Domingo, 21 de agosto de 2016 | Hoy
EL PAíS › EL JUEVES SE CONOCERA EL FALLO EN EL MEGAJUICIO LA PERLA-CAMPO DE LA RIBERA
Fueron años de escuchar espantos, sadismos y perversiones, testimonios de particular dureza. La megacausa en Córdoba implicó a 43 represores y casi 600 testimonios. Los alegatos finales fueron modelos de altanería y violencia.
Por Marta Platía
Desde Córdoba
Una gran movilización acompañará dentro y fuera de Tribunales Federales el final del juicio más largo de la historia jurídica cordobesa y, junto con el de la ESMA, de los más importantes del país. Este jueves, los jueces van a leer su fallo, poniendo el 25 de agosto en el calendario a la par del 24 de julio de 2008, cuando se condenó por primera vez a prisión perpetua en cárcel común a Luciano Benjamín Menéndez. El ex general de 89 años volverá a ser mencionado en el fallo junto y puede recibir su doceava perpetua. Entre los otros 42 imputados sobresalen Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas”, y Ernesto “Nabo” Barreiro quien, ese día, puede recibir su primera condena por delitos de lesa humanidad.
El fiscal Facundo Trotta dijo que “por primera vez en el país la sentencia se va a pronunciar sobre el terrorismo de Estado con anterioridad al golpe de 1976 y por primera vez el tribunal va a resolver sobre el robo de niños en Córdoba”, en el caso del nieto de la Abuela de Plaza de Mayo Sonia Torres. En el largo juicio testificaron sobrevivientes de los campos de concentración de La Perla y La Ribera, sus familiares y los de desaparecidos. Buena parte de los 581 testigos estarán presentes en un día por el que Madres, Abuelas de Plaza de Mayo, y demás organizaciones de derechos humanos han luchado por más de 40 años.
Una de ellas será Emi de D’Ambra quien, en la década del ´90 y cuando todo se creía perdido, viajó con el apoyo económico de amigos y conocidos “a España, para hablar con el juez Baltasar Garzón”. D’Ambra contó a este diario que “Garzón fue el primer juez que nos atendió. El primero que nos hizo entrar a su despacho y nos sirvió una taza de té… Yo no lo podía creer. ¡Y encima nos escuchó!”. Para ella, como para muchas otras víctimas de la última dictadura, el proceso que Garzón inició contra el represor Alfredo Scilingo –uno de los pilotos de los llamados “vuelos de la muerte” a partir de lo que éste le confesó a Horacio Verbitsky– fue el puntapié inicial de los que luego se abrió y desarrolló en los tribunales argentinos “por la decisión política de Néstor Kirchner y que luego continuó Cristina de que el Terrorismo de Estado que asoló al país no quedara impune”.
Este megajuicio que según las cuentas que llevó el propio presidente del Tribunal, Jaime Díaz Gavier “insumió tres años, ocho meses y veintisiete días” (contando el jueves), tuvo hitos que, en una línea de tiempo, podrían demarcarse tanto por lo atroz de cada testimonio. Uno fue el del arriero José Julián Solanille, quien atestiguó haber visto al propio Menéndez y ordenando un fusilamiento masivo frente a las fosas comunes en las que arrojaban y luego quemaban a las víctimas “tabicadas y maniatadas”. También se conocieron documentos de puño y letra de imputados de la talla de Barreiro o del ya muerto Bruno Laborda, que se quejaban de no haber sido ascendidos y describían matanzas de las que fueron parte como actos de servicio.
Laborda hasta describió en 2004, en una carta que dirigió a Ricardo Brinzoni, el entonces jefe del Ejército, cómo asesinaron a Rita Alés de Espíndola: todo un pelotón de fusilamiento contra una joven en camisón que, pocas horas antes, había parido a su beba esposada a una cama. Laborda describió hasta “el olor del miedo” que desprendía la chica, sus ruegos para que no la asesinaran y cómo él no “olvidaría jamás” lo vivido. Fue él quien también se quejó de los dolores y pesadillas que le dejó su tarea de “desenterrar con topadoras y palas mecánicas” los restos de los masacrados y “trasladarlos en tachos de 20 litros” desde los campos de La Perla hasta “las salinas de La Rioja” para hacerlos desaparecer.
Nadie de los que escucharon los testimonios de Piero Di Monte, o Graciela Geuna –por nombrar algunos– podrá olvidar sus definiciones de la tortura “de la que jamás se vuelve”, de la vida y la muerte encerrados en un segundo que se vuelve eterno para el resto de la existencia, de la tenaz saña, del sadismo. De seres que se definían como dioses en los campos de concentración y que los nombraban “muertos vivos” para recordarles que podían asesinarlos de un momento a otro. Que su vida era sólo una cuestión de voluntad o capricho de sus secuestradores.
En este juicio hubo testigos de contexto que ayudaron a comprender el andamiaje en el que se produjo el politicidio. Una fue la escritora e investigadora francesa Marie-Monique Robin, quien no dudó en abrir su aporte diciendo “fue una enorme tristeza para mí que mi patria, la de la Libertad, Igualdad, Fraternidad, fuera también la creadora de los escuadrones de la muerte, de la llamada escuela francesa”. Los atroces métodos de esta escuela fueron descriptos en el libro La guerra moderna, del militar Roger Trinquier, quien en pocas palabras englobó su principal parámetro “la obtención de información a través del dolor” de la tortura.
Otra de esas testigos fue la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, quien vino a respaldar a su compañera cordobesa Sonia Torres, la pequeña, gran mujer de 86 años que sigue buscando a su nieto, el bebé que su hija Silvina Parodi parió en cautiverio el 14 de junio de 1976. Ese ya hombre por el que, por primera vez, logró acusar a Menéndez en el plan sistemático de robos de bebés. En este punto se entrelazaron los relatos de las tres testigos. Robin dijo: “Lo que no pasó en Argelia, el robo de bebés, pasó acá… Es que en Argelia los bebés tenían caras de árabes, así que no los querían. Los mataban junto a sus familias luego de las torturas y los arrojaban desde aviones al mar”.
Según detalló Robin, los “expertos” franceses llegaron a Argentina en 1959 por invitación de los militares y se afincaron en todo un piso del Edificio Cóndor. Algo que Alcides López Aufranc (también llamado “el Conde”), le reveló en el documental que filmó la autora y en el que también entrevistó a Ramón Díaz Bessone y Albano Harguindeguy. Personajes que no tuvieron reparos en admitir la matanza sistemática y las desapariciones “porque si no, el mundo se nos venía encima. Hasta el Vaticano se nos iba a venir encima”.
Quizás el más insólito de los testigos de este juicio fue el hijo de uno del imputado Carlos Alberto Quijano, quien había sido uno de los jefes de la Gendarmería. Muerto el jerarca, el joven detalló cómo, cuando apenas era un adolescente de 14 años, su padre lo había obligado a trabajar en las patotas que irrumpían en las casas de las víctimas a las que robaban y golpeaban, y en su caso “manejar autos” y “destruir papelería”, hasta presenciar asesinatos.
El clímax fue el 21 de octubre de 2014, cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) encontró por primera vez restos óseos humanos en el predio militar que rodea al ex campo de concentración La Perla, en los Hornos de La Ochoa, la estancia donde Menéndez pasaba sus fines de semana. Allí se encontraron y luego identificaron los restos de Lila Rosa Gómez Granja, Ricardo Saibene, Alfredo Felipe Sinópoli Gritti y Luis Agustín Santillán Zevi, todos estudiantes de Medicina y militantes de la Federación Universitaria Peronista. Los cuatro fueron secuestrados el 6 de diciembre de 1975 en el Parque Sarmiento de Córdoba, cerca de la Ciudad Universitaria.
Fue a raíz de este hallazgo que ocurrió el siguiente pico de estos casi cuatro años de audiencias. El 10 de diciembre de 2014, Día de los Derechos Humanos, el represor Ernesto “Nabo” Barreiro se levantó de su asiento y le dio al Tribunal, por primera vez en lo que va de estos juicios por delitos de lesa humanidad en todo el país, una lista de 18 nombres de desaparecidos y la localización de una última víctima “innominada”. El corolario de esta sucesión fue que los cuatro estudiantes de medicina estaban, como señaló el reo en su lista, “enterrados” juntos. El fiscal Facundo Trotta señaló “eso significa que saben dónde están, que tienen intactas sus bases de datos. Y que si no dicen dónde están los desaparecidos, es porque no quieren”.
En estos últimos años fallecieron once de los acusados, el primero fue Aldo Checchi, que se pegó un tiro en un hospital militar a sólo 24 horas del comienzo del juicio. Los otros murieron por diferentes afecciones por las que nunca dejaron de ser atendidos. Y si bien se quejan del juicio y de su supuesta “inconstitucionalidad” o de que no sean sus “jueces naturales” quienes los juzguen, tanto ex militares como ex policías admitieron haber gozado de un buen trato y de “buena defensa”. Ricardo Lardone hasta dio “gracias a los jueces que me permitieron estar con mi esposa que tuvo un accidente”.
En estos días finales, todos tuvieron oportunidad de exponer sus últimas palabras antes de la sentencia. La gran mayoría prefirió no hablar. Se escudaron en certificados médicos, recomendaciones de sus cardiólogos –como el ex D2 Calixto “Chato” Flores–, pedidos de sus esposas y familiares. Esgrimieron sus breves, balbuceantes oraciones, sólo para proclamar su absoluta “inocencia” de todos los crímenes de lesa humanidad por los que están acusados.
Hubo quienes hasta dieron vergüenza ajena por la sobreactuación de sus problemas de salud, como el imputado Antonio Reginaldo Castro: un hombre que durante la dictadura asoló ciudades como Bell Ville o Villa María, y por cuyas manos pasaron cientos de las víctimas del sur cordobés. En la audiencia pareció al borde del infarto en cada frase que hilvanaba y se mostró como un convaleciente de “muchas operaciones” quirúrgicas. Repitió, en lo que se escuchó como una profanación de esas palabras, que “ojalá nunca más, nunca más pase en el país lo que pasó”. Un bochornoso, ramplón intento de congraciarse con los jueces: como si él no hubiese formado parte de las patotas del Terrorismo de Estado.
Cuando le llegó su turno, Luciano Benjamín Menéndez alias “el Cachorro” o “la Hiena”, no sacó el cuerpo. Micrófono en una mano de pulso increíblemente firme para sus casi 90 años, leyó la acostumbrada diatriba que habla de “soldados victoriosos” que están siendo “injustamente” juzgados a pesar de haber “salvado a la Patria”. Pero con una variante, la de negar el robo de bebés (por el nieto de la Abuela de Plaza de Mayo Sonia Torres) y el robo de la empresa Mackentor de la familia de Natalio “Talo” Kejner.
Según Menéndez, el pequeño “no nació”. Y si nació, él no tuvo nada que ver con su entrega. En sintonía con su defensora de oficio, consideró que en Córdoba “no hubo plan sistemático de apropiación de bebés porque me acusan de uno solo”. En tanto que lo de Mackentor se lo arrojó sin más al fallecido juez Adolfo Zamboni Ledesma, que en estos juicios ha sido acusado repetidamente de complicidad con la dictadura. Menéndez dijo que “tras un minucioso trabajo de inteligencia que comprobó la complicidad de la empresa con la subversión, le entregué todos los antecedentes y me desentendí del tema”. Para el ex general, los testimonios de los 581 testigos, más la documentación, el hallazgo de las fosas comunes del Cementerio de San Vicente y los restos óseos encontrados en los alrededores de su estancia “La Ochoa” en La Perla, no constituyen prueba.
Otra que prefirió echarle sus culpas a los muertos fue Mirta “la Cuca” Antón, la única represora sentada en el banquillo. Ella cargó sus males al ex marido, el represor Raúl Bucetta, alias “Sérpico”. Sentada junto a su hermano, el también imputado Jesús “Boxer” Antón, la “Cuca” dijo que ella “jamás” empuñó un arma contra nadie, que sólo hacía “tareas administrativas”, y que se la acusa de ser “la esposa de...”.
Bucetta fue parte de la Gestapo cordobesa. Junto a los hermanos Antón, los tres fueron señalados por Miguel Robles, el autor del libro “La Búsqueda”, en el asesinato de su padre, el ex comisario José Elio Robles en noviembre de 1975. Miguel tenía cinco años cuando lo mataron y creció creyendo que fueron los Montoneros. Pero cuando él mismo ingresó a la Escuela de Policía comenzó a escuchar rumores que luego pudo confirmar, que los verdugos de su padre fueron los policías del D2.
Quien le confirmó todo fue el testigo Carlos “Charlie” Moore, que sobrevivió seis años en ese centro de tortura y logró escapar a Brasil en noviembre de 1980. Ni bien llegado a San Pablo, hizo una extensísima denuncia frente al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), que fue la base de estos juicios. Luego del juicio a Videla y Menéndez en 2010, Robles viajó a Inglaterra –donde vive Moore– y ahí obtuvo en detalló el modus operandi de la patota en el asesinato de, al menos, una docena de comisarios.
De la torturadora y sus familiares, Moore dijo: “La Cuca Antón no era una persona inmoral, era amoral. No tenía sentimientos de ningún tipo. Podía despedazar a una persona y daba la impresión de que eso no la perturbaba en absoluto, sino que la motivaba. Y no tenía remordimientos. Para graficar lo que digo: ella era la perfecta asesina contratada. (...) La nombro porque estuvo metida en casi todos los asesinatos que cometió el D2, y en los asesinatos de policías, ella estuvo envuelta en absolutamente todos. En realidad, esa banda del Boxer, Sérpico, Cuca y el ‘Cara con Riendas’ (el imputado Luis Alberto Lucero) eran todos iguales de asesinos”.
Cuando le tocó hablar, Lucero se excusó de manera insólita: “Por razones de salud niego todos los cargos que se me han hecho”.
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