Viernes, 30 de enero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Guillermo Levy *
Los 70 años de la liberación del campo emblema del exterminio planificado, sistemático e industrial de millones de seres humanos tuvo repercusión en todo el mundo occidental y se coló en la tormentosa coyuntura política local.
Al acto en el museo que está situado en el mismo campo de exterminio –cuya imagen sigue apuñalando los mitos de la supuesta virtuosidad de la racionalidad moderna– asistieron, además de algunos cientos de sobrevivientes, muchos funcionarios de distintos Estados que, con adhesiones de ocasión, honraron a las víctimas y llamaron una vez más al no olvidar.
Entre todas las presencias, hubo representantes de Estados que durante la guerra conocían la ubicación de los campos y nunca los bombardearon; Estados que especularon hasta el final con su entrada a la Europa continental para terminar con el nazismo, esperando el desgaste de la Unión Soviética; Estados que tuvieron gobiernos colaboracionistas o que simplemente toleraron exterminio o usufructuaron de él.
El acto, que tuvo una gran cobertura de prensa, tuvo una sola exclusión relevante: Rusia. Seguramente un castigo por su enfrentamiento con la actual Ucrania sumisa a las recetas políticas y económicas de la Unión Europea y los EE.UU.
Vergonzosamente, la nación que dirigió el país que dejó en el campo de batalla la mitad de los muertos de toda la guerra para derrotar al nazismo, y que además liberó todos los campos de exterminio, estuvo excluida.
Entre espectros, sobrevivientes y funcionarios, faltaban los que tenían que estar en el acto por la liberación de Auschwitz: los que habían liberado el campo. Un paso más en reescribir la historia a imagen y semejanza de intereses geopolíticos actuales y abusar de las identidades de las víctimas en nombre de relatos que seguramente la mayoría de ellos no hubiesen avalado.
La presencia actual de Auschwitz y el exterminio judío en la cultura occidental no es proporcional al castigo que tuvieron los perpetradores. Las políticas de impunidad y “juicios emblemáticos” que los países vencedores de Occidente implementaron después de la guerra fue lo dominante. Los famosos juicios de Nuremberg no alcanzaron las 20 condenas, y específicamente por Auschwitz hubo un juicio en la Polonia comunista con 40 condenados entre penas de muerte y cadenas perpetuas, y otro en la Alemania Occidental; el juicio de Frankfurt entre 1963 y 1965, con una pequeña cantidad de juzgados –sólo 22–, 18 condenas, todas mucho más generosas que las del lado comunista: 6 cadenas perpetuas y el resto, condenas de alrededor de diez años.
En este rincón del mundo está por finalizar la etapa del primer gobierno en la historia que impulsó que se incluya en los programas de estudio de muchos distritos la historia del genocidio judío, un gobierno que ha producido excelente material didáctico sobre el tema para miles de docentes de todo el país, informando y formando a nuestros chicos y nuestras chicas sobre éste y otros genocidios, y un gobierno que, sobre todo, impulsó e impulsa el juzgamiento y condena, como ningún país lo ha hecho hasta ahora, de los perpetradores de nuestro propio genocidio. Genocidio que se llevó además la vida de por lo menos mil judíos, algunos de ellos hijos de sobrevivientes y luchadores antinazis, cosa que la dirigencia judía actual pareciera no saber o no importarle.
Este gobierno conmemoró oficialmente el 27 de enero la entrada soviética en Auschwitz con la ausencia de la dirigencia comunitaria judía. Una dirigencia que vergonzosamente se viene prestando a todas las maniobras de distintos factores de poder y de la oposición política de derecha, para deteriorar lo más posible al Gobierno. El objetivo es garantizar que el próximo gobierno sea totalmente sumiso a los poderes locales y mundiales como lograron hacer en el final de Alfonsín, allá por 1989, con el arma de la hiperinflación y la fuga de dólares, arma con la que fracasaron hace exactamente un año.
Poderes visibles y ocultos que en el plano local no sólo fueron responsables de la masacre dictatorial sino, como mínimo, de la impunidad absoluta en que se encuentra la causa AMIA.
Por otro lado, muchos dirigentes políticos y actores mediáticos que hoy se rasgan las vestiduras por los muertos sin justicia de la AMIA aprendieron la utilidad de la construcción de una sensibilidad artificial producida contra el gobierno nacional, apelando al tema “judío” (Nisman, el fiscal judío asesinado o suicidado, la impunidad en la causa AMIA, la supuesta transacción con los supuestos perpetradores), sensibilidad que, han descubierto, tiene gran capacidad de daño internacional con independencia total de la seriedad de la denuncia. Todo esto con un solo objetivo: librar, en las mejores condiciones para ellos y en las peores para el país, la madre de todas las batallas que no es el fin de la impunidad sino una mucho más mezquina: las próximas elecciones presidenciales.
Uso de los muertos para falsear la historia en Polonia y en Buenos Aires.
La actual dirigencia comunitaria parecería hoy sólo responder a políticas nacionales e internacionales que borran de manera flagrante la rica historia de la comunidad judía argentina. Desde sectores de la AMIA y la DAIA hoy se pide la expulsión de un canciller judío hijo de un gran periodista argentino víctima del secuestro y tortura por parte de Ramón Camps, uno de los jerarcas de la última dictadura y confeso antisemita.
Su expulsión obligaría a la pregunta por la no expulsión de dirigentes socios de negocios y de impunidad con el gobierno menemista en la década del ’90, cuyo máximo referente de entonces hoy está procesado por encubrimiento del atentado a la AMIA.
La posición, por convicción, conveniencia o ingenuidad, que viene tomando la dirigencia de la comunidad judía argentina, arrastra a gran parte de los judíos argentinos a ser utilizados como seguramente lo fue el fiscal Nisman y como lo explicó brillantemente Meir Margalit en una nota que reprodujo este diario el 28/1: “Y así los judíos argentinos, cuyo dolor es real, se convirtieron en peones en manos de intereses extranjeros que no tienen nada que ver con ellos. Peor aún, son funcionales a un proceso histórico orquestado por fuerzas a las que no sólo no les interesan los judíos sino que ajustarán cuentas con ellos a la primera de cambio.
Irónicamente, pareciera que los judíos argentinos, que la semana pasada salieron a la calle con carteles que decían ‘Somos Nisman’, sabían de qué estaban hablando”.
* Licenciado en Sociología. Docente UBA, investigador de la Untref.
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