Domingo, 23 de agosto de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Verónica Torras *
Argumentos en contra de avanzar con los juicios por delitos de lesa humanidad han existido siempre. No son una novedad. Formaron parte de las discusiones estructurales sobre modelos de justicia transicional en América Latina en la década del ochenta. Por entonces lo que se planteaba como refutación al avance de la justicia, especialmente en Argentina, era el posible efecto desestabilizador sobre la incipiente democracia, atendiendo a las altas cuotas de poder que mantenían las Fuerzas Armadas.
A diferencia de lo que sucedía en esos primeros años de la transición, donde la centralidad de la estrategia punitiva se planteaba como un problema o una tensión en el orden de lo institucional, hoy, cuando aquellos riesgos parecen extinguidos, el argumento se reorienta a sugerir que el “exceso” de justicia está obturando el conocimiento de la verdad o el ansiado reencuentro de los argentinos. En esta línea es que se ofrecen políticas de rebaja punitiva como el canje de verdad por justicia, o la amnistía lisa y llana; junto con la amenaza de reabrir los juicios a miembros de las organizaciones armadas como acicate en la lucha por la reconciliación.
En los primeros años de la democracia, el Juicio a las Juntas fue objeto de numerosas críticas filosóficas, políticas y técnicas, muchas de ellas idénticas o más graves que las que se adjudican al proceso actual. No fueron sin embargo un impedimento para que la mayoría de la sociedad lo valorizara, aun durante los años de impunidad, en que se anularon sus efectos materiales pero no simbólicos.
Hoy, cuando algunos pretenden utilizar Ese Juicio como espejo invertido para echar sombra sobre los juicios actuales lo que producen, de modo deliberado o no, es un efecto de debilitamiento del conjunto del proceso de memoria, verdad y justicia. Lo mismo sucede cuando se invisibiliza la Conadep o el Juicio a las Juntas para iluminar solamente lo conseguido en esta última etapa.
La visión unitaria del proceso de memoria, verdad y justicia –reconociendo sus logros y limitaciones en cada momento histórico y los múltiples actores intervinientes– resulta estratégica para garantizar que queden resguardados sus objetivos centrales: el fin de la impunidad de los crímenes del terrorismo de Estado y la subordinación del poder militar al poder civil.
Para sostener esta fortaleza que es patrimonio común de la sociedad, los juicios deberían ser un ámbito preservado de ciertas disputas políticas en torno de la memoria y de la historia, que pueden canalizarse por medio de otros mecanismos que no afecten el curso del proceso. Esto no implica no tomar en serio las objeciones puntuales que se plantearon antes y ahora, para analizarlas y darles respuesta, como ya han hecho algunos organismos como el CELS o instituciones como la Procuración General de la Nación en los últimos años.
No puede dejar de señalarse que estas impugnaciones son realizadas hoy desde una posición de franco aislamiento. Por eso, a pesar de que algunos agoreros anunciaron estos días que ha llegado “la hora de la reconciliación”, y otros (o los mismos) se ilusionaron públicamente con una nueva amnistía, en silencio saben que ese camino es arduo y difícil, porque la mayoría de la sociedad argentina y la comunidad internacional repudiará cualquier retroceso y tiene sólidos recursos para proteger lo conseguido desde los ochenta hasta hoy. Es muy probable que en este escenario sólo les quede conformarse entonces con el premio consuelo: hacer un poco de alboroto en torno de los juicios actuales (si es necesario reivindicando el emblemático Juicio a las Juntas) y sumar con suerte algunos socios aislados que aporten a estas escaramuzas, mientras ellos aguardan las condiciones –por ahora inexistentes– para su pelea de fondo.
* Lic. en Filosofía por la UBA. Doctoranda en Derechos Humanos de la UNLA.
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