Domingo, 1 de noviembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Se habló mucho en estos días –o por lo menos quien escribe lo ha oído mucho– de la cuestión del cansancio de la gente con la conflictividad política de todos estos años y su importancia en el resultado electoral del domingo último. Puede que esto sea una discusión muy interesante para los argentinos.
La primera cuestión a enfocar podría ser la del aspecto formal del problema. Si estamos ante una crítica al estilo oratorio de la presidenta, es muy posible que sea pertinente: Cristina Kirchner no respeta demasiado las formas en las que siempre o casi siempre han hablado los presidentes argentinos. Claro que desde la perspectiva de las formas no es fácil explicar por qué Cristina ganó la anterior elección con una desusada mayoría y Scioli no alcanzó el triunfo en primera vuelta. A no ser que la conclusión sea que “la gente” cree que Scioli no va a tratar a los que considera obstáculos de su proyecto con la necesaria dureza y por eso no lo elige. Aún así la cuestión de las formas no es una cuestión menor de la política. La riqueza oratoria, el sentido de la oportunidad, la empatía con el pueblo, si bien son formas en relación al sentido estratégico de lo que se dice, son indispensables para allanar el camino del bien más preciado de un líder, el consenso político. Dicho esto, sostengo que ese aspecto “formal” es tal vez el punto más alto de la experiencia de gobierno de estos doce años y particularmente del período posterior al operativo desestabilizador organizado alrededor de la sublevación orquestada por el grupo sojero-financiero. Muchos consideraron en aquellos meses de mediados de 2008 que ante tamaño desafío la clave era “mejorar las formas del mensaje”, de modo de hacerse escuchar por algunos sectores a los que la brutal ofensiva mediática había inclinado en contra del Gobierno. Quien esto escribe no estuvo del todo ajeno a ese punto de vista. Hoy, por el contrario, está seguro de que hay situaciones en las que la forma es el contenido. Que cuando los adversarios –históricamente entre nosotros sería más justos llamarlos enemigos– de cualquier proyecto de afirmación nacional y de inclusión social atacan aspectos aparentemente laterales de un rumbo gubernamental, están tocando el eslabón más sensible de una cadena de significados políticos y saben que una vez que se lesiona ese eslabón puede revertirse todo el proceso. Se trata, en este caso, de la imposibilidad del impulso transformador sin un discurso agonístico que explique y dramatice la necesidad de esos cambios. En este caso la crítica de la supuesta inmoderación de la palabra política tiene la virtud, para quien la utiliza, de disparar miedos con los que toda comunidad política tiene que vérselas y que en la nuestra han ocupado un lugar relevante. Toda la historia de nuestra democracia, desde 1930 hasta hoy ha sido atravesada por el fenómeno de la crisis política, lo que hoy llamaríamos la “ingobernabilidad”. Y cada episodio de crisis política está muy asociado a una ebullición previa de las pasiones políticas, a una intensificación de los antagonismos y a una polarización de las posiciones.
La democracia recuperada en 1983 fue, en ese sentido, un parteaguas. Para decirlo llanamente, nos fuimos acostumbrando en estos más de treinta años a que esas instancias críticas no desemboquen en un comunicado militar y en un estatuto “provisorio” de gobierno que se coloca por encima de la Constitución y de las leyes. Si algo hay que reconocerle a nuestra experiencia política de todos estos años es esa conquista. Ahora bien, la recuperación de la democracia argentina sucede en un concreto mundo de época: es el tiempo del pasaje histórico del neoliberalismo de una doctrina crítica de la “sobrecarga” del Estado a un modo de pensar hegemónico en el mundo; el gran salto de ese pasaje se verifica con la caída del Muro de Berlín, apenas seis años después de la asunción de Alfonsín. En nuestro Cono Sur esa hegemonía confluía con el balance de una concreta experiencia histórica, la de un proceso de avance popular iniciado a fines de los años sesenta, cuyo desenlace fue la deriva militarista y el sanguinario escarmiento de masas puesto en marcha en marzo de 1976; había que poner en el centro de cualquier discurso político la necesidad de no regresar nunca más a la barbarie. El resultado de ese cruce histórico fue el liberalismo democrático. Es decir la enorme conquista de la democracia combinada con su comprensión liberal, que se presentó a sí misma como una encomiable revalorización de los derechos individuales y con el más discutible principio de la inexistencia de conflictos políticos centrales que merezcan desatar el monstruo escondido de la división social; la muerte del mito comunista del siglo XX fue el proveedor de las razones principales de ese nuevo consenso de época. Sin embargo, la crisis sigue siendo el ordenador de nuestra memoria en la nueva etapa democrática: la rebelión carapintada, la hiperinflación y el progresivo desmadre social de la experiencia menemista proseguida por la Alianza prologan el desenlace del derrumbe de ese consenso liberaldemocrático. La crisis del liberalismo democrático consiste en la imposible convivencia de un sistema político descafeinado, incapaz de poner en escena los conflictos reales del país, con la ruina nacional que nos puso al borde de la disolución como comunidad política.
Las tensiones de estos doce años son incomprensibles sin esa mirada en perspectiva. Por eso, los comunicadores políticos del establishment tienen la amnesia histórica en el corazón de su discurso. Por eso está mal recordar el terrorismo de Estado –y ni hablar de penarlo y de llegar hasta sus responsables civiles, fundamentalmente empresariales e ideológicos–. Por eso también ahora se llama a borrar de nuestras cabezas el espanto de 2001 y 2002. Sucede que las crisis argentinas no son, por lo menos principalmente, el producto de malentendidos, de inoperancias ni de errores circunstanciales; son procesos orgánicos cuya lógica está dada por un viejo drama que renueva periódicamente sus ropajes y sus vocabularios. Alguna vez Juan Carlos Portantiero, entre otros, lo llamó “empate hegemónico”, es decir la imposibilidad de definir un conflicto político por el rumbo del país entre el poder oligárquico y el bloque popular que deriva en recurrentes crisis. La definición no está hoy de moda pero es muy difícil no conectarla con el proceso de tensiones políticas vividas en estos años, cuyo fundamento está justamente en la reaparición orgánica, a la salida del derrumbe neoliberal, de uno de los jugadores de ese empate, no casualmente el jugador que había sido sacado de juego por la violencia dictatorial y había hibernado bajo el subsuelo de las democracias consensuales y de la “modernización económica” de los años noventa.
La discusión, entonces, se presenta de modo encubierto y manipulador. No les conviene a los consensualistas poner en el centro de la mirada los cambios efectivos que se han operado en la sociedad (el salario, la ocupación, las asignaciones, los nuevos derechos de vastos sectores sociales viejos y nuevos, o las posiciones internacionales). A tal punto no les conviene que el candidato del establishment que disputa en la segunda vuelta ha prometido abandonar su resistencia a muchas de esas conquistas y mantenerlas en un eventual gobierno. Claro, si de pronto las conquistas van a ser respetadas por todos y se terminó, por ejemplo, la discusión en la Argentina sobre la tasa de ganancia de las grandes empresas y la baja del salario como clave de la competitividad, entonces para qué seguir levantando la voz cuando conversamos. Ya podemos volver a los grandes consensos y los grandes asados familiares. Entonces nos podemos olvidar de la soberanía nacional, la inclusión, la reindustrialización que son recursos para entusiasmar a militantes pero no tienen nada que ver con la democracia ni con el bienestar.
La crítica a la conflictividad en la oratoria presidencial es un gran operativo despolitizador. Trabaja intensamente sobre los sectores de la sociedad más alejados de la política, divorciados de ella tanto por las múltiples formas de la exclusión social que sobreviven entre nosotros como por la ideología consumista-individualista que sigue siendo muy poderosa y es la clave de cualquier proyecto de restauración política neoliberal. Una curiosa manera de penetración de la antipolítica consiste en la profunda creencia, pocas veces declarada en forma pública, de que establecer conflictos con los poderosos es vano, justamente porque son poderosos y tienen capacidad para vencer cualquier resistencia. La ausencia de conflictividad es plenamente equivalente a la aceptación de las injusticias y empobrece radicalmente a la democracia. En eso consiste la crisis de la democracia en la Europa de la alternancia consensual entre la derecha neoliberal y la derecha de origen socialdemócrata (también neoliberal); contra eso empiezan a surgir alternativas fuera de los partidos tradicionales y también en su interior como lo revela Corbin en la política británica.
La discusión alcanza a las filas de quienes respaldan al candidato oficialista: hay quienes creen en la conveniencia de una suerte de autocrítica de la conflictividad. Es una especie de aceptación táctica del terreno en el que quiere poner las cosas el establishment. Algo así como que reivindicamos las conquistas pero no el camino político que las hizo posibles. Por supuesto que la humildad, el respeto mutuo, la comprensión de la diferencia es una clave para cualquier comunicación, también la que tiene por objeto ganar un voto. Pero el asunto que se dirime no es ese, es la continuidad y profundización de un rumbo o su reemplazo por un rumbo antagónico en las cuestiones centrales de la agenda económica, social y política. No es una cuestión estética ni de modales. Es ni más ni menos que una cuestión política, es decir una cuestión de poder.
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