Domingo, 13 de abril de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Es imposible un juicio histórico sobre el significado del paro del último jueves. Político como fue, el análisis que puede empezar a hacerse pocas horas después del acontecimiento debe atender sus efectos en el tablero que se insinúa un año y medio antes de la elección presidencial de octubre de 2015.
La definición de la medida de fuerza sindical como política no afecta en sí mismo su buen nombre y honor. El movimiento obrero argentino ha realizado muchos paros políticos que pertenecen a su mejor tradición: el paro con movilización en mayo de 1969 recordado como el Cordobazo, el que derrocó a López Rega de su lugar virtual como cabeza del gobierno en julio de 1975 y el que estremeció el edificio de la última dictadura dos días antes del desembarco en las islas Malvinas vienen rápidamente a la memoria. La cuestión no es el carácter político sino el sentido que la acción toma en una coyuntura política concreta. La medida de fuerza del jueves apeló a banderas reivindicativas salariales en medio del desarrollo de las negociaciones paritarias que varios gremios ya han cerrado satisfactoriamente. Volvió sobre el reclamo de subir el techo salarial para el pago del impuesto a las Ganancias, reconocido como justo en general, aunque el Gobierno ha adelantado que se estudia la cuestión para definirla después del cierre de las paritarias. Se sumaron algunos reclamos genéricos por la cuestión de la seguridad y el narcotráfico, lo que parece un guiño a la agenda adoptada por los medios de oposición después de la estabilización de la situación económica. Ninguna de esas situaciones cambia el día siguiente. La acción tiene su efecto más directo en el clima político; su sentido es tensar la cuerda de la disputa por el poder.
El mensaje del grupo que convocó y organizó la huelga parece ser, ante todo, una demostración de fuerza propia en un momento en que empieza a respirarse el aire de una definición política por la continuidad o no del actual proyecto político en curso. Quedó públicamente demostrado en la concentración excluyente que los jefes sindicales hicieron de su discurso contra el gobierno de Cristina Kirchner; no se les escapó ninguna observación crítica sobre el accionar de los grandes especuladores financieros en los dos primeros meses del año y la apelación genérica a la inflación escondió cualquier debate serio sobre sus causas y sus responsables. Un insólito arco de adhesiones y simpatías que abarcó desde Luis Barrionuevo y la simpatía de la Sociedad Rural hasta el trotskismo incluyó en un lugar central a los engranajes mediáticos dominantes que adhirieron a un paro general como nunca se había visto; su único punto de confluencia fue y sigue siendo la oposición encarnizada al Gobierno. La tónica del paro la dieron tres circunstancias: la adhesión de los gremios del transporte, el despliegue de “piquetes” que bloquearon distintos puntos de tránsito y acceso a la ciudad y la ausencia de una movilización masiva que enunciara el significado de la acción, tal como suele hacerse en este tipo de experiencias. Queda la sensación de que la fuerza de los grupos convocantes no radica en la adhesión consciente de las bases, sino en la capacidad de paralizar virtualmente algunas grandes ciudades, particularmente el Gran Buenos Aires.
El sindicalismo opositor ha dejado planteada una amenaza. Se intenta compensar la visible orfandad política de sus líderes –que se confirma y profundiza en cada elección en la que aparecen en un lugar visible de las listas de candidatos– con su capacidad extorsiva sostenida más en las áreas sensibles que controlan algunos gremios que en el prestigio de sus conducciones y el atractivo de su propuesta política. La amenaza no se limita al Gobierno, que por otro lado ya ha experimentado varias veces los efectos de esa estrategia; su primera insinuación data de 2013, cuando los dirigentes sindicales del transporte amenazaron con un paro general del sector en solidaridad con Moyano cuando la Justicia suiza envió un pedido vinculado con la investigación de sus cuentas bancarias. En aquel momento el camionero dijo que el paro, finalmente levantado, no era contra el Gobierno sino contra los grandes medios que habían montado su habitual despliegue pirotécnico alrededor de la cuestión. A nadie medianamente avisado del estilo de Moyano podía escapársele que esa escena insinuaba la dureza que sus relaciones de entonces con el Gobierno empezaban a adquirir. En este paro que sí se concretó los medios pasaron a ser amigos. Hay otros interlocutores de la medida de fuerza y están, curiosamente, en las filas de la oposición política. Ante todo hay que hablar de Massa, quien empieza a advertir que el juego de juntar todo lo que enfrenta al Gobierno tiene sus dificultades. El paro intenta también marcarle la cancha: si no le da relieve suficiente a la presencia sindical en su armado electoral, el massismo puede sufrir también las consecuencias de la estrategia del apriete. En el campamento del diputado tigrense, el dilema empezó a percibirse cuando el macrismo se colocó cómodamente en el rechazo a los métodos prepotentes con que se logró un nivel importante de ausentismo en algunos lugares. El hecho es que la derecha argentina no tiene ya una sola fórmula política, sino dos. Una tiene una larga historia en la práctica de hacer valer su peso dentro de la estructura del justicialismo o en sus confines cuando ésta es dirigida por sus adversarios: el menemismo no es la primera experiencia de gobierno conocida bajo el signo de la derechización del peronismo; antes vivimos el copamiento del gobierno por López Rega, después de la muerte del líder y fundador del movimiento. La historia dice que ese tipo de jugadas necesita una presencia sindical importante, como muralla de contención del descontento de los trabajadores con líneas de acción que los perjudican. La otra fórmula que tiene la derecha es la de la “nueva política”, es decir una experiencia que nunca hasta hoy pudo concretarse a través de elecciones limpias y sin proscripciones: la de un gobierno de derecha surgido fuera de las entrañas de los dos grandes partidos populares del siglo XX, el peronismo y el radicalismo. Macri está sintonizando correctamente la onda: su candidatura no tendrá la apoyatura federal del peronismo, por lo menos en un volumen suficiente como para descargar sobre ella el peso de una elección reñida como la que se insinúa para el año próximo. Su intento es hacer de la debilidad una oportunidad, la de presentarse como lo nuevo y mostrar a los dos grandes partidos como los responsables estructurales de los problemas argentinos, según la interpretación liberal-conservadora.
Hugo Moyano empezó el penoso periplo que lo condujo a la sociedad con Barrionuevo y a la bendición de toda la derecha argentina que durante años clamó para que se lo persiguiera y se lo penalizara, con un reclamo de poder. Lo hizo explícito en un acto del Frente para la Victoria realizado en el estadio de River, en 2010, poco antes de la muerte de Néstor Kirchner. Allí dijo que era hora de que la Argentina tuviera un presidente trabajador y Cristina le contestó que ella trabajaba desde muy joven. Nació en esa circunstancia un nuevo capítulo de un viejo tema de las relaciones entre el peronismo y el movimiento sindical. Se trata de una matriz que nace desde la experiencia de Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión del gobierno militar surgido del golpe de 1943 y que curiosamente adquirió su máxima relevancia política después del derrocamiento del líder en 1955. Desde ese momento hasta 1973, los sindicatos fueron la presencia central del movimiento, su “columna vertebral”, como la definió el propio Perón. El enorme poder del movimiento sindical peronista fue tributario de la adhesión de los trabajadores a Perón y se consolidó con la gran conquista de la estrategia que el líder estableció desde Madrid: la ley sindical aprobada durante el gobierno de Frondizi mantuvo y profundizó la estructura sindical unida y acentuó el poder y los recursos de las conducciones gremiales. No tardó en aparecer, sobre esas bases, la ilusión de uno de los símbolos más connotados de ese poder sindical, el metalúrgico Augusto Vandor, de convertirse en el líder de un peronismo “sin Perón”, dado el prolongado exilio del general. Es el sueño sindical del “salto a la política”. Es la proyección imaginaria de la autoridad corporativa al terreno de la conducción del Estado. Frustrado en épocas en las que la clase obrera constituía el corazón de los sectores populares, antes que la dictadura empezara y el menemismo coronara la destrucción del tejido industrial y el deterioro de las organizaciones sindicales, el proyecto de un “laborismo” como expresión política que gira alrededor de la estructura obrera no parece tener hoy mejores perspectivas. Del sueño laborista que el moyanismo empezó a tejer hace unos años, ha quedado poco. Hoy defiende su lugar bajo el sol en alguna de las propuestas de restauración del neoliberalismo, mostrando su capacidad de daño en términos de manejo de resortes estratégicos para paralizar el país.
El hecho incontrastable de los avances laborales de estos años y el apoyo electoral de los trabajadores al actual gobierno en todas las consultas electorales están señalando un gran problema para su desarrollo futuro, el de tener una expresión sindical orgánica y programática que exprese una mirada superadora de la práctica corporativa del “presionar y negociar” vandorista. Es una de las principales cuestiones políticas pendientes.
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