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¿Qué más?
Por Horacio Verbitsky
Díaz Bessone fue jefe de uno de los Cuerpos de Ejército y ministro de Planificación. Harguindeguy jefe de la Policía Federal y ministro del Interior. Bignone fue el último dictador y antes había sido secretario general de la Junta Militar. Es difícil encontrar fuentes más calificadas para referirse a las operaciones desarrolladas en aquellos años por las Fuerzas Armadas y el gobierno que establecieron.
Jorge Videla hablaba de errores o excesos o acuñaba su tautológica explicación acerca de los desaparecidos, como gente que no está. Cuando ya se insinuaban dificultades, Roberto Viola advirtió que no darían explicaciones acerca de los “ausentes para siempre” y Leopoldo Galtieri dijo que para obtener la victoria habían franqueado “zonas de lodo y oscuridad”. En 1983 para cubrir su retirada la última Junta emitió su Documento Final y su inconstitucional autoamnistía. Sólo admitió que “pudieron traspasarse a veces los límites del respeto a los derechos fundamentales”. Pero eran “errores” que debían quedar sujetos al juicio de Dios y a la comprensión de los hombres, nunca a la justicia, palabra prohibida.
Ni ante la Conadep ni ante los jueces hubo un oficial superior que reconociera las atrocidades ordenadas y cometidas. Recién en 1994 los capitanes Juan Carlos Rolón y Antonio Pernías admitieron ante el Senado que la picana eléctrica había sido el arma de elección en la ESMA. Y un año después el capitán Adolfo Scilingo formuló la más completa confesión hasta el presente, que incluyó su propia participación en el asesinato de treinta hombres y mujeres indefensos.
Hasta entonces sólo las víctimas, los organismos de derechos humanos, el periodismo y la justicia, habían ido reconstruyendo el mapa del terror. Algunos de los sobrevivientes reaccionaron con acritud. “Ya lo habíamos dicho nosotros y no nos creían. ¿Por qué la sociedad necesita que hable uno de los verdugos para convencerse de lo que ya sabía?”, preguntaron.
Sin retacear el mérito de quienes volvieron del infierno para narrar sus horrores, tampoco puede minimizarse el impacto de la confesión de los protagonistas. Díaz Bessone, Bignone y Harguindeguy no confiesan sus propios crímenes. Ni siquiera asoma en ellos alguna reflexión ética. Apenas el reconocimiento de que la aplicación al propio pueblo de métodos de un Ejército colonial les hizo “perder la paz” a pesar de haber “ganado la guerra”, como llaman a la represión clandestina. ¿Qué más hará faltaahora para abocarse sin hipocresías a superar las consecuencias de aquellos hechos aberrantes? La justicia ayudará a rescatar a las Fuerzas Armadas de la ciénaga en que hombres como Díaz Bessone, Bignone y Harguindeguy las sumieron. Pero también es imprescindible la discriminación entre ellos y los oficiales más jóvenes, que no tuvieron responsabilidad alguna en los crímenes contra la humanidad de entonces. Veinticinco promociones separan al actual jefe del Ejército de Harguindeguy y Díaz Bessone. Una generación más tarde, otro Ejército es necesario y posible. Sólo aligerándose de la mochila de ese pasado atroz podrá emprender la marcha hacia el futuro, con la frente alta y la mirada limpia. Cuanto antes se lo entienda, mejor.