EL PAíS › OPINION
Piqueteros delincuentes
Por Fernando Braga Menéndez *
Por el hecho de pertenecer a la clase media alta yo disfruto de dos beneficios. Uno es que vivo mejor que la mayoría de mis compatriotas. El segundo es que mis congéneres me confían conductas que no admitirían en público. Me encanta retransmitir esas hipocresías a la gente en general.
No sé si soy un traidor a mi clase o si, simplemente, entiendo que en tanto engañemos al (y nos burlemos del) 85 por ciento restante de los argentinos, la situación va a ser siempre peor para todos. Quizá yo quiera equilibrar un poco la balanza, porque ellos (mis amigos ABC1) siempre están dispuestos –explícita o solapadamente– a sentir más simpatía por los poderes de Wall Street que por los hambrientos de nuestro país.
Hace varias décadas, por esto mismo, nos motejaban de progres, trotskos o zurdos. Podía costarte la carrera o la vida. Estábamos proscriptos más de la mitad de los argentinos (el mayoritario movimiento peronista), los golpes militares eran algo natural para la clase alta. Casi casi, consideraban que voltear gobiernos era un derecho divino que les correspondía y se merecían. Los golpes, que eran un olímpico y deshonesto desprecio por el juego limpio, se anunciaban siempre como inevitables (“no tenemos más remedio”), en un tono engolado, digno y solemne, esquizofrenizando a la pobre gente porque siempre decían que los hacían en nombre de la Libertad y la Democracia (¡!). ¿Sorprende que haya llegado a este estado de postración un pueblo que se bancó tanta burla?
Por supuesto, aquellas proscripciones y esos raptos militares no eran inocuos: terminaban disminuyendo la participación de la gente común en el ingreso general, empobreciendo más a la mayoría, bastardeando nuestra ciencia y cultura, y concentrando poder y riqueza en la cúpula social. El golpe del ‘76 fue la culminación: exhibió impunemente a criminales y ladrones y nos legó –deliberadamente– el cepo eterno de la deuda impagable, que ya lleva años intoxicando a esta tambaleante democracia, que todavía seguimos queriendo encaminar.
Nosotros anticipábamos que eso iba a desembocar en un infierno generalizado pero para todos, y quienes desde su superioridad nos demonizaban con motes debemos admitir que se salieron con la suya: hoy un chico ni puede salir a andar en bicicleta por la vereda porque –en el mejor de los casos– lo roban, lo golpean o lo secuestran unas horas para cambiarlo por mil o dos mil pesos.
Y ni qué decir de un chico ABC1.
En el extremo, la lógica interna del delincuente que mata por matar es sencilla. Mientras tiene encañonado en la nuca a un pobre mortal indefenso, hay un razonamiento inconsciente que precede la irreversible e irreparable decisión de gatillar: “¿Si mi vida no vale para la sociedad, por qué va a valer la tuya?” La solución que proponen los causantes de todo esto es más represión, pena de muerte, y la aspiración más edificante y sublime del humanismo cristiano: que se pudran en la cárcel.
Todo esto viene a cuento, porque anteayer estuve en una fiesta en casa de amigos. Luego de la consabida y machacante desvalorización del servicio doméstico, los empleados públicos, los grones de la fábrica, los políticos en general, y todo lo que no fuera idéntico a ellos, les tocó el turno a los piqueteros. Se dijo lo de siempre, pero con un agregado: “Se escudan en el anonimato y se tapan la cara con esos pasamontañas (prenda sólo admitida por ellos para esquiar en Aspen) porque son todos ladrones”.
Tenían razón. Tenían razón y me callé la boca. “Deben ser todos ladrones”, pensé.
Luego hice algunos comentarios ingeniosos y piropeando a algunas señoras maduras (pero todavía desafiantes), logré que pasara el tiempo. Al irnos vi que todos partían en unas poderosas 4x4 con los vidrios negros polarizados. Todos, con esos vidrios tan negros y amenazantes, tan mafiosos, tan menemistas, tan narco-bananeros. Como al pasar, me acordé de los desdentados y sucios piqueteros: “Se escudan en el anonimato porque son todos ladrones”.
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