Viernes, 16 de septiembre de 2016 | Hoy
EL PAíS › A CUARENTA AÑOS DE LA NOCHE DE LOS LAPICES
Dos sobrevivientes del secuestro de estudiantes secundarios en La Plata durante la dictadura hablaron con Página/12. Compararon su militancia en aquellos días con la de los jóvenes en la actualidad y advirtieron sobre la regresión en materia de derechos humanos a partir de la llegada de Macri al gobierno.
Entrevistas: Ailín Bullentini.
A los 20 años, a Emilce Moler le abrieron la puerta de la cárcel de Devoto y le dijeron que se fuera. Había estado poco más de un año a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Antes, secuestrada en Arana, el Pozo de Quilmes y la comisaría tercera de Valentín Alsina, en el conurbano. Bajo “libertad vigilada”, ya no volvió a La Plata, donde había nacido, crecido y conocido la militancia en la escuela secundaria de Bellas Artes. Corría 1979 y era una de las cuatro sobrevivientes de la cacería que la Bonaerense desplegó en La Plata contra militantes adolescentes de la Unión de Estudiantes Secundarios y que con los años acabó conociéndose como La noche de los lápices. Con su testimonio en el juicio a la cúpula de la Bonaerense en 1986 y en el trabajo con el Equipo Argentino de Antropología Forense aprendió “el valor irremplazable de los sobrevivientes. Somos los que podemos dar luz al ‘adentro’”. La impunidad de las leyes derrumbó esperanzas. Estudió Matemáticas y, desde su perfil docente, volvió a la militancia política con el kirchnerismo. “Fue el único proyecto político que se cargó sobre sus hombros la memoria, la verdad y la justicia y yo abrace su causa contenta”, evalúa.
–Se cumplen 40 años de su secuestro. ¿Qué tiene de especial este aniversario?
–Las efemérides siempre ayudan para hacer una reflexión del pasado y los números redondos, como en este caso, pareciera que exigiesen una reflexión mayor. Las reflexiones yo siempre las hago en dos planos, uno individual y uno colectivo. El balance colectivo nos lleva a pensar qué pasó en los últimos 40 años. Muchas cosas, pero en el plano específico de los derechos humanos creo que avanzamos mucho como sociedad. Todo lo que nos hubiera gustado indudablemente no, pero avanzamos sobre todo en el repudio a la dictadura, a las torturas, a la apropiación de hijos y nietos, a las desapariciones. hemos aprendido muchos conceptos, se han establecido leyes. El año 2003 fue definitivamente un quiebre positivo en este sentido. Como sociedad llegar a ese piso no es malo. Falta, falta mucho y ahora lo estamos viendo con un gobierno que lejos de bregar por estas políticas, saca financiamiento y deja caer programas y así refleja que no es su interés mantenerlas. Las frases que emiten sus integrantes tampoco son inocentes. Es un retroceso que no encuentra una reacción tan masiva como pensábamos que iba a tener. Ese es el termómetro que nos permite medir hasta dónde habíamos calado fuerte en estos temas y qué capas nos faltan perforar.
–¿Cómo explica que ese retroceso no encuentre una reacción masiva?
–Uno se tiene que replantear cómo explicamos el tema de los derechos humanos durante estos años, durante los que no pudimos hacer ese nexo entre las violaciones de derechos humanos y las cuestiones económicas. Eso nos faltó. La cuestión cultural nos quedó más atrás, incluso. Durante el kirchnerismo trabajé en la aplicación de la Asignación Universal por Hijo, y veía que maestras que se emocionaban con las Madres y las Abuelas en un acto después cuestionaban la asignación, trataban mal a los chiquitos o protestaban por los limpiavidrios. Ahí tenemos que hacer un análisis de cuál fue nuestro legado en memoria, porque creo que quedó disociado del presente. Nos quedamos en las violaciones a nuestros derechos humanos, nos faltó darle la envergadura necesaria para que se pueda extender a los derechos de todos, para que se pueda reactivar. El terrorismo de Estado de ayer es el hambre de hoy. Antes, torturas y desapariciones. Hoy, pobreza y desocupación. Hoy son negros de mierda, los pibitos con capuchas, los inservibles, los bolivianos, los paraguayos. Ayer, éramos subversivos. Recuerdo que un militar una vez le dijo a mi padre “su hija es irrecuperable para esta sociedad”. Cuando escucho que eso se dice de los pibes pobres, bueno... Como sociedad, creo que ahora no se aceptaría un golpe militar como tal, pero las formas de sometimiento, de control político hegemónico económico se manifiestan de otra manera.
–¿Y la reflexión individual?
–No la puedo disociar de lo colectivo. Me hubiera gustado llegar a los 40 años de La noche de los lápices con otro escenario político. Tuve una tristeza, y por momentos la tengo, de no poder seguir avanzando como hubiéramos avanzado si seguía el kirchnerismo. No estarían los juicios (de lesa humanidad) en peligro. Yo que siempre luché por la verdad, la memoria y la justicia como tantos otros sobrevivientes, el de Néstor y Cristina fue el único proyecto que se cargó al hombro estas cuestiones no desde lo declamativo, sino en su concreción en políticas de Estado, y por lo tanto había que ayudarlos, apoyarlos con toda la fuerza. Yo abracé la causa contenta. Avanzamos muchísimo, pero creo que hay una necesidad de repensar algunas prácticas.
–¿Se puede hacer un paralelismo entre la militancia de ustedes entonces y lo que sucedió con la juventud en los últimos 12 años?
–En los últimos años me fue muy fácil explicarles a los chicos qué era militar. En los 90 había un cortocircuito desde la palabra misma. Me decían “¿qué es militar? ¿un militar?” No tenía cómo explicarles el fervor de una bandera, de una marcha. Y estaba bien, porque la política se abraza cuando se ve que a través de ella se puede hacer algo, se puede cambiar algo. Quién se iba a dedicar a la política en los 90 cuando los políticos eran los que hacían que cerraran las fábricas y recortaran los sueldos. No te quedaba otra que ser enemigo de eso. Cuando empezó todo este reverdecer de la política, las preguntas que me hacían apuntaban casi todas a los centros de estudiantes de entonces, cómo era hacer política, y no tanto qué pasaba en un centro clandestino. Y yo siempre les fui sincera: siempre organizar es difícil, las militancias son incómodas, cuestan trabajo y nunca fuimos la mayoría para que no se haga una idealización. Porque si no les dejás a los jóvenes de hoy un legado demasiado duro. La diferencia grande entre ellos y nosotros era el contexto: nosotros militamos en un contexto violento, no conocíamos el valor de la democracia. Tampoco teníamos la posibilidad de pensar en una carrera política. Para no- sotros siempre fue jugarnos a todo o nada, algo que no es lógico: no te tenés que jugar la vida para intentar cambios. El problema fue de nuestra sociedad que hizo que nos la tuviéramos que jugar. Ojalá que nadie más tenga que jugarse la vida por querer cambiar las cosas.
–¿A la distancia analiza ese “jugarse la vida” como un error?
–No, para nada. Y algo que nos permitieron los años kirchneristas es que nos permitió contar los 70 desde otro lugar que no fueran solo muerte y desapariciones, nos permitió contarlos desde la política y muchas de las cosas por las que nosotros bregábamos, pudimos verlo. sobre todo en cuanto al rol del Estado. Ahí tuvimos un logro, 30 años después.
–¿Cómo piensa que se puede resignificar hoy la memoria de lo ocurrido durante la dictadura?
–Nos faltó poder relacionarlo más con la vida cotidiana de todos. Llegamos a lo sensible, logramos sensibilizar a la sociedad, pero nos cuesta que lo replanteen en sus propios días. No pueden entender que la razón por la que entonces militábamos y por la que nos hicieron lo que nos hicieron es la misma por la que hoy defendemos a los pibes pobres de los abusos de la policía, por ejemplo. Los abusos institucionales que sufrimos no logramos que la sociedad las conecte con la maldita policía, por ejemplo. Hoy no es tan difícil como lo fue en los 90. Cuesta porque hoy a los chicos no les podés hablar desde el miedo de que pueda volver una dictadura como la de entonces, pero tenemos que lograr que entiendan que si vuelve, lo hará de manera diferente, más sutil, sofisticada y es más difícil que les hagan frente.
Pablo Díaz habla de “escenas” para referirse a los flashes más fuertes sobre La noche de los lápices que ocupan su memoria. La “escena del grito de Claudia (Falcone, una de las estudiantes secundarias desaparecidas)”; la de “el juramento”; las de “las vidas de cada uno” de los chicos y chicas que fueron secuestrados la madrugada del 16 de septiembre de 1976 en La Plata durante una cacería de la Bonaerense, compañeros suyos de militancia secundaria, y con los que compartió cautiverio en diversos centros clandestinos de detención. Pasaron 40 años de aquellos días que se convirtieron en la ausencia definitiva de sus compañeros y aún recurre a la película que inmortalizó el hecho en base a su testimonio y al libro escrito por María Seoane y Héctor Ruiz Núñez, en 1986. “Mi obsesión única, egoísta y personal fue cumplir con el juramento que les hice a los chicos en la última escena de la película”, mezcla el film con la promesa que le hizo al puñado de estudiantes secundarios platenses cuando lo “blanquearon” y salió del Pozo de Banfield: “Siempre estoy parado sobre el juramento de que ellos también iban a salir de ahí. Por eso testimonié, por eso el libro, por eso la película, por eso cada charla.”
–¿Qué tiene de especial el aniversario número cuarenta de La noche de los lápices?
–No hubo un año único y creo que siempre va a ser así. La vida cotidiana me va incorporando a la sociedad en la que vivimos, entonces a veces pensás y a veces no; a veces te emocionás y otras no. Pero pasan los años y el hecho sigue ahí, La noche de los lápices es todas las noches para mí, porque todo el tiempo voy descubriendo cosas. Siempre pasa algo que lo resignifica y lo reactualiza desde algún lado. La comunicación con los familiares de los chicos que ya no están está siempre, pero además pasan cosas que me invitan a resignificar. En noviembre del año pasado, por ejemplo, 39 años después, fue la primera vez que me llamaron fiscales para consultarme por abusos sucedidos y sufridos en los centros clandestinos. Si yo había sufrido abusos, que les cuente de lo que me había dicho Claudia la última vez que la vi, que ella nunca más podría ser una mujer porque la habían violado. Para mí, hasta entonces, siempre había sido anecdótico ese comentario. Para mí, para la Justicia, para la sociedad, para el periodismo. Y quizá lo anecdótico había sido todo lo demás y eso era el origen de todas las tristezas de Claudia. Y, sin embargo, los avances en la comprensión judicial de estos hechos, el #NiUnaMenos, lo resignifican. Y las charlas con los chicos en las escuelas, que siempre me ayudan a mantener la memoria.
–¿En qué sentido ayudan a ese ejercicio?
–Con las charlas puedo volver sobre mis recuerdos, recordar a los ausentes, pero también hablar del hoy, de cosas que a los adolescentes de hoy les pasan. Entre lo de ayer y ciertos valores que nosotros teníamos y lo que hoy ellos viven como sus propios conflictos hacemos un puente.
–¿Cómo les habla de su generación?
–Les cuento que éramos chicos con sensibilidad social y amor. Nosotros éramos sensibles a lo que ocurría en nuestro entorno y más allá de él. Salvo Panchito López Muntaner (otra de las víctimas de La noche de los lápices), éramos chicos de clase media, sostenida, consolidada, que nos acercábamos a un barrio y alfabetizábamos, trabajábamos en comedores escolares. Ir a los barrios fue un descubrimiento y después, un marco solidario para tratar de buscar derechos, concretar nuestro deseo de una sociedad más justa. Esa sensibilidad social la encuentro ahora en los chicos. Y si no, los estimulo a buscarla.
–¿Qué otros puntos en común encuentra con la generación adolescente actual?
–Ellos no tienen una militancia clandestina, porque ya no hay dictadura, pero también porque somos nosotros sus padres, o gente más joven que nosotros. Ellos pueden en la sobremesa familiar plasmar su propia identidad religiosa, sexual, política. En nuestras casas el autoritarismo estaba a flor de piel. Mis viejos no se tuteaban. Imaginate la historia con la militancia. No me dejaban militar. Mi papá me echó un día de casa porque me encontró con mi mamá hablando del Che Guevara. ¿Cómo no iba a ser clandestina la militancia? No estábamos clandestinos solo de la dictadura. De nuestras familias también debido a la ingenuidad o a la falta de entendimiento político de nuestros padres. Nuestras madres se iban enterando en qué andábamos, entre comillas, a medida que nos iban secuestrando.
–¿Ve similitudes en las condiciones socioeconómicas de entonces y las de hoy?
–Sí. En normalidad de condiciones, son iguales a lo que éramos nosotros. La diferencia está en la logística que implementamos en aquellos años. Porque yo no me voy a meter en cómo los familiares recuerden a sus hermanos o sus hijos para poder sobrellevar esta historia. Si quieren pensarlos como revolucionarios, lo serán. Si quieren que sean inocentes, lo serán. Lo que sea. Nunca los voy a juzgar. Pero lo que viví, lo que escuché, lo que éramos no me lo voy a olvidar nunca. En ese sentido, somos muy parecidos los adolescentes de ayer y hoy. Porque ellos tienen interés, tienen sensibilidad y amor. El estímulo, por eso, es para que ellos se involucren, sean actores de su propio tiempo, pongan en algún lugar la sensibilidad social, la solidaridad y la lucha por un derecho. Yo no creo en la política partidaria, pero los estimulo a que estén ahí o en un gremio, barrio, centro de estudiantes.
–No eran revolucionarios, dice. ¿Qué eran?
–Adolescentes.
–Habla de inocencia. ¿Se cree culpable?
–Cuando hablo con los chicos me gusta que ellos entiendan nuestra culpabilidad. Nos agarraron por algo, entre comillas, yo les digo por qué, necesito que entiendan quién era el bueno y quién el malo, quién estaba haciendo el bien y quién el mal. ¿De qué se nos culpaba? Del apoyo escolar, de querer con eso que el barrio pobre que tenía nueve cuadras de largo tuviera cada vez menos. Hoy hay 70 cuadras de ese barrio pobre. Nuestra intencionalidad, la de nuestra militancia política, social, gremial, en un centro de estudiantes era por que queríamos vivir en un lugar más justo. Éramos animales que necesitábamos alimentarnos de hacer cosas en función del cambio que buscábamos. ¿Dónde se hace uno apasionado de la política? En la vergüenza de la pobreza, cuando siente la pobreza. A Víctor Treviño, un compañero que está desaparecido hoy, yo lo vi lagrimear un sábado mientras entraba en un barrio periférico de La Plata y cuando le pregunté qué le pasaba me respondió “¿Cuándo vamos a poder cambiar todo esto?”. Ésa es la pasión de hacer todo y más de lo que esté al alcance de uno para mejorar la cosa. Por supuesto que no fuimos culpables de nada, fuimos dignos en todo.
–Planteó que se va “adaptando” a la sociedad en la vida cotidiana. ¿En qué momento, en estos últimos 40 años, se sintió más cómodo durante esa adaptación?
–Pude descansar en el kirchnerismo. Porque hubo justicia, porque había otros que tomaban la posta, por que los organismos se fortalecieron. Además, fue un tiempo en el que me fui argumentando cosas. Los tiempos actuales son de retrocesos. Pero yo nunca tuve vergüenza de decir que vivo para que Claudia y los chicos vivan. Siempre estoy atento a que ellos estén vivos.
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