea hacerlo, basta molerlo a palazos y patadas. Dicho de forma más simple: el desarme de la voluntad de matar trasciende a la política de cambiar fierros por plata. Lo que hay que desarmar va mucho más allá del ámbito de todo instrumental técnico-militar.
Esta voluntad de matar también se terceriza en las fuerzas de seguridad. En ellas descansa la ejecución legal de la creciente deshumanización de la que es objeto un importante sector de nuestra sociedad. Ni siquiera cuando queda negro sobre blanco la íntima relación de las fuerzas de seguridad con el narcotráfico, tal como lo demuestra la policía santafesina, provincia donde asesinaron a David Moreira, se pone en cuestión la necesidad imperiosa de que el poder político intervenga en la conducción de las fuerzas de seguridad. Dejar en manos de tales fuerzas el gobierno de decenas de miles de ciudadanos armados sobre los que descansa “la seguridad” y que se encuentran fuertemente vinculadas con la comisión de los delitos por los que, paradójicamente, se los convoca a combatir, no parece haber sido la mejor vía para enfrentar el “flagelo de la inseguridad”.
El neoliberalismo, y su respeto sacramental por la libertad de mercado, la confianza de los inversores y el adecuado clima de negocios llegó de la mano de un terror generalizado que posibilitó la matanza focalizada. Jamás ninguna personificación de la delincuencia, al menos aquella susceptible de ser asesinada a palazos, rozó siquiera a las conducciones económicas, políticas, militares, eclesiásticas y policiales que produjeron el genocidio en nuestro país, por medio del cual se alteró radicalmente la estructura social argentina. La capacidad de la que gozan para invisibilizar los efectos que generaron las políticas impulsadas por las diversas personificaciones de tales sectores sociales durante el genocidio y la extensa década de la hegemonía neoliberal va de la mano con la responsabilización de los propios excluidos sobre su propio destino. Pero para que el hilo se corte por lo más delgado es preciso construir el discurso racista y miserable que ponga a estos jóvenes en el centro del escarnio público.
En tal sentido, la justificación del asesinato de David Moreira que ensayó el diputado Sergio Massa, aun cuando debió retroceder tibiamente sobre sus pasos intentando edulcorar tamaña confesión de principios, pone de manifiesto cuál sería su “política de Estado” reservada a los efectos que produce la exclusión social. No es paradójico ni mucho menos sintomático que no exista alusión alguna a este fenómeno como causa subyacente de los múltiples ilegalismos que se pagan con la vida misma. El neoliberalismo concibe a cada sujeto como un agente económico que actúa guiado racionalmente en procura de la satisfacción de sus intereses particulares. Las condiciones materiales de existencia desde donde se debate la imposible realización de la individualizada sociedad de mercado carecen de mayor importancia. La responsabilización social de la pobreza se traduce en los discursos hegemónicos referidos a cierta pretendida holgazanería de los beneficiarios de planes sociales, donde se ponderan los rasgos salientes de supuesta “cultura del trabajo” ausente en ciertas fracciones de los sectores populares. De este modo, la desigualdad social inherente al desenvolvimiento objetivo de la formación social capitalista se reduce a un fenómeno de adaptaciones individuales a un orden social intrínsecamente injusto. Es por tal motivo que aparecen con estos hechos las diversas prescripciones a recuperar el poder disciplinario para reconducir las conductas extraviadas (“meter” a los jóvenes en reformatorios, reimplantar el servicio militar obligatorio, etc.), sin que se incorpore a la discusión la distribución de la renta nacional.
La intensidad con la que se vive la coyuntura en nuestro país obstaculiza, por momentos, la posibilidad de extender la mirada más allá del recorte de ocasión. En la guerra de posiciones por debilitar a los gobiernos posneoliberales de la región, la corrupción, la inseguridad y la inflación constituyen los tres grandes vectores a partir de los cuales se produce un permanente ejercicio de desgaste para minar la base social de estos gobiernos. La lucha por la hegemonía política demuestra, una vez más, que trasciende el campo de la esfera económica y que para llegar a conocer la direccionalidad que siguen los dos grandes modelos de país en pugna es preciso incorporar, como eje de análisis, la conducción intelectual, política y moral de la sociedad civil. En tal sentido, el asesinato de David Moreira a manos de “vecinos” indignados pone de manifiesto que la normalizada construcción de un discurso racista, discriminador y fuertemente deshumanizante se traduce en hechos concretos y específicos. De la misma manera que no hay creencia que no se corresponda con acciones, tampoco existen los discursos inocuos que no produzcan efecto alguno en la vida social.
“La patria es el otro” es una hermosa consigna que sólo puede realizarse si se incorpora la dimensión material donde fundar el vínculo con ese otro, que permita incorporar ese otro a un espacio de vida común, humano. Por tal motivo, y como bien señaló la Presidenta, para evitar una escalada que conduzca a otra Noche de los Cristales Rotos, es preciso avanzar sobre los intereses de los sectores más concentrados de la economía, lo que, desde luego, presupone la construcción de una fuerza social transformadora decidida a profundizar los avances logrados hasta el momento.
Cuando un buen padre de familia patea a un joven indefenso tirado en el piso hasta provocarle la muerte, queda en evidencia que los obstáculos que es preciso remover para construir una sociedad más justa y más humana son infinitamente más complejos de lo que parece a simple vista.
* Sociólogo. Investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA/Conicet).
Por Vicente Battista
Parecían ciudadanos libres de toda sospecha: los civiles usaban ropa de marca, calzaban zapatos impecablemente lustrados y se enorgullecían de pertenecer al exclusivo núcleo de los “Chicago Boys”, los ungidos vestían hábitos de calidad y repetían, con tono estremecido, aquellas frases de las Escrituras que mejor les convenían, los militares de cualquiera de las tres armas se proclamaban discípulos de San Martín y lucían uniformes cargados de medallas, aunque no se recordaba que hubieran intervenido en guerra alguna. Tanto los civiles, como los eclesiásticos y los militares preferían el pelo corto y prolijamente peinado, algunos se atrevían al bigote, jamás a la barba. Se los podía ver honrando los salones de alcurnia y poblando los palcos de la Sociedad Rural en cada una de las inauguraciones. No tenían el aspecto de quien le arrebata la cartera o el reloj a un transeúnte desprevenido. Nada de eso, ellos iban por más: arrebataron vidas, hicieron desaparecer a 30.000 compatriotas, robaron los bebés recién nacidos, para después matar a las madres y vender a los críos. En sus ratos libres torturaban sin descanso, se quedaban con las empresas de los que habían torturado, las compartían con sus socios civiles, y, puntualmente, todos iban a misa. Por último, engendraron una guerra que dejó a cientos de jóvenes muertos y ni siquiera un rasguño en los altos mandos. Perdieron esa guerra y poco después el dominio del país que habían masacrado. Los juzgaron, los condenaron, los indultaron y finalmente los volvieron a juzgar.
A lo largo de toda esa carrera de marchas y contramarchas, ni las Madres ni las Abuelas de Plaza de Mayo ensayaron el mínimo gesto de hacer justicia por mano propia. Creo recordar que un joven en Mar del Plata le dio una bofetada a Alfredo Astiz; esa cachetada y los escraches organizados por HIJOS marcaron el límite. Las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo jamás tiraron al suelo y molieron a palos a uno solo de los criminales indultados por Menem. De haberlo hecho, ¿qué hubieran dicho quienes hoy apoyan a las hordas que golpean y matan a los jóvenes sospechados de arrebato que no visten ropa de marca, no calzan zapatos de lujo y llevan piel oscura, barba y pelo largo?
Linchamiento llaman a esa monstruosidad. El mote viene de David Lynch, un cuáquero plantador de Virginia que participó en la guerra de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que en 1780 desoyó la resolución de un jurado que había absuelto a un grupo acusado de sublevación y sin más vueltas los mandó a colgar a todos. Esa costumbre de ejecutar sin juicio previo se propagó rápidamente por el territorio norteamericano y hacer “justicia” por mano propia se convirtió en un hábito estadounidense: un vasto número de películas del Far-West da cuenta de ello. En 1865 el Ku-Klux-Klan tomó la posta y se dedicó a linchar a esclavos negros definitivamente liberados ese mismo año. Fue casi natural que poco después, el 17 de noviembre de 1871, se fundara la Asociación Nacional del Rifle, creada con el falaz propósito de defender el derecho a poseer armas para defensa personal. Esa defensa hace que aproximadamente 300 millones de armas de fuego esté en manos de civiles, poco menos que la cantidad total de habitantes de la nación. Esas armas fueron el elemento esencial para producir masacres como, entre otras, las de la Universidad de Texas (15 muertos), la de la Escuela Secundaria Columbine (un profesor y 13 estudiantes muertos), la de la Escuela Tecnológica Virginia Tech (32 muertos) o la de una escuela primaria de Connecticut (28 muertos, 20 de ellos chicos que no llegaban a los cinco años de edad). ¿Quienes justifican y apoyan los recientes linchamientos estarán gestionando una sucursal de la Asociación Nacional del Rifle en nuestro país?
La nota de color, una vez más, la han dado dos candidatos presidenciales que se presentan como adversarios electorales, aunque no ideológicos: ambos abrevan de la misma fuente. Es fama que el procesado jefe de Gobierno de la Ciudad no es adicto a la lectura, de serlo no estaría tan tranquilo porque una de sus hijas se alejó de la violencia de nuestro país para afincarse en los Estados Unidos de Norteamérica. Según un informe del FBI, en EE.UU. durante el año 2009 hubo un total de 15.241 asesinatos, lo que arroja la nada desdeñable cifra de 42 muertos por día o, si se prefiere, dos muertos por minuto. El procesado jefe de Gobierno debería tener en cuenta que cualquier mañana de éstas, algún vehemente joven WASP puede cargar el rifle de asalto AK-47, que por el simple hecho de abrir una caja de ahorro le acaba de regalar el banco de su barrio, y así, sin más, salir a voltear negros, latinos, musulmanes y, si se cuadra, también norteamericanos puros. Se estima que en el siglo XX murieron más norteamericanos a manos de sus propios compatriotas que la suma de soldados estadounidenses muertos en las dos guerras mundiales, la guerra de Corea y la guerra de Vietnam.
Por lo que se sabe, el ex intendente de Tigre y actual diputado nacional no tiene parientes cercanos en los Estados Unidos de América, lo que no le impide apoyar con vehemencia la política violenta que sustentan los grupos más fascistas de aquellas tierras. Se fotografió, sonriente y feliz, con miembros del Tea Party, y ante los linchamientos registrados en nuestro país, con voz trémula sentenció: “El que las hace las paga”. Si tanto le gustan las frases hechas, podríamos volver a esa foto del Tea Party y decir: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
Por Florencia Saintout *
Ante hechos atroces como los ocurridos con los linchamientos, todos nuestros análisis deben partir de la condena más rotunda a uno de los acontecimientos más alarmantes que vivimos dentro del marco democrático. Sabemos claramente que el derecho a la propiedad jamás valdrá más que el derecho a la vida, aunque muchos relativicen el valor de la vida de los sectores populares. Por momentos parece que está todo dicho: unos afirman que hay una ola de linchamientos que tiene que ver con la ausencia del Estado y otros afirmamos que esto debe entenderse como una operación político-mediática de la derecha contra el proyecto de un nuevo Código Penal. Pero especialmente se busca generar la idea de que el caos y el miedo necesitan de un candidato con nombre de embajada norteamericana. Unos dicen que la gente sale a linchar y que está bien que hagan justicia; otros decimos que asesinan y que hay responsables de ello.
Así está el debate. Sin embargo, luego de tomar posición, considero que hay tres zonas sobre las cuales vale la pena detenerse:
Sorprende la velocidad y la casi absoluta homogeneidad con la que los medios –sacando visibles excepciones– han tratado el tema. Como si hubiera en los distintos proyectos periodísticos un directorio común que bajara una línea editorial sin fisuras y que cada uno de los periodistas estuviera dispuesto a repetir sin soplar. Evidentemente, en un abanico tan complejo de medios esto no es posible. Ocurre otra cosa: la gestión interesada del miedo desde el discurso de la seguridad ciudadana, por el cual la sociedad se divide entre unos vecinos ciudadanos (“la gente”) por un lado y unos monstruos a temer del otro, se viene construyendo como política de control social desde hace décadas.
Esta matriz se ha constituido como una doxa, un sentido común de una fortaleza tal que está disponible en cualquier momento hasta para justificar un asesinato brutal como el de David Moreyra.
Esta fuerza no ha salido de la nada. Se sostiene en décadas y décadas de sedimentación de una idea: hay un enemigo interno que debe ser exterminado. Esto para los medios comenzó con la dictadura. El periodismo que hoy está más eufórico con el “linchamiento” es el que participó como coautor del gran crimen planificado de la dictadura.
Ha dicho el fiscal federal José Nebbia (respecto del diario La Nueva Provincia, pero podría pensarse para el sistema de medios en general): “Un exterminio de las características que tuvo el argentino no se da de un día para el otro: se prepara, se ejecuta y luego tiene que justificarse”. El sistema de medios hegemónico durante la dictadura participó activamente de la construcción de un otro exterminable (por eso no podemos seguir hablando de complicidad o de asociación sino de coautoría). La invención de “los enfrentamientos”, ocultando asesinatos de militantes políticos cometidos por el terrorismo de Estado, tuvo como principal objetivo aterrorizar a la sociedad y crear una idea de guerra donde unos (los militantes) debían ser exterminados por “el bien común”. No se trató sólo de discursos o relatos, ya lo sabemos.
Tampoco ahora se trata sólo de relatos en vacío. La gestión del miedo al otro tiene consecuencias “reales”, concretas. Alcanza con ver la población carcelaria de nuestro país: el 60 por ciento de los detenidos no tienen condena aún y el 67 por ciento de los privados de libertad son jóvenes entre 18 y 34 años que responden a un patrón marcado por el racismo y el clasismo. Las denuncias de torturas en las cárceles como las características de las víctimas de la violencia de los últimos días responden a esos patrones en que los medios sitúan a los que no son vecinos, a los que no son gente.
El miedo forma parte de las emociones humanas. Nadie discutiría esto. Pero el miedo, que no es racional y que se vive con la fuerza y la verdad de la experiencia individual (nos hacemos pis de miedo; se nos eriza la piel del miedo), se construye históricamente y se transmite culturalmente. Por esta razón, a lo largo de la historia los miedos no han sido los mismos. Este es un tiempo donde los medios juegan un papel fundamental en la gestión y transmisión de esos miedos que no son naturales (lo que no quiere decir que no sean verdaderos) y por eso debemos estar muy atentos a la historicidad del proceso para poder decidir democráticamente sobre ellos.
La constatación de la fuerza histórica por derecha en la que se ha consolidado la percepción del otro no blanco/no de clase media o alta como el enemigo –al punto que está justificada su destrucción– no debería atrincherarnos en un solo lugar y dejarles el tablero social entero para que se muevan a sus anchas. Lo que se llama seguridad se ha definido por derecha pero no quiere decir que entonces en ese territorio simbólico/material la única posibilidad que nos quede sea huir o dar batalla con las herramientas que ellos –travestidos de medios– nos plantean.
Sabemos que a lo que se ha nombrado como inseguridad se responde con justicia social, respuesta que implica la eliminación de las desigualdades estructurales de todo tipo. Pero también con la transformación de instituciones como la Justicia, cuyos dispositivos punitivistas no son nada independientes ni neutrales. Por eso peleamos contra la “inseguridad” no sólo convocando a la ciudadanía y sus organizaciones, sino también haciendo política, revitalizándola. Lo que implica a su vez generar espacios para que los jóvenes argentinos tengan causas colectivas por las que luchar para poder vivir en un mundo más digno. En esa tarea se incluye, sin dudas, la transformación de unos medios de comunicación y un modo del periodismo que sin protocolos comunes habla comúnmente y a boca de jarro provocando y justificando los crímenes. Lo que estos medios llaman linchamientos es lo que antes llamaron justicieros y antes llamaron enfrentamientos, con distintos signos de acuerdo con la época y los intereses en juego. Estos medios, con sus candidatos ocasionales, lo único que quieren es linchar al pueblo.
* Doctora en Cs. Sociales. Decana de la FPyCS-UNLP.
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