Viernes, 16 de septiembre de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Diego Tatián *
Un conjunto de 104 rectores, decanos y ex autoridades universitarias, junto a 1500 firmas de científicos, docentes e investigadores de todo el país, emitieron en julio último una “Declaración de las universidades” en la que reclaman la inmediata liberación de la dirigente social Milagro Sala y otros presos políticos de Jujuy –en igual sentido lo habían hecho, entre otros organismos internacionales, Amnistía Internacional, el Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de la ONU, decenas de legisladores del Parlamento Europeo y del Parlasur.
Poco tiempo después, el 22 de agosto, el consejo directivo de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba distinguió a Sala por su labor social junto a los sectores más humildes del norte argentino con el “Premio José María Aricó al compromiso social y político 2016”, que en años anteriores habían recibido Ricardo Obregón Cano, Emi D’Ambra, Horacio González y Álvaro García Linera.
Si bien el premio a Milagro Sala por su obra social y la declaración de las universidades están en absoluta sintonía, esta última no motivó –no hasta tal extremo– las violentas reacciones que en las redes y en los medios se sucedieron contra aquél. Tal vez el reconocimiento por parte de una universidad a una dirigente coya que desafió en su provincia una acendrada estructura cultural de humillación social y desprecio desbarata el sentido que el discurso mediático les impone a las cosas, y por ello desencadenó un primitivismo racista, misógino y clasista que en algunas de sus manifestaciones produce escalofríos.
La reversión de ese primitivismo del desprecio –que, con motivo de ser premiado también él por la Universidad de Córdoba, Boaventura de Sousa Santos llamó “fascismo social”– es sin dudas una de las mayores tareas culturales de la universidad pública, pues allí se incuba el huevo de la peor serpiente, siempre al acecho y dispuesta a volver (por extraña conjunción del tiempo, quizá La peste de Camus sea el gran relato del momento político argentino). La Córdoba reaccionaria más profunda irrumpió con motivo de la premiación a Sala, al mismo tiempo que otra Córdoba acompañó en multitud la sentencia que condenó a los represores de La Perla.
La defensa de los presos políticos, tanto en dictaduras como en democracia, tiene una larga historia, también en Córdoba: Agustín Tosco, Ricardo Obregón Cano y muchos otros, al ser objeto de persecución y encarcelamiento encontraron solidaridades en la universidad, los sindicatos, los intelectuales, el movimiento estudiantil, y en abogados valientes como Mario Abel Amaya, Alfredo Curutchet o Abraham Kozak –quienes a su vez pagaron su compromiso con la muerte o con la cárcel–.
Ese compromiso es también una de las vetas más interesantes y menos exploradas de quienes protagonizaron la Reforma Universitaria de 1918, que está en vísperas de cumplir cien años. Deodoro Roca, Enrique Barros, Saúl Taborda y otros dirigentes reformistas formaron parte de organizaciones que denunciaban la prisión política y el armado de causas contra luchadores sociales –pues en efecto, un encarcelamiento político nunca se halla despojado de una causa judicial–, mientras los medios de la época repetían lo mismo que los de ahora: “dejar que la Justicia actúe”. Ejemplares en esa dirección son los escritos de Deodoro en defensa de los presos de Leones en 1921, o su defensa del escritor comunista boliviano Tristán Maroff en 1935, entre otros. Asimismo, el comité por los exiliados y presos políticos fundado por Deodoro y otros reformistas en Córdoba lanzó en 1936 una campaña por los “presos sociales y políticos” de toda la Argentina: por los presos de Bragado, por los procesados de plaza Mercedes, por la libertad de Héctor Agosti, por la derogación de la ley de Residencia, por el derecho de asilo; contra las persecuciones judiciales de agricultores chaqueños, de Rodolfo Puiggrós –entonces director del diario El Norte de Jujuy–, y contra el desafuero de Lisandro de la Torre. Un año más tarde el mismo Deodoro funda el Comité contra el racismo.
Las herencias son incomodidades y responsabilidades, no vacías conmemoraciones protocolares. Frente al centenario de su mayor acontecimiento político por cumplirse en 2018, la universidad se enfrenta a la tarea inmediata de honrar una herencia. Para ello deberá ser capaz de formular las preguntas correctas acerca de sí misma y del tiempo que le toca; renovar su disposición al compromiso con quienes son objetos del escarnio que administra el discurso dominante; detectar las rupturas necesarias con la opinión pública capturada por la ideología de los medios concentrados; no ser indiferente cuando en las sociedades se abaten momentos de peligro.
Entiendo que esa es la gran herencia de la cultura reformista que las universidades y los universitarios deberán renovar si se proponen no malversar su sentido emancipatorio. No hay universidad de calidad sin este sentido, solo una mediocre oligarquía académica que habrá abjurado de la autonomía del pensamiento en favor de las conveniencias que procuran el dinero, el puro incentivo empresarial o el mercado.
La exigente herencia de la Reforma (como exigente es la herencia de las Madres y las Abuelas, y ellas mismas nos indican cuál es en el caso de Milagro Sala) es la producción y la transmisión del conocimiento y la ciencia junto a una conversación comprometida sobre todas las cosas, que muchas veces sabrá romper con los sentidos dominantes. Nunca sin ella. Nunca indiferente a la Argentina del desprecio.
* Profesor de la UNC.
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