EL PAíS › UNA DELEGACION KOLLA-GUARANI BUSCA JUSTICIA EN BUENOS AIRES
La indefensión aborigen en Salta
En Río Blanco, Salta, desalojaron a 30 familias aborígenes. La Pastoral Social frenó las expulsiones, pero no hay solución.
Por Irina Hauser
A la vera de la ruta nacional 50, en Río Blanco, Salta, desde hace un mes viven a la intemperie 30 familias de la comunidad aborigen kolla-guaraní que fueron desalojadas de sus tierras ancestrales. Están a pocos metros de sus propios campos sembrados y sus animales, pero no pueden entrar. La policía levantó un portón donde antes pasaba una calle comunitaria. Previamente, se ocupó de llevarse sus muebles, sus herramientas y hasta la cosecha. La gente no tiene qué comer, soporta lluvias constantes, tres chicos enfermaron de neumonía y todos de conjuntivitis. A esto se suma una situación paradójica y agravante: “adentro” de las 500 hectáreas quedaron otras 40 familias gracias a que la Pastoral Social logró frenar las expulsiones. El problema es que si salen no pueden volver a ingresar. Juntando peso por peso, una pequeña delegación viajó a Buenos Aires “para pedir justicia”.
El 2 de marzo a las ocho de la mañana golpearon fuerte la puerta de la casa de Estela Miranda. “Tiene que sacar sus cosas, llegó la hora del desalojo”, le advirtió un juez de paz. Tardó unos segundos en reaccionar. Cuando miró alrededor vio dos camiones de policía, otro con agentes de civil “y una mujer con una máquina de escribir”. “Mi mamá, que tiene 72 años, me decía que me escondiera. Yo no hice nada malo, le contesté. Le pedí que se quedara ahí con mis dos hijos, puse un candado y me fui a buscar un abogado a Orán. Cuando volví, la policía había roto la puerta con un hacha y se habían llevado todo, sólo unas prendas dejaron”, repasa Estela, de pómulos marcados y manchados. Ella fue la primera expulsada.
A la altura del kilómetro 31 de la Ruta 50, en Río Blanco Banda Norte, Orán, vive desde hace 24 años una comunidad que reúne a varias etnias desterradas. Hay kollas, guaraníes, wichis y criollos, muchos de ellos desalojados con anterioridad de Abra Grande por el ingenio azucarero El Tabacal. Con los años quedaron confinados a 500 hectáreas. Son setenta familias, con un promedio de seis hijos cada una. Allí no sólo tienen sus viviendas, de madera y chapa la mayoría, sino que cultivan maíz, maní, zapallo, frutas y crían gansos, chanchos y gallinas. “De eso vivimos. Pero perdimos todo. Ahora se están muriendo los animales y está en riesgo nuestro puesto en la feria”, solloza Estela.
Simón Villalobos, 47 años, recuerda ver pasar por delante de su nariz una camioneta con sus herramientas, sus zapallitos y sus muebles. “Después vinieron las topadoras a derribar las casas”, revive. “Estoy desesperado”, dice al hablar de sus diez hijos. “Yo no cobro un salario, no cobro planes Jefas y Jefes ni los pido, vivo de la plantación, sólo quiero que respeten lo que es mío”, reclama. Ahora que está en Capital se le sumó una preocupación: los que quedaron en Salta están sufriendo amenazas.
El desalojo fue ordenado por la jueza Cristina del Valle Barbará de Morales, hija del intendente de Orán. Fue sorpresivo para la comunidad, que no recibió ninguna notificación previa, una irregularidad señalada por el abogado Hernán Mascietti en un recurso de amparo. Los aborígenes fueron echados casa por casa en distintos días seguidos. Cada familia que perdía su techo se instalaba al costado del camino, en el barro. Ahí quedaron, con sus carpas improvisadas, de palos y nylon, cocinando bajo incesantes tormentas cuando alguna mano solidaria les acerca alimento y enfrentando pestes. Todos los niños contrajeron conjuntivitis, y un grupo, enfermedades pulmonares, además de picaduras e infecciones. Recibieron atención médica sólo una vez. Mientras tanto intentan curaciones con yuyos.
Al quinto día de las expulsiones, los curas de la Parroquia San José y el obispo de Orán lograron frenar el operativo y las demoliciones después de entrevistarse con la jueza. Pero la policía, con sus armas a la vista, mantiene un cordón que impide el reingreso de los que están afuera, que se quedan en la ruta para no perder chances de reclamo. Los que están adentro no salen porque no los dejan volver. Sus chicos no pueden ir a la escuela. “Están prisioneros”, se lamenta el padre José Auletta, que llegó de Italia hace 27 años. Junto con otros curas de la Pastoral Aborigen y con un equipo de Cáritas se turnan para ir a ayudar a las familias afectadas. “Sentimos mucha impotencia. ¿Cómo puede ser que los jueces ignoren el derecho indígena? Es la Constitución la que reconoce a los aborígenes como antiguos y actuales dueños de las tierras. Salta es el reino del latifundio, que condena a la pobreza”, dice Auletta.
Por las trabas que encontraron para consultar la causa, los desalojados aún no tienen en claro quién busca despojarlos esta vez. Las tierras en pugna pasaron por sucesivos autoproclamados propietarios, interesados en cobrar arriendo. Estela recuerda, por ejemplo, a la familia Newbery. “Había un hombre, Jost Newbery, sobrino del aviador, que solía pasearse armado y amenazarnos”, dice. La empresa que actualmente reclamaría vaciar las tierras es Río Zenta SRL. “Esa es la firma que las compró el año pasado a otra (Higamar) que había ido a remate según nos dijo la jueza”, apunta el padre Auletta. “En Orán –agrega– se comenta que estaría vinculada con Seabord Corporation, propietaria del ingenio El Tabacal, que adquirió más de un millón de hectáreas en Salta y generó otros desalojos.”
Siete miembros de la comunidad kolla-guaraní son los que lograron llegar a Buenos Aires, un poco a dedo, un poco en tren. “Venimos a denunciar la violación de nuestros derechos”, decía la nota a mano que entregaron en la Defensoría del Pueblo de la Nación. Allí mostraron imágenes en video del desalojo. “No buscamos ayuda, buscamos justicia”, repite Estela, aferrada a un rosario. La semana pasada la Defensoría envió representantes a Salta, al evaluar la denuncia como “un hecho de gravedad”, pero aún no dicen qué harán. La Secretaría de Derechos Humanos también elabora un informe.
El abogado Mascietti pidió el viernes ante la jueza una medida autosatisfactiva para que dejen a la gente volver a sus posesiones, o al menos trabajar. Ese día Mónica Rolón, de Cáritas, volvió a su casa shockeada luego de visitar el campamento y contó: “Una abuela que quedó a cargo de sus nietos en la ruta lloraba porque ya no tiene monedas para mandarlos a la escuela, a 15 kilómetros. Imploraba que la dejen cosechar sus choclos antes de Pascua, si no se pondrán feos y nadie los comprará”.