Jueves, 10 de diciembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Marta Dillon
Estas son palabras urgentes, unas pocas, las mínimas necesarias para honrar un duelo. Detengo el trabajo que estoy haciendo, en el que estaba ayer para quien lea estas líneas frágiles como frágiles nos sentimos en un círculo de afinidades que son fáciles de entender. Somos quienes estamos en la calle, somos quienes ya conocimos la intemperie y sabemos de la resistencia, quienes alguna vez aullamos de rabia y dolor cuando un palo policial quebró el brazo de la Madre de Plaza de Mayo Laura Bonaparte durante un escrache a los genocidas impunes todavía, somos quienes sabemos de recortes de sueldos y jubilaciones, quienes conocimos el olor de las gomas quemadas en los piquetes y de la sangre derramada mezclada con ese fuego, somos quienes caminamos junto a las compañeras que eran tratadas en masculino, encarceladas, empujadas fuera de las miradas de esos vecinos bien pensantes que no se quejan ahora de los ruidos molestos de los bares de Palermo, somos quienes tuvimos que firmar papeles pensando en lo peor para proteger a nuestros hijos y nuestras hijas porque nuestros vínculos no tenían reconocimiento. Somos quienes inscribimos a esos hijos y esas hijas como si no habían nacido dentro de una familia. Somos también los que vimos cambiar esas historias, somos quienes supimos que éramos protagonistas el día en que festejamos la vuelta al Estado de YPF, de Aerolíneas Argentinas, quienes lloramos de emoción cuando volvieron a circular los trenes aún cuando sus trayectos eran lentos y penosos. Somos quienes nos abrazamos en la madrugada helada del 15 de julio de 2010 cruzando promesas de amor y proyectos de vida en común que desde ese momento eran reconocidos por el Estado, y aunque no hubiera promesa alguna supimos desde ese momento que el costo de despreciar nuestras disidencias afectivas o sexuales ya no era todo nuestro porque ese reconocimiento iba a extenderse más allá de las parejas bien constituidas. Somos todas esas personas, amigos y amigas, desconocidos, compañeros y compañeras que me acompañaron un día a enterrar definitivamente los huesos de mi madre desaparecida con el amor y los honores que hubiera merecido ese corazón generoso cuando la metralla de la patota del Terrorismo de Estado lo obligó a dejar de latir. Somos quienes sentimos el corazón hinchado y estallando cuando Estela de Carlotto encontró a su nieto y en cada Nieto y cada Nieta que recupera su historia. Detengo el trabajo que estaba haciendo, dije, un trabajo manual y mecánico, una ocupación para desorientar a las lágrimas que la urgencia por poner palabras y no encontrarlas hace fluir. Disparo el gatillo de una engrampadora, martillo sobre cada trampa, con ese artefacto que construimos entre varias se va a imprimir en remeras y camisas, en papeles y telas sueltos una frase: “Libertad de vivir, de amar, de querernos. Libertad para ser quienes queramos ser”, la dijo quien ahora es la ex presidenta la última vez que estuvo en la ex Esma, la dijo recordando algunas de las conquistas que recuerdo también en estas líneas urgentes y que habla no de un gobierno ideal, ni de un sistema político que elegiría yo como el mejor de todos, no. Habla de afectos, habla de subjetividades, habla del poder que implica que esas subjetividades hayan sido leídas, subrayadas y sostenidas desde el poder político. Habla de esa compañera boliviana y argentina que deja agua en mi hombro cuando nos cruzamos en un abrazo porque sabe y repite que las fronteras pueden cerrarse, que “desideologizar” las relaciones dentro de nuestra patria grande es levantar vallas entre vínculos que se habían ido afinando. Yo no sé si patria es una palabra que puedo decir convencida, tal vez elegiría “matria”, tal vez ninguna. Lo que sí sé es que pensar la política desde los afectos, que pensar el amor como un derecho y a los derechos como política privilegiada, cambia a las personas, las modifica en su fibra más íntima y las convierte en comunidad. Hoy se terminan muchas cosas, vienen terminándose, lentamente, agónicamente, pero aun así, no somos los mismos ni las mismas que hace doce años. Sentimos la derrota pero antes de masticarla salimos a la calle a darle pelea, a ponerle el cuerpo, las trayectorias vitales y la voz a un modo de entender la política más cerca del corazón y menos de la administración. Nadie nos quita nada de lo que hemos conseguido porque muchas de las conquistas de estos años fueron amasadas en los años de intemperie, por los distintos colectivos, organismos, comunidades o grupos que nos atrevimos a soñar lo imposible y lo convertimos en nuestra vida cotidiana. Ese poder es nuestro, de cada uno y de cada una, ese poder que fraguó con la voluntad política que hubo desde el Estado en estos últimos doce años es como un talismán, el recuerdo permanente de quienes podemos ser, la constatación de que no hay cielo suficientemente alto que no pueda ser tomado por asalto. Para mí, ese talismán es el nombre de mi hijo menor, que nació con un apellido y ahora tiene tres, el de sus dos madres y el de su padre. Es también mi hija moviéndose entre la gente de una plaza dolida y repleta y el recuerdo de la promesa que tuve que hacerle cuando era una niña en los 90 y tenía un miedo real y concreto a los genocidas porque escuchaba de mi boca todo el tiempo que ellos caminaban lo más tranquilos por la calle. Es también la placa que sella la vida de mi madre, la mujer, la amante y la militante, que una vez fue desaparecida y en estos años identificada. Y aunque sé que no tenemos ni a todos los restos ni a todos los nietos y las nietas, ni todos los juicios sucedieron, cada una de las historias que se repara un poco es historia común y nos pertenece a todas y todos, como pueblo que somos. Ese talismán son estos abrazos que nos damos, en la calle, sintiendo la intemperie del duelo y a la vez el cobijo de estar juntos y juntas, al abrigo de lo que conseguimos, al abrigo del poder de esa libertad que construimos, de amar, de vivir, de soñar, de seguir siendo quienes queremos ser.
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