Jueves, 10 de diciembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › 2004
Por Victoria Ginzberg
“Aproximó de nuevo la luz al lienzo y lo examinó. La superficie parecía completamente inalterable, y estaba tal como él la dejó. Era de dentro, en apariencia, de donde surgía la impureza y el horror. Por medio de alguna extraña vida interna, la lepra del pecado iba corroyendo lentamente aquel objeto. La putrefacción de un cadáver en una tumba húmeda no era tan horrenda.”
El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde)
Un gesto con la mano. Toda la palma señalando hacia arriba. Y una sola palabra. “Proceda.” Así fue como el presidente Néstor Kirchner ordenó al jefe del Ejército Roberto Bendini que retirara los cuadros de los dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone de las paredes del Colegio Militar. Lo que quedó condensado en ese gesto y en esa palabra fue la absoluta supremacía de la autoridad civil elegida por el voto popular sobre lo que había sido (o todavía quería ser) el poder militar. Anunciaba también que las anulaciones de las leyes de punto final y obediencia debida, que se habían aprobado en el Congreso pocos meses antes, iban en serio. “Nunca más utilizar el terrorismo de Estado ni las armas contra el pueblo argentino”, les reclamó ese día Kirchner a los aspirantes a oficiales del Ejército. No fue un evento masivo, fue un mensaje al interior de las Fuerzas Armadas. El acto de “la gente” se hizo unas horas más tarde en lo que todavía era la Escuela de Mecánica de la Armada. Familiares, compañeros y amigos de desaparecidos y sobrevivientes entraron en lo que había sido el centro clandestino de detención más emblemático de la última dictadura. Lloraron. Se conmovieron, se emocionaron, algunos estaban contentos, otros con emociones encontradas. Sumaban presencias, juntos, sobre todas las ausencias. Ese día algunos hijos pisaron por primera vez el piso que sus padres pisaron por última vez. Ese día algunos jóvenes vieron la pequeña pieza en que sus madres los parieron antes de ser asesinadas. Ese día el Presidente les pidió a ellos y a todos perdón en nombre del Estado.
El cuadro se convirtió en un emblema, no importó que no fuera el original porque algunos cadetes se hicieron los vivos unos días antes y lo sacaron. No importó que algunos altos mandos del Ejército no estuvieran de acuerdo con la medida. Porque al final, sin mostrar por anticipado su estrategia, como en muchas otras ocasiones, Kirchner le dijo al jefe del Ejército que se subiera al banquito que había preparado para un ordenanza y que removiera él mismo la imagen del dictador que no podía ser un ejemplo ni un modelo a seguir para los futuros militares. La escena quedó grabada a fuego, más que muchas otras acciones vinculadas con los derechos humanos que vendrían luego. Tanto, que una de las consignas de la militancia juvenil es “bajando un cuadro creaste miles”.
Como en El retrato de Dorian Grey, en el cuadro de Videla parecieron concentrarse los crímenes que él y sus secuaces habían cometido. Pero la liberación del Ejército de su pasado no se dio (o no se dará) por la destrucción del objeto. Porque el acto simbólico solo, sin otros hechos concretos, podría haber sido una cáscara vacía. La “bajada del cuadro” se convirtió en gesto fundante porque fue acompañado de una política de Estado que, entre otras cosas, implica que hay 622 represores condenados.
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